1/31/21

¿Autoridad o prepotencia?

Juan Luis Selma


Para servir a los hombres y mujeres, debemos tratarlos respetando y recordando su dignidad

Como si no tuviéramos suficientes problemas con la pandemia y sus múltiples consecuencias, hemos sido testigos de la retirada de la Cruz del Llanito de la Descalzas de Aguilar de la Frontera. ¿Un acto de autoridad, o de autoritarismo?

Este lamentable suceso nos puede ayudar a reflexionar sobre el sentido de la autoridad. Somos sociales, el hombre necesita de los demás, pero la convivencia no es fácil. Cuando entran en conflicto diversos intereses es muy conveniente el recurso a una legítima autoridad: alguien que sirva a los demás garantizando la justicia y el orden, que proteja al desvalido y vele por los derechos de todos. Que sea punto de referencia, norte.

En la antigua Roma se concebía el poder como imperio, potestad y autoridad. No se trata de profundizar en el derecho romano, pero el imperio y la potestad eran ejercidos por el poder político, capaz de respaldar sus decisiones por la fuerza y la coacción. En cambio, la autoridad tiene una fuerza moral que dimana del prestigio reconocido de una persona. Pienso que esta cualidad debería adornarnos a todos, y más a los que tienen la misión de gobierno, de cuidar sirviendo a los demás.

Inconformista es el que quiere un mundo mejor
empezando por uno mismo

Auctoritas procede del verbo augere: aumentar, completar, auxiliar, apoyar; en cambio potestas tiene la connotación de poder, dominio, señorío, y puede derivar en poder despótico o despotismo. No todos tienen el poder, pero sí que todos podemos auxiliar, apoyar, completar y hacer crecer a los demás con nuestra autoridad moral.

En el caso de Aguilar sabemos cómo actuó la regidora del Ayuntamiento y dónde acabó la Cruz −preciado símbolo de los cristianos−. El párroco del lugar, en cambio, decía: “Lamento no haber tenido la opción de custodiar nuestro símbolo, del mismo modo que expreso el dolor de las Madres Carmelitas y nuestra comunidad parroquial que habrían custodiado la Cruz y encontrado otro emplazamiento privado para ella y ensalzar así su profundo significado para los cristianos. Así, he tratado de manifestarlo a nuestras autoridades, con las que mantengo buena relación, con el deseo de que hechos de este tipo no vuelvan a producirse”. Tenemos aquí un ejemplo de autoridad moral.

Leemos en el Evangelio: “En la ciudad de Cafarnaún, el sábado entró Jesús en la sinagoga a enseñar; estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas… ¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen”. El pueblo ve en Jesús autenticidad, coherencia, todos sus poros transpiran bondad, verdad, belleza y la grandeza de Dios. Tiene el atractivo del que, con su autoridad, aumenta, auxilia, robustece, amplia, completa, suma, apoya, da plenitud, como significa del verbo augere.

Pero, además de la autenticidad y la coherencia, la autoridad necesita la verdad“La autoridad no saca de sí misma su legitimidad moral. No debe comportarse de manera despótica, sino actuar para el bien común como una “fuerza moral, que se basa en la libertad y en la conciencia de la tarea y obligaciones que ha recibido (Gaudium et spes)”. Nadie puede actuar al margen de las normas morales y éticas. Si quiere servir al hombre debe respetar su ser, su naturaleza, sus leyes innatas. Un ejemplo nos puede iluminar: no se hace ningún favor a un pez lanzándolo por las alturas: está hecho para nadar y no para volar.

Para servir bien a los hombres y mujeres, debemos tratarlos respetando y recordando su dignidad y grandeza: tiene cuerpo, sentimientos y espíritu y ninguno de estos componentes puede ser ofendido. Unos buenos padres, educadores o gobernantes deben velar para que los que dependen de ellos crezcan en todas las facetas que lo integran, sean realmente humanos y no se dejen llevar por lo cómodo, las modas o por sus egoísmos.

También potenciarán el espíritu con una formación integral religiosa, moral y humanística. Procuremos esta autoridad moral para servir mejor a los cercanos y lejanos. Seamos coherentes con nuestros principios, busquemos la verdad y no las componendas. Antes de corregir o criticar a los demás examinemos cómo nos comportamos nosotros. No renunciemos a los grandes ideales que han engrandecido nuestro pueblo. Busquemos siempre el bien y la belleza. Miremos hacia arriba, sigamos el ejemplo de los virtuosos y crecerá nuestra auctoritas.


Juan Luis Selma, en eldiadecordoba.es

1/30/21

“Y se quedaron admirados de su enseñanza”

Domingo 4° semana tiempo ordinario

(Ciclo B)


Evangelio (Mc 1,21b-28)

Entraron en Cafarnaún y, en cuanto llegó el sábado, fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Y se quedaron admirados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas. Se encontraba entonces en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu impuro, que comenzó a gritar:

−¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!

Y Jesús le conminó:

−Cállate, y sal de él.

Entonces, el espíritu impuro, zarandeándolo y dando una gran voz, salió de él. Y se quedaron todos estupefactos, de modo que se preguntaban entre ellos:

−¿Qué es esto? Una enseñanza nueva con potestad. Manda incluso a los espíritus impuros y le obedecen.

Y su fama corrió pronto por todas partes, en toda la región de Galilea.


Comentario

Según la tradición cristiana, Marcos fue el discípulo que puso por escrito los recuerdos de Pedro sobre la vida de Jesús. En el evangelio de hoy se inicia el relato de una jornada entera del Señor. Aquel día pudo quedar especialmente grabado en la memoria de Pedro, porque transcurrió en el entorno de su propio hogar.

Según los hallazgos arqueológicos realizados en la zona, la sinagoga de Cafarnaún quedaría bastante cerca del lugar en el que se emplaza un antiquísimo culto cristiano en la antigua casa de Pedro. Es fácil imaginar la emoción del apóstol por albergar en su propia morada al Maestro, dándole cobijo, alimento y descanso.

Como todos los habitantes piadosos del lugar, el sábado por la mañana el Señor llegó junto con sus discípulos a la concurrida sinagoga. Pronto comenzó a enseñar a los presentes, quienes escuchaban admirados la predicación del nazareno. No era como la que solían escuchar a los fariseos. Aquel hombre hablaba con mucha autoridad, de forma novedosa y sorprendente.

Los oyentes de Jesús se fijarían mucho en su porte externo, sus ademanes y gestos, su manera de reaccionar espontáneamente ante los mismos sucesos que ellos vivían. Y esa forma de predicar con la propia presencia y actitud, la veían después reflejada en sus discursos.

Este hecho llamó siempre la atención de san Josemaría. Al buscar una biografía sintética de la vida de Jesús, encontró, entre otras, la que se refiere al ejemplo que daba Jesús con su actuación, otorgando autoridad a su predicación: “Coepit facere et docere −comenzó Jesús a hacer y luego a enseñar: tú y yo hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos llevar una doble vida: no podemos enseñar lo que no practicamos. En otras palabras, hemos de enseñar lo que, por lo menos, luchamos por practicar”.

Por eso, como explicaba san Gregorio Magno, “la manera de enseñar algo con autoridad es practicarlo antes de enseñarlo, ya que la enseñanza pierde toda garantía cuando la conciencia contradice las palabras”. En cambio, fray ejemplo es siempre el mejor predicador.

Junto a la coherencia de vida, Jesús acompañaba su predicación con una potestad que dejaba admirados a sus contemporáneos: la de expulsar espíritus inmundos. Estos demonios se dirigían a Él con descaro y cierto conocimiento de su identidad y misión, sobre las cuales, revelaban a los presentes algunas cosas sin pudor y antes de tiempo. Pero a su vez, mostraban un temor obediente ante las órdenes de Jesús.

Luego los apóstoles serían enviados a predicar y a expulsar demonios en nombre de Jesús. También los cristianos estamos llamados a colaborar con el Maestro en la tarea de la evangelización, disipando la acción de los enemigos de las almas. Lo haremos precisamente anunciando el evangelio con coherencia de vida.

El Papa Francisco explicaba esta llamada apostólica así: “El Evangelio es palabra de vida: no oprime a las personas, al contrario, libera a quienes son esclavos de muchos espíritus malignos de este mundo: el espíritu de la vanidad, el apego al dinero, el orgullo, la sensualidad... El Evangelio cambia el corazón, cambia la vida, transforma las inclinaciones al mal en propósitos de bien. El Evangelio es capaz de cambiar a las personas. Por lo tanto, es tarea de los cristianos difundir por doquier la fuerza redentora, convirtiéndose en misioneros y heraldos de la Palabra de Dios”.


Fuente: opusdei.org


Mensaje del Prelado del Opus Dei (30 enero 2021)

Mons. Fernando Ocariz


Queridísimos, ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

A través de estas líneas deseo compartir con vosotros un proyecto, para que también vuestra oración contribuya directamente a realizarlo.

Durante los últimos meses se ha llevado a cabo un estudio sobre la situación de las circunscripciones de la Prelatura, con vistas al proyecto de mejorar el impulso y la coordinación de las labores apostólicas, siguiendo las recomendaciones del pasado Congreso General (cfr. Carta pastoral, 14-II-2017, nn. 13 y 15).

Gracias a Dios, al impulso de san Josemaría y de sus dos primeros sucesores, la Obra trabaja establemente en sesenta y ocho países. Por esto estamos muy agradecidos a Dios, que no deja de acompañarnos y bendecirnos; también damos gracias al Señor al considerar el trabajo realizado en estos últimos cuatro años.


Por otro lado, una realidad actual muy positiva es la facilidad de comunicación y de desplazamiento entre ciudades y países, que hace posible reducir el número de las estructuras organizativas y de gobierno; lógicamente, sin cambiar su naturaleza, pues «no está en nuestras manos ceder, cortar o variar nada de lo que al espíritu y organización de la Obra se refiera» (Instrucción, 19-III-1934, n. 20).A la vez, somos conscientes de los desafíos que la sociedad actual, en todas partes, presenta a la vida y a la difusión del cristianismo; situaciones de las que todos tenemos más o menos experiencia y que hacen que el apostolado resulte en algunos lugares más arduo. Aunque el bien que se hace es abundante en muchos sitios, desearíamos que el Señor pudiera contar con más brazos para colaborar a que la alegría del Evangelio llegue hasta el último rincón de la tierra. Ni la desproporción entre la belleza de la vocación y misión apostólica frente a nuestras personales limitaciones, ni las dificultades externas son motivo para que disminuyan nuestra esperanza y nuestra alegría, en el servicio a Dios, a la Iglesia y al mundo.

Esa reducción del número de estructuras –estudiada en la Asesoría Central y en el Consejo General– permitirá mayor agilidad y eficiencia en el trabajo y, también, más atención al cuidado de las personas, al apostolado de cada uno en el propio ambiente profesional, familiar y social, junto a las actividades formativas promovidas en y desde los centros de la Prelatura.


Me apoyo en vuestra oración y en el compromiso e iniciativa personales de cada una y de cada uno, para hacer vida el mensaje de nuestro Padre en nuestro tiempo. Encomendemos este proyecto a la intercesión materna de Santa María, y también -especialmente en este año- a la de San José.Esto requerirá una parcial reorganización territorial. Si para dirigir, por ejemplo, la labor de la Obra en dos determinados países hay ahora dos Comisiones y dos Asesorías, se estudiará si, con los medios actuales y teniendo en cuenta la experiencia adquirida en estos años pasados, puede ser más eficaz una Comisión y una Asesoría para esos dos territorios, manteniendo todas sus iniciativas apostólicas. Esto se ha realizado ya uniendo Croacia y Eslovenia. Para seguir definiendo esta reorganización se contará, como es lógico, con el parecer de las Comisiones y Asesorías interesadas en cada caso, y se irá poniendo en marcha paulatinamente.

Con todo cariño os bendice

vuestro Padre

Roma, 30 de enero de 2021

El hospital lleno

 Cristian Gómez


El hospital lleno, plantas enteras con el doble de camas de lo habitual, UCI en quirófanos, doblaje de turnos, EPI, desánimo, cansancio… La tercera ola de la COVID-19 ha llegado, aunque más que una ola es un tsunami.

Entro en la habitación, soy prácticamente la única persona que los visitará hoy. Me presento, les pregunto síntomas, exploro, les comento la evolución de la enfermedad, etcétera. Suelo preguntarles por su estado de ánimo. El miedo, la soledad y el dolor han vuelto a invadir el ambiente.

Entro en la siguiente habitación que tengo asignada, hace días que la visito. En ella hay un varón de unos 50 años, ingresado por neumonía grave por COVID-19, que me recibe con una pregunta: «¿Me voy a salvar?». Me sorprende, y no por la pregunta, totalmente normal y humana, sino por la reflexión que vino a continuación. Durante su estancia hospitalaria había estado reflexionando mucho sobre su vida, sobre cómo ante la enfermedad, un hombre valiente y decidido como él para los negocios y la vida, era pequeño, frágil y vulnerable como cualquier otro. Su orgullo, decía, se había quedado aparcado junto a su coche en la puerta del hospital. Allí dentro no quedaba nada de esa coraza de la que nos revestimos a diario, únicamente un pijama azul de hospital público y una conexión al oxígeno que le mejoraba su situación clínica. Y regresó al hábito de la oración, abandonado por los trajines de la vida. Había iniciado una novena a san Sebastián, patrón de su pueblo y que, tal y como me contó, es el protector contra la peste y las enfermedades contagiosas.

La peste del siglo XXI se llama coronavirus (y vendrán otras). Él se encomendaba a este mártir. Más aún, nos encomendaba a todos los sanitarios que cuidábamos de él; decía que la única forma de acabar con esta pesadilla es que estuviéramos sanos para poder cuidar de los enfermos. Me estremeció que nos antepusiera en su oración; cuántas veces nos ponemos a rezar y parece que hacemos una lista de deseos.

Se sinceró conmigo porque le interrogaba mi alegría. Yo pensé que era imposible, ya que tapado con el EPI, las dos mascarillas, la pantalla facial, no me ve más que los ojos. Y recordé una frase de sor Verónica (fundadora de Iesu Communio): estamos llamados a ser casa de la sonrisa de Dios. La sonrisa es la puerta de entrada, es lo que primero que ven de nosotros y en mí encontró la puerta al Padre. Yo también me sinceré y le conté cómo cada mañana, antes de ir al trabajo, siempre que la pereza me lo permite, rezo por mis pacientes. Sus lágrimas volvieron a asomar. 

Fuente: https://alfayomega.es/el-hospital-lleno/

1/29/21

La verdad: bien público

Higinio Marín

La palabra que no surge de esa escucha del silencio nace prescindible

Los antiguos relatos sobre el origen del universo muestran las distintas visiones que los hombres han tenido acerca de qué y cómo está hecho el mundo: de barro o agua, por ejemplo. Sin embargo, en nuestra tradición el Génesis cuenta que el mundo está hecho de palabras y que todo apareció de la nada en cuanto se decía y pronunciaba su nombre. El poder creador no se describe como construcción o fabricación, ni siquiera como la fuerza para fundir las aleaciones primordiales, sino como el poder del lenguaje y la voz: la energía original del universo está en la tenue forma que recibe el aliento convertido en palabra.

Así que la creación consistió en llamar a las cosas por su nombre. De ahí surgió nuestra confianza en que podemos decir lo que las cosas son, pero, al mismo tiempo, de ahí deriva también nuestra certeza de que su verdadero nombre permanece inalcanzable e inaudito para nosotros. Por eso, paradójicamente, quien aspira a decir las cosas, a decir lo que son, guarda largos silencios: necesita estar a la escucha para convertir su voz en el eco −nunca exacto− de ese nombre primero. La palabra que no surge de esa escucha del silencio nace prescindible.

Entre nosotros nadie asume la misión que Adán recibió de poner nombre a las cosas como los poetas: decir lo indecible es el esfuerzo siempre frustrado y siempre renaciente por alcanzar el nombre de todo, por pronunciarlo y sacar todo de esa nada secundaria que es el olvido y la confusión. Como dice José Mateos, «el poeta tiene que descender hasta el origen del idioma para aprender a hablar desde ahí». Precisamente la palabra que parece surgir de la imaginación más arbitraria, la poética, es la que nace con la exigencia más insobornable de exactitud. Octavio Paz llamó a esa palabra la «casa de la presencia». Nadie busca la palabra o el decir exacto e imposible con más ahínco que el poeta genuino. Los demás nos damos prematuramente por satisfechos.

Más prosaicamente, es decir, en prosa, hablamos todos los demás: los narradores, los filósofos, historiadores, los jueces y abogados, los comunicadores y periodistas son todos ellos descendientes del linaje de los poetas. Pero nuestra resignada inhabilidad para decir lo indecible no nos autoriza a dimitir del empeño por la exactitud. Ese afán tiene un nombre que hoy pocos se atreven a pronunciar, y es una de aquellas viejas palabras que hemos dejado de decir: la veracidad, o, si se quiere, el servicio a la verdad convertido en profesión y pasión. Nada más decirla el que la dice se vuelve sospechoso de lo peor. Y, sin embargo, incluso aunque fuera imposible sería irrenunciable, si es que queremos que el lenguaje sea algo más que poder o fuerza de dominación.

En ese contexto, apelar al relativismo es convertirse en cómplice de los poderosos para darles servida su coartada: lo que los débiles llaman abuso sería solo su incapacidad para evitarlo. La verdad no sería más que la forma que toma el poder cuando se vuelve indiscutible. En cambio, las víctimas de injusticias saben bien que, a diferencia de lo que desearían los poderosos y sus cómplices, la verdad existe y hasta se la puede procurar con precisión. En castellano la palabra «justo» es al mismo tiempo el fruto de la justicia y de la exactitud: no hay una cosa sin la otra. Y esa exigencia cruza tanto la ficción narrativa como la noticia periodística, la defensa pública del abogado como el amparo de los hechos del historiador, la ajustada precisión de las sentencias y la exactitud del filósofo.

Es muy necia la ignorancia que lleva a creer que los hombres de letras se mueven entre vaporosas ocurrencias sin la coerción de la exactitud y sin la aspiración de la precisión. Y todavía más necia la suposición de que esa aspiración no tiene valor público o político, y que nuestras sociedades dependen en lo sustancial del poder residenciado en sus aspectos económicos o tecnológicos.

En realidad, el relativismo suele ser el refugio de los que pretenden la irreprochabilidad de un poder ilimitado sobre las cosas y los demás o sobre sí mismos. Los que quieren que pase por realidad lo que ellos prefieren y que sus palabras produzcan lo que significan a su arbitrio, reducen el lenguaje a poder con la forma de la tecnología de la persuasión. Pero hasta la mentira tiene que rendir homenaje y reconocer la preeminencia de la verdad para imitarla y hacerse creíble mediante la verosimilitud.

No obstante, al tecnólogo del decir se le reconoce porque no quiere conversar sino discutir, pues es incapaz del genuino dialogo. De ahí que la plaga de asesores y expertos en comunicación que asolan nuestros foros públicos proliferen convirtiendo todo en discutible. En efecto, cuando todo es discutible inevitablemente dejamos de discutir y empezamos a disputar, y la verdad se esfuma tras el deseo de imponerse. El dialogo solo tiene sentido para comunicar, aprender o enseñar, pero si lo que se pretende es vencer, entonces es cuestión de mera fuerza persuasiva y hasta de violencia aunque sea mediante palabras y con las manos a la espalda.

La comunicación hecha de palabras no es solo un medio para vivir juntos, sino, como dice Judt, «parte de lo que significa vivir juntos». Vivimos en las palabras que son por eso el primer espacio público, o mejor, el espacio público por excelencia y el primer bien común. De ahí que la mentira, la manipulación histórica, educativa o informativa y la injusticia socaven el espacio primero de la convivencia y degraden nuestra vida común en pendencias partidistas. El totalitarismo identifica la verdad con el poder de hacer parecer verdaderos nuestros intereses. En cambio, las palabras de los que sacan a la luz lo oculto, ya sea de las intrigas de los poderosos como hacen los periodistas o los jueces, o de los pliegues del corazón del hombre como los poetas, o de los rincones del olvido como los historiadores, se cuentan entre los primeros y principales servicios públicos.

Donde hay alguien que quiere atenerse a la verdad, los inocentes, débiles, indefensos y desconocidos tienen una esperanza. La determinación de llamar a las cosas por su nombre tan precisa y exactamente como sea posible, sigue siendo la forma más efectiva de acercarse al origen, de ser original y, sobre todo, libérrimamente capaz de no hablar solo por boca de otros y a su gusto, sino recreando con el débil eco de su voz el indecible nombre de las cosas.


Higinio Marín, en mundusunaarqueologia.blogspot.com

1/28/21

Bichos raros

Jaime Clemente

Se avecinan tiempos quijotescos en los que la familia será nuestra mejor defensa frente a todo lo que el futuro nos depare

Entre los cafés y los dulces, que en mi opinión siempre debe haber tras una buena comida, saltó a palestra el tema de las relaciones actuales. Los temas amorosos suelen suscitar entre los más jóvenes todo tipo de esquivas, puede que el miedo o la vergüenza de parecer sensibles sean la causa de tanta filigrana para salir airosos del envite. Sin embargo, dejar a un lado los quehaceres sentimentales raramente suele ser sinónimo de éxito en lo que a conquistas se refiere. Más si cabe en los días que nos ha tocado vivir. Necesitamos, y con urgencia, familias. Lo que equivale a necesitar amor, y del bueno. 

Quien nos iba a decir que la solución frente al problema demográfico que lleva años expandiéndose en nuestro país residiera en el amor. Ningún experto político ha sabido dar con la tecla. Pero es que nos ha tocado defender lo que para muchos es indefendible. El posmodernismo, también se ha llevado por delante al amor y como consecuencia a la familia. Lejos han quedado las familias numerosas. Son nuestros padres, los últimos representantes de aquellas grandes familias que antaño ocupaban las plazas y los parques de la ciudad. Donde las comidas y las cenas eran dignas rivales logísticas de la concentración de una equipo de futbol. 

Se avecinan tiempos quijotescos en los que
la familia será nuestra mejor defensa
frente a todo lo que el futuro nos depare

El posmodernismo, abanderado de la libertad sexual y genérica de la que tanto hace gala, es el responsable. Y puede que en cierta medida todos tengamos algo de culpa por permitir que se llevase por delante el motivo de nuestra existencia, la familia. Como bien decían los presentes alrededor de la mesa, en medio de un mundo que camina de manera estrepitosa hacia las relaciones abiertas, aquellos que entre nuestros sueños se halle formar una familia y llenar el mundo de vida seremos los bichos raros de la sociedad. Se avecinan tiempos quijotescos en los que la familia será nuestra mejor defensa frente a todo lo que el futuro nos depare. Es en el seno de una familia donde se aprende lo que es el amor, que lejos está en mi opinión de todo lo que tenga que ver con lo material. Aunque muchas veces ayude a mantener viva la llama. Pero una relación significa muchas cosas. Sacrificio, comprensión, sinceridad, lealtad. En ella tienen cabida los errores que como seres humanos todos cometemos, pero sobre todo tiene lugar el perdón, la concordia, la reconciliación y la paz. Porque sin el amor que un padre puede sentir por un hijo, jamás tendrán lugar los sacrificios que este requiere. Sin el amor entre aquellos que han decidido casarse y formar una familia, jamás habrá luz cuando la oscuridad que genera un contratiempo llegue. 

Todas las cosas que puede darnos una familia jamás se podrán comparar con las posmodernas relaciones que tanto se empeñan en implantar en nuestra sociedad. Es por ello por lo que debemos seguir peleando por un futuro donde las familias y sus hijos sean la base de la sociedad.


Jaime Clemente, en lacontroversia.com

La oración con las Sagradas Escrituras

El Papa ayer en la Audiencia General

Hoy quisiera detenerme sobre la oración que podemos hacer a partir de un pasaje de la Biblia. Las palabras de la Sagrada Escritura no han sido escritas para quedarse atrapadas en el papiro, en el pergamino o en el papel, sino para ser acogidas por una persona que reza, haciéndolas brotar en su corazón. La palabra de Dios va al corazón. El Catecismo afirma: «A la lectura de la sagrada Escritura debe acompañar la oración −la Biblia no puede ser leída como una novela− para que se realice el diálogo de Dios con el hombre» (n. 2653). Así te lleva la oración, porque es un diálogo con Dios. Ese versículo de la Biblia fue escrito también para mí, hace siglos, para traerme una palabra de Dios. Ha sido escrito para cada uno de nosotros. A todos los creyentes les sucede esta experiencia: una pasaje de la Escritura, escuchado ya muchas veces, un día de repente me habla e ilumina una situación que estoy viviendo. Pero es necesario que yo, ese día, esté ahí, en la cita con esa Palabra, esté ahí, escuchando la Palabra. Todos los días Dios pasa y lanza una semilla en el terreno de nuestra vida. No sabemos si hoy encontrará suelo árido, zarzas, o tierra buena, que hará crecer esa semilla (cfr. Mc 4,3-9). Depende de nosotros, de nuestra oración, del corazón abierto con el que nos acercamos a las Escrituras para que se conviertan para nosotros en Palabra viva de Dios. Dios pasa, continuamente, a través de la Escritura. Y repito lo que dije la semana pasada, que decía san Agustín: “Tengo miedo del Señor cuando pasa”. ¿Miedo a qué? A que yo no le escuche, a que no me dé cuenta de que es el Señor.

A través de la oración se da como una nueva encarnación del Verbo. Y somos nosotros los “sagrarios” donde las palabras de Dios quieren ser acogidas y custodiadas, para poder visitar el mundo. Por eso es necesario acercarse a la Biblia sin segundas intenciones, sin instrumentalizarla. El creyente no busca en las Sagradas Escrituras el apoyo para su propia visión filosófica o moral, sino porque espera en un encuentro; sabe que esas palabras han sido escritas por el Espíritu Santo y que por tanto con ese mismo Espíritu deben ser acogidas, ser comprendidas, para que se dé el encuentro.

A mí me molesta un poco cuando escucho cristianos que rezan versículos de la Biblia como papagayos. “Oh, sí, el Señor dice…, quiere…”. ¿Pero tú te has encontrado con el Señor en ese versículo? No es un problema solo de memoria: es un problema de la memoria del corazón, esa que te abre al encuentro con el Señor. Y esa palabra, ese versículo, te lleva al encuentro con el Señor.

Nosotros, por tanto, leemos las Escrituras para que ellas “nos lean a nosotros”. Y es una gracia poder reconocerse en ese o aquel personaje, en esa o aquella situación. La Biblia no está escrita para una humanidad genérica, sino para nosotros, para mí, para ti, para hombres y mujeres de carne y hueso, hombres y mujeres que tienen nombre y apellidos, como yo, como tú. Y la Palabra de Dios, impregnada del Espíritu Santo, cuando es acogida con un corazón abierto, no deja las cosas como antes, nunca, cambia algo. Y esa es la gracia y la fuerza de la Palabra de Dios.

La tradición cristiana es rica en experiencias y reflexiones sobre la oración con la Sagrada Escritura. En particular, se ha consolidado el método de la “lectio divina”, nacido en ambiente monástico, pero practicado también por cristianos que frecuentan las parroquias. Se trata ante todo de leer el pasaje bíblico con atención, es más, diría con “obediencia” al texto, para comprender lo que significa en sí mismo. Luego se entra en diálogo con la Escritura, de modo que esas palabras se conviertan en motivo de meditación y de oración: permaneciendo siempre unido al texto, empiezo a preguntarme “qué me dice a mí”. Es un paso delicado: no hay que caer en interpretaciones subjetivas, sino entrar en el surco vivo de la Tradición, que nos une a cada uno a la Sagrada Escritura. Y el último paso de la lectio divina es la contemplación. Aquí las palabras y los pensamientos dejan lugar al amor, como entre enamorados a los cuales a veces les basta con mirarse en silencio. El texto bíblico permanece, pero como un espejo, como una imagen que contemplar. Y así se tiene el diálogo.

A través de la oración, la Palabra de Dios viene a vivir en nosotros y nosotros vivimos en ella. La Palabra inspira buenos propósitos y sostiene la acción; nos da fuerza, nos da serenidad, e incluso cuando nos pone en crisis nos da paz. En los días “torcidos” y confusos, asegura al corazón un núcleo de confianza y de amor que lo protege de los ataques del maligno.

Así la Palabra de Dios se hace carne −me permito usar esta expresión: se hace carne− en los que la acogen en la oración. En algún texto antiguo aflora la intuición de que los cristianos se identifican tanto con la Palabra que, aunque quemaran todas las Biblias del mundo, se podría salvar el “calco” a través de la huella que ha dejado en la vida de los santos. Es una bonita expresión.

La vida cristiana es obra, a la vez, de obediencia y de creatividad. Un buen cristiano debe ser obediente, pero debe ser creativo. Obediente, porque escucha la Palabra de Dios; creativo, porque tiene el Espíritu Santo dentro que le impulsa a practicarla, a llevarla adelante. Jesús lo dice al final de un discurso suyo pronunciado en parábolas, con esta comparación: «Así, todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas −del corazón− lo nuevo y lo viejo» (Mt 13,52). Las Sagradas Escrituras son un tesoro inagotable. Que el Señor nos conceda, a todos, sacar de ahí cada vez más, mediante la oración. Gracias.


Saludos

Saludo cordialmente a los fieles de lengua francesa. Os invito a leer y rezar cada día algún versículo de la Palabra de Dios, para dar fuerza, serenidad y paz a vuestra vida. ¡Dios os bendiga!

Saludo cordialmente a los fieles de lengua inglesa. Que el Espíritu Santo nos lleve a acoger cada vez más la Sagrada Escritura como lámpara que ilumina los pasos de nuestra vida diaria. Sobre vosotros y vuestras familias invoco la alegría y la paz del Señor. ¡Dios os bendiga!

Dirijo un cordial saludo a los fieles de lengua alemana. Elijamos cada mañana una frase de la Biblia como compañera de nuestra jornada. Nos ayudará a comprender mejor la voluntad de Dios y a vivirla. Que el Espírito Santo os guíe en vuestro camino.

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Los animo a acercarse a la Palabra de Dios con obediencia y creatividad. En ella encontramos un tesoro inagotable al que podemos acceder todos los días mediante la oración, y ella nos irá trasformando y llenándonos de gran alegría. Que el Señor los bendiga.

De corazón, saludo a los oyentes de lengua portuguesa. ¡Que nada os impida vivir y crecer en la amistad del Señor Jesús, y manifestar a todos su gran bondad y misericordia! Descienda generosamente su bendición sobre vosotros y vuestras familias.

Saludo a los fieles de lengua árabe. La Biblia es un tesoro inagotable. Que el Señor nos conceda sacar de ahí cada vez más, mediante la oración. ¡El Señor os bendiga a todos y os proteja ‎siempre de todo mal‎‎‎‏!

Saludo cordialmente a los polacos. Hoy celebramos la memoria litúrgica de Santa Ángela de Mérici, fundadora de la Compañía de Santa Úrsula. De su espiritualidad han florecido numerosas Congregaciones de Ursulinas, presentes también en Polonia. Inspirada por la Palabra de Dios, Santa Ángela deseaba que las monjas, dedicadas sin reserva a Dios y a los pobres, asumiesen con valentía la labor educativo entre niños y jóvenes. Recomendaba: “Mantened el antiguo camino (…) y haced vida nueva!”. Con su ejemplo, espero que la lectura diaria de la Sagrada Escritura os ayude a manifestar con alegría vuestra fe. Os bendigo de corazón.

Dirijo un cordial saludo a los fieles de lengua italiana. Mañana se celebra la memoria litúrgica de Santo Tomás de Aquino, patrono de las escuelas católicas. Que su ejemplo aliente a todos, especialmente a los estudiantes, a ver en Jesús al único maestro de vida, y su doctrina os anime a fiaros de la sabiduría del corazón para cumplir vuestra misión.

Mi pensamiento va finalmente, come de costumbre, a los ancianos, jóvenes, enfermos y recién casados. Deseo que cada uno, en su propia condición, contribuya con generosidad a difundir la alegría de amar y servir a Jesús.

1/27/21

San José, el trabajo y la paternidad

Ramiro Pellitero

Son dos temas que aborda el Papa Francisco en la parte final de su carta “Patris corde” (8-XII-2020) sobre san José

¿Qué significado tiene el trabajo y qué significa ser padre? Son dos temas que aborda el Papa Francisco en la parte final de su carta Patris corde (8-XII-2020) sobre san José. Continuamos aquí la invitación a la lectura de la carta que iniciamos hace unos días.

Desde León XIII (cf. enc. Rerum novarum, 1891), la Iglesia propone a san José como modelo de trabajador y patrono de los trabajadores. Al contemplar la figura de san José, dice Francisco en su carta, se comprende mejor el significado del trabajo que da dignidad, y el lugar del trabajo en el plan de la salvación. Por otra parte, hoy nos conviene a todos una reflexión sobre la paternidad.


El trabajo y el plan de la salvación

“El trabajo −escribe el Papa− se convierte en participación en la obra misma de la salvación, en oportunidad para acelerar el advenimiento del Reino, para desarrollar las propias potencialidades y cualidades, poniéndolas al servicio de la sociedad y de la comunión. El trabajo se convierte en ocasión de realización no solo para uno mismo, sino sobre todo para ese núcleo original de la sociedad que es la familia” (Patris corde, n. 6).

Cabe subrayar aquí dos referencias interconectadas: una es la relación del trabajo con la familia. La otra es la situación actual, no solo la pandemia sino el marco más amplio, que pide revisar nuestras prioridades en relación con el trabajo. Así escribe Francisco:

“La crisis de nuestro tiempo, que es una crisis económica, social, cultural y espiritual, puede representar para todos un llamado a redescubrir el significado, la importancia y la necesidad del trabajo para dar lugar a una nueva ‘normalidad’ en la que nadie quede excluido. La obra de san José nos recuerda que el mismo Dios hecho hombre no desdeñó el trabajo. La pérdida de trabajo que afecta a tantos hermanos y hermanas, y que ha aumentado en los últimos tiempos debido a la pandemia de Covid-19, debe ser un llamado a revisar nuestras prioridades” (Ibid.). 


La sombra del Padre

En la última parte de su carta, el Papa se detiene a considerar que José supo ser padre “en la sombra” (cita el libro del polaco Jan DobraczyńskiLa sombra del Padre, de 1977, publicado en castellano por la editorial Palabra, Madrid 2015).

Pensando sobre esta “sombra del padre” o en la que está el padre, podemos considerar que nuestra cultura postmoderna experimenta las heridas causadas por una rebelión contra la paternidad, explicable si se tienen en cuenta muchas pretensiones de paternidad que no fueron o no supieron ser lo que debían; pero una rebelión contra la paternidad es inaceptable en sí misma, porque forma parte esencial de nuestra humanidad y todos la necesitamos. Hoy, en efecto, necesitamos, por todas partes, padres, volver al padre.

En la sociedad de nuestro tiempo, observa Francisco, los niños a menudo parecen no tener padre. Y añade que también la Iglesia necesita padres, entiéndase en sentido literal, buenos padres de familia, y también en un sentido más amplio, padres espirituales de otros (cf. 1 Co 4, 15; Ga 4, 19).

¿Qué significa ser padre? Explica el Papa de forma sugerente: “Ser padre significa introducir al niño en la experiencia de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo capaz de elegir, de ser libre, de salir” (n. 7). Y piensa que la palabra “castísimo” que pone junto a José la tradición cristiana expresa esa “lógica de libertad” que todo padre debe tener para amar de una manera verdaderamente libre.

Observa Francisco que todo esto no lo consideraría san José ante todo como un “auto-sacrificio”, lo que podría dar pie a una cierta frustración; sino simplemente como don de sí mismo, como fruto de la confianza. Por eso el silencio de san José no da lugar a quejas sino a gestos de confianza.


Del “sacrificio” al don de sí mismo

He aquí una ulterior profundización sobre la relación entre sacrificio y generosidad por amor, en una perspectiva que podría llamarse de humanismo cristiano o de antropología cristiana. En efecto, al fin y al cabo, eso es lo que ha hecho Dios a partir de la encarnación y en todo su obrar salvador para nosotros: darse a si mismo. Por eso también, la persona, imagen de Dios, se realiza solo en la entrega sincera de de si mismo (cf. Gaudium et spes, 24).

Constata Francisco: “El mundo necesita padres, rechaza a los amos, es decir: rechaza a los que quieren usar la posesión del otro para llenar su propio vacío; rehúsa a los que confunden autoridad con autoritarismo, servicio con servilismo, confrontación con opresión, caridad con asistencialismo, fuerza con destrucción. Toda vocación verdadera nace del don de sí mismo, que es la maduración del simple sacrificio”.

Para sacarle buen partido a este argumento, a nuestro juicio conviene tener presente el significado, más bien negativo y empobrecedor, que hoy tiene en la calle la palabra “sacrificio”. Por ejemplo, cuando decimos: “Si no queda más remedio, haremos un sacrificio para conseguir esto...”. O cuando expresamos que aquello no nos gusta o esa persona no nos cae bien, pero “haciendo un sacrificio” podemos soportarlo.

Esto se puede ver como resultado de la descristianización de la cultura; puesto que desde una perspectiva cristiana, el sacrificio no tiene primeramente esa connotación triste, negativa o derrotista, sino al contrario: es algo que vale la pena, porque detrás de eso está la vida y la alegría. Con todo, ninguna madre o ningún padre que hace lo que debe hacer piensa que lo hace “por sacrificio”, o prestando un favor con mucho esfuerzo por su parte, puesto que “no hay otro remedio”.

Al perderse la perspectiva cristiana (es decir, la fe en que Cristo es el Hijo de Dios hecho carne humana para salvarnos, que triunfó en la cruz, y por eso la cruz es fuente de serenidad, confianza y alegría), hoy la palabra “sacrificio” suena a cosa triste e insuficiente. Lo expresa bien el Papa cuando propone superar la “lógica [meramente humana] del sacrificio”. En efecto, el sacrificio sin el sentido pleno que le da la perspectiva cristiana, conlleva algo de opresor y autodestructivo.

De hecho, a propósito de la generosidad que requiere toda paternidad, añade el Papa algo que ilumina la hoja de ruta de las vocaciones eclesiales: “Cuando una vocación, ya sea en la vida matrimonial, célibe o virginal, no alcanza la madurez de la entrega de sí misma deteniéndose solo en la lógica del sacrificio, entonces en lugar de convertirse en signo de la belleza y la alegría del amor corre el riesgo de expresar infelicidad, tristeza y frustración”.

Así es. Y esto puede ponerse en relación con el sentido verdadero de la libertad cristiana, que supera no solo la mentalidad de los sacrificios del Antiguo Testamento, sino también la tentación de un “moralismo voluntarista”.

Lo ha explicado bien Joseph Ratzinger-Benedicto XVI en diversas ocasiones, a propósito del pasaje de Rm 12, 1 (sobre el “culto espiritual”). Es un error querer salvarse, purificarse o redimirse por los propios esfuerzos. El mensaje del Evangelio propone aprender a vivir día a día el ofrecimiento de la propia vida en unión con Cristo, en el marco de la Iglesia y sobre el centro de la Eucaristía (cf. concretamente Audiencia general, 7-I-2009).

Esto nos parece que ilumina lo que dice la carta de Francisco, formulado en términos que puede aceptar cualquier persona, no solo un cristiano, a la vez que se sitúa en camino hacia la plenitud de lo cristiano: la paternidad debe estar abierta a los nuevos espacios de la libertad de los hijos. Por cierto que esto supone la preocupación del padre y de la madre para formar los hijos en la libertad y la responsabilidad.

Vale la pena transcribir este párrafo, situado casi al final de la carta: “Cada niño lleva siempre consigo un misterio, algo inédito que sólo puede ser revelado con la ayuda de un padre que respete su libertad. Un padre que es consciente de que completa su acción educativa y de que vive plenamente su paternidad solo cuando se ha hecho ‘inútil’, cuando ve que el hijo ha logrado ser autónomo y camina solo por los senderos de la vida, cuando se pone en la situación de José, que siempre supo que el Niño no era suyo, sino que simplemente había sido confiado a su cuidado”.


Ramiro Pellitero, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com

1/26/21

En torno al Ecumenismo

Ernesto Juliá

Hemos vivido en la Iglesia, a lo largo de la semana que acaba de concluir, una intención común muy agradable a Dios: hemos rezado por la unidad de todos los cristianos

No por una simple unidad sociológica, de amistad, en busca de la paz, etc., que llevara sencillamente a superar situaciones históricas que han originado la división, y llevarnos bien como si fuéramos partes iguales de una iglesia “espiritual”, desencarnada de la realidad de la historia.

NO. Hemos rezado por la unidad de todos los hombres y mujeres que creen en Dios, Uno y Trino, que creen que Cristo es la Segunda Persona de la Trinidad, y es Dios y hombre verdadero, que creen en el Espíritu Santo, y en las otras verdades afirmadas en el Credo, y que todavía no son miembros de la Iglesia Católica, para que el Espíritu Santo les de Gracia para que crean, además, en que Cristo estableció una sola Iglesia −Una, Santa, Católica, Apostólica, en la que hay “un solo Señor, una sola Fe, un solo Bautismo”− y confió a Pedro que fortaleciera la fe de sus hermanos.

La oración de todos los fieles al Señor nos lleva a unirnos a la oración que el mismo Cristo dirigió a Dios Padre al despedirse de los apóstoles: “No ruego sólo por estos, sino por los que van a creer en Mí por su palabra: que todos sea uno, como Tú Padre en Mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17, 20-21).

Y nos unimos también a la oración de san Pablo cuando animaba a quienes se habían convertido a Cristo al recibir su predicación, que se mantuvieran firmes en la fe, y no prestaran oídos a doctrinas ajenas a las que él les había anunciado.

Este latir de oración, ha ido unido siempre en la Iglesia, a lo largo ya de milenaria historia, a una reafirmación neta de la Verdad de Cristo y de su Iglesia, como queda palpable, entre otros muchos casos- en la conversión y vida de John Henry Newman, de las que Benedicto XVI dio un precioso testimonio con estas palabras en la homilía de la Misa en la Vigilia de la beatificación:

“Como sabéis, durante mucho tiempo, Newman ha ejercido una importante influencia en mi vida y pensamiento, como también en otras muchas personas más allá de estas islas. El drama de la vida de Newman nos invita a examinar nuestras vidas, para verlas en el amplio horizonte del plan de Dios y crecer en comunión con la Iglesia de todo tiempo y lugar: la Iglesia de los apóstoles, la Iglesia de los mártires, la Iglesia de los santos, la Iglesia que Newman amaba y a cuya misión dedicó toda su vida” (Benedicto XVI, 18-IX-2010).

Estas semanas de oración son una petición a Dios para que el Espíritu Santo mueva los libres corazones y voluntades de tantos cristianos “que creen en Cristo y recibieron debidamente el bautismo, y están en una cierta comunión con la Iglesia católica, aunque no perfecta” (Vaticano II, Unitatis redintegratia, n. 3), como Newman antes de pedir ser recibido en la Iglesia Católica, descubran y acepten libremente, el deseo del Señor de unirnos a todos los cristianos “en la unidad de la una y única Iglesia de Cristo” (íbidem, n. 24).

Los católicos sabemos y creemos que las comunidades cristianas separadas “no están desprovistas de valor en el misterio de la salvación”; y a la vez “creemos que el Señor entregó todos los bienes del Nuevo Testamento a un solo colegio apostólico, a saber, al que preside Pedro, para constituir un solo cuerpo de Cristo en la tierra, al que tienen que incorporarse totalmente todos los que de alguna manera pertenecen ya al pueblo de Dios” (Unitatis redintegratio, 3).

A la Virgen María encomendamos, como Madre de la Iglesia, que este anhelo llegue a ser un día una realidad, bien conscientes de que llevarlo a cabo “excede las fuerzas y la capacidad humana. Por eso (la Iglesia) pone toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre con nosotros, y en la virtud del Espíritu Santo” (íbidem, n. 24).   


Ernesto Juliá, en religion.elconfidencialdigital.com

1/25/21

La laicidad, ‘religión de la esclavitud’

 José Ramón Recuero Astra

Como tema debate de indudable actualidad, reproducimos la carta del ministro de Cultura de España, José Manuel Rodríguez Uribes, y la contestación a la misma de José Ramón Recuero Astray, escritor y abogado del Estado.


El ministro de Cultura don José Manuel Rodríguez Uribes ha publicado en el diario digital El Español, el día 11 de enero de 2021, una carta que ha remitido como secretario de laicidad de su partido con el título La laicidad, “religión de la libertad”. Dado lo controvertido del asunto, y que ha hecho público tal escrito destacando su posición como ministro de Cultura, tras agradecerle la claridad con que expone sus ideas yo quiero transmitirle también públicamente las mías. Son fruto de muchas lecturas, reflexiones, conversaciones y vivencias, y sobre todo de mi preocupación por mejorar nuestro querido país.

Usted, señor ministro, califica en el mismo título de su carta la laicidad como una religión, y hace bien, pues es eso, una religión, una y otra vez nos lo aseguran sus apologistas como Hume, Kant, Compte, Schopenhauer y, sobre todo, Rousseau: su famoso libro El contrato social termina con un capítulo titulado De la religión civil. Ahí está todo, desde una profesión de fe puramente civil hasta los dogmas del laicismo, esos dogmas que según él fija el soberano y que los revolucionarios franceses pretendieron imponer a todos mediante la guillotina. A continuación escribe usted que «la laicidad es, en efecto la “religión de la libertad”», de manera que, escribe también, «la política de laicidad es indispensable para la democracia» y el Estado Laico es el único que hace posible la libertad y la autonomía moral. Eso dice. Usted propugna públicamente una religión para el Estado. ¿Es esto constitucional a la vista del artículo 16.3 de nuestra Constitución, que establece que ninguna confesión tendrá carácter estatal? ¿Lo es a la vista de la reiterada jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre la neutralidad del Estado en materia religiosa y moral? Francamente, y lo digo con pena y todo respeto, nunca pensé que un ministro de nuestra España democrática se atreviese a defender y promover una política basada en una concreta religión, con la intención además de imponer esa fe civil a todos mediante las leyes. Su propuesta me trae a la memoria a Franco y al Fuero de los Españoles, que calificó una determinada religión, en este caso la católica, como oficial del Estado. La diferencia es que ahora hablamos de la suya y de un Estado Confesionalmente Laico, que pretende erigirse como tal bien por la vía de la mutación constitucional (una más), bien y simplemente mediante hechos consumados (otra vez).

Lo peor es que esta religión laica es intolerante además, tal como la diseñaron Morelly, Proudhon, Marx, Feuerbach y tantos otros, simplemente porque consideran que es la única religión verdadera. Esto Nietzsche lo dice a las claras cuando proclama que su nihilismo laico tiene valor de verdad. De esta suerte, desgracia para muchos, el laicismo cae precisamente en aquello que según usted, señor ministro, pretende sanar, eso que al inicio de su escrito llama «monismo de valores, pretensión de verdad única o superioridad moral». Y de esta forma el laicismo deviene en lo que usted mismo escribe: «fanatismo, dogmatismo y ausencia de libertad». Lamentablemente en muchos momentos de la historia los gobernantes han intentado imponer a todos su religión, la única verdadera para ellos, lo que tampoco imaginaba yo es que ahora eso lo hicieran los partidos políticos. Estos se han convertido en facciones que tras unas elecciones que son como las saturnales romanas (en las que los señores jugaban a servir a sus siervos), utilizan los votos que han obtenido como si fuesen de su propiedad. Y así el partido o la coalición de partidos que resulta dominante tras las intrigas, cesiones y trapicheos post- electorales ocupa todos los centros de poder, todos, sin división de poderes (salvo en cierto modo, de momento, la judicatura), se convierte en el soberano en cuyos despachos y no en el Parlamento se manda y se toman las decisiones, manejando a su antojo una voluntad popular que se identifica con la de sus dirigentes. Y la utilizan a discreción pretendiendo imponernos a todos su visión parcial de la vida, bien claro lo proclaman los dirigentes de los partidos, ejemplo palmario de ello es la carta del señor ministro de Cultura que estoy comentando, carta que sigue la hoja de ruta marcada por el Libro blanco de la laicidad de 2007. La verdad es algo muy serio, el Estado (o quienes lo manejan) no se identifican con ella, a pesar de lo que haya dicho Hegel.

¿Cuál es la visión de la vida que nos quieren imponer ahora? El ministro lo dice claramente cuando escribe que «el ser humano es el centro del mundo y está centrado en el mundo, un antropocentrismo que empieza a defenderse a partir de 1492 y que forma parte esencial de los fundamentos filosóficos de la laicidad». La verdad es que no entiendo la referencia a esa fecha tan señalada, no creo que el antropocentrismo tenga nada que ver con el descubrimiento, ni con Luis Vives, que nació en 1492 y amaba a Cristo más que a su propia persona. Dejando esto aparte, la cuestión que se nos propone es simple: creer que el hombre de carne y hueso es dios… nada menos. Eso significa exactamente la palabra «antropocentrismo». Hay que reconocer que el culto al hombre es muy antiguo, comenzó con nuestros primeros padres, a los que la serpiente engañó prometiéndoles que serían como dioses conocedores del bien y del mal; siguió con los sofistas y los epicúreos; creció con el culto a la humanidad de Comte; aumentó con el materialismo contemplativo de Feuerbach −que repetía una y otra vez: «el hombre es dios para el hombre»−, el materialismo dialéctico de Marx y Engels y el absoluto de Nietzsche; y llega a nuestros días en forma de antropoteismo, como pone de manifiesto uno de los libros más vendidos actualmente, me refiero a Homo Deus de Harari, un profesor de historia de Jerusalén. Es el nuevo credo. Absurdo. Las cosas no son así, señor ministro, ni usted, ni el lector, ni yo somos dios, no somos el ombligo del mundo, y eso por multitud de razones. El propio Harari reconoce que el homo sapiens ha perdido el control, es un dios autodestruido por los algoritmos y los ordenadores; y basta mirarnos a nosotros mismos, que con frecuencia lo embarullamos todo y somos una mezcla de racionalidad y necedad, Erasmo lo explica muy bien en su Elogio de la locura. Somos lo más noble y digno que hay en la tierra, pero no somos dios. Esto es un hecho empírico. Y si nos centramos en la política, que es lo que ahora nos interesa, eso que usted afirma ahora es muy, muy peligroso, todos hemos visto una y otra vez lo que ha traído endiosar al hombre (y con ello a la oligarquía dominante): tiranía y guerra. Desaparecidos de la escena pública un Dios transcendente y la ley natural, el hombre es un dios que hace lo que le da la gana, su única ley es su voluntad, Nietzsche lo explicó muy bien antes de pasar diez años en el manicomio. Y dado que, como es lógico, esta religión civil del laicismo se refleja en nuestra vida social y política, el resultado es claro: un hombre que ha dado la espalda a Dios asume por su cuenta el gobierno del mundo, y así el poder se convierte en el dios de tal mundo. Es decir, el Estado se convierte en un dios social, un Leviatán, un Estado-dios que, a imagen y semejanza del hombre-dios, también hace lo que le da la gana, su única guía es su voluntad, a la que eufemísticamente llama voluntad popular. Sin nada que limite al Estado, sin leyes naturales que observar, los que mandan tienen plenitud de potestad y mangonean todo lo nuestro, nuestras vidas, nuestras libertades y nuestros bienes. Lo cual es una faena pavorosa a la que Ortega llamó politicismo integral: prohibido todo aparte, nada de tener opiniones propias, nada de discrepar, estamos encerrados en la cárcel del pensamiento único y Leviatán (el Estado) nos ordena lo que debemos hacer, decir, y en ocasiones hasta pensar. Así funcionaron el socialismo científico de Stalin y el nacional socialismo de Hitler, quienes gobernaron a modo de dioses en la tierra, destrozando lo más humano en nombre de nuestra liberación. Y sobre esta misma base antropoteista ahora los partidarios del socialismo democrático quieren hacer ingeniería social con todos nosotros, «hacer pedagogía» dice el ministro en su escrito, y ello desde la más tierna infancia (véase la reciente reforma educativa), también supuestamente para liberarnos de mitos y supersticiones. Pero el hecho es que la estupenda (y supuesta) gran libertad individual que nos promete el laicismo, lleva necesariamente a una férrea (y real) sujeción social.

Yo amo profundamente la libertad, la suya, la mía y la de todos. Por eso me gusta pensar y decidir por mí mismo. Usted afirma en su carta, señor ministro, que lo que define a la laicidad es «el reconocimiento a todos los seres humanos de la capacidad de pensar (sapere aude) y de decidir por sí mismos, sin andaderas ni paternalismos injustificados»: por eso precisamente le ruego, por favor, le suplico, que no intente hacerme libre imponiéndome su idea de mi libertad. La libertad es lo más preciado e íntimo que tenemos, después de la vida, el don más sagrado que reside en lo más profundo de nosotros mismos, de nuestra alma. ¿Qué quiere, establecer un Ministerio de las Almas como en otro tiempo se implantó en Francia? ¡Por favor, no me libere!, déjeme como estoy. No me ponga andaderas ni sea paternalista, recuerde que para el ilustrado Kant (al que me encanta leer), el Kant que proclamó sapere aude, el Estado paternalista que trata a los ciudadanos como niños es el más despótico de todos ya que comunidad política no supone comunidad ética, nadie puede pretender hacerme feliz contra mi voluntad sin cometer una injusticia para conmigo. Eso dice Kant, y dice bien. Ciertamente usted dice en su papel que «la libertad no admite injerencias injustificadas del Estado», pero igualmente afirma que, dado que la laicidad es la única religión posible en democracia, sólo deben gobernar «unas leyes necesariamente civiles». Es decir, las suyas. En el Estado Laico ya no hay una moral que limite al poder cuando dicta sus leyes, ni siquiera una consensuada por ciudadanos libres e iguales. ¿No lo ve?, la imposición del relativismo es el caldo de cultivo del totalitarismo: si no hay un orden de exigencias morales al que apelar, el poder se auto-constituye como fuente de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto, me impone sus valores (en este caso laicos) aunque discrepen de los míos, lo hace utilizando un positivismo jurídico que es cementerio de la libertad. Esas leyes que usted y sus compañeros disparan a discreción basadas en un antropoteismo en el que yo no creo, limitan cada vez más y más mi libertad y la de muchos ciudadanos, olvidando que como señaló Montesquieu las leyes deben adaptarse a la naturaleza de las cosas y no al capricho del legislador. Un mundo en el que los que mandan tienen que crear la justicia por sí mismos es un mundo sin esperanza: nadie puede garantizar que el poder no siga disponiendo de todo lo nuestro, empezando por nuestra libertad.

Sé lo que me replica, lo dice en su carta: hay que «asumir sin confusiones ni reduccionismos la moderna separación entre Ética pública y Ética privada, entre Política y Religión, entre Derecho y Moral. Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Si cumpliera esta propuesta dejaría fuera de la política la laicidad, que según vimos es una religión. Dejando aparte esta incongruencia, lo malo es cuando el César se queda con todo. Lo hace cuando se convierte en única fuente de moral para todos. A esta propuesta de separación entre Ética pública y Ética privada se me ocurre contestar lo mismo que Hamann contestó a Kant: la distinción entre el uso público y el uso privado de la propia razón (y de la ética), es tan cómica como la de Flögel entre lo digno de risa y lo risible. ¿Para qué me sirve el traje de fiesta de la libertad de conciencia y la autonomía, si en público tengo que llevar el delantal de la esclavitud y la heteronomía? La voluntad del Estado plasmada en sus leyes no es origen de la moral. El propio Cicerón, al que usted cita como antecesor de la laicidad (sic), dijo, y lo creía, que la ley moral que rige el mundo procede de la Razón de Dios, jamás se le pasó por la imaginación que su república pudiera estar gobernada por el capricho de cónsules, senado y pueblo, me remito a su diálogo sobre la naturaleza de los dioses, donde se aprecia su vena estoica. De manera que libertad y ley moral se necesitan mutuamente, son como dos caras de una moneda, esto lo ha mostrado muy bien Kant en su Crítica de la razón práctica. Hay otro hecho empíricamente verificable: la historia nos muestra que los Estados que han sido auténticamente democráticos y han progresado en paz y libertad han sido aquellos que han llevado a cabo una política contando con Dios, la ley moral y la libertad religiosa. Recogeré algunos ejemplos: la Ley Celeste era la guía de los romanos según constató Cicerón, Polibio llegó a decir que lo que sostuvo e hizo grande la república fue una cosa que entre los demás pueblos ha sido objeto de mofa: la religión. Vitoria, Mariana y Suárez tenían una concepción democrática del poder porque lo basaban en la ley moral procedente de Dios, si no existiera, escribió el gran demócrata Mariana, ¿qué fuerza tendrían los contratos, las promesas, las relaciones entre los hombres? Nadie negará que la Constitución de Inglaterra asentó la democracia real, y esta Constitución tan democrática estaba fundamentada en Dios y su ley natural, desde su mismo comienzo, Locke, Blackstone, Burke y Smith lo han dicho claramente, Locke llegó a asegurar que prescindir de Dios aunque sea sólo en el pensamiento lo disuelve todo (el Parlamento inglés, cuna de los modernos parlamentos democráticos, no se consideraba constituido hasta que se habían rezado unas oraciones: artículo 128, antiguo 107, del reglamento de la Cámara de los Comunes). También los colonos norteamericanos apelaron contra los abusos del poder ante el Dios de los Cielos, Juez Supremo del Mundo según ellos, protector de sus derechos y libertades naturales. Y en base a ello aprobaron una Constitución, la de los Estados Unidos, que ¿no es democrática? Creo que sí, que lo es, Jefferson la redactó para impedir la tiranía del poder asentando la democracia en las leyes establecidas en la naturaleza. Y, en fin, la famosa y admirada Constitución de Cádiz comienza su Preámbulo diciendo: «En nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Autor y Supremo Legislador de la sociedad…». Acaso por todo esto Gustavo Bueno, partidario del materialismo filosófico, escribe en su libro La fe del ateo lo siguiente: «El Estado sí necesita tener en cuenta a Dios, es decir, al Dios de las religiones positivas, para llevar a cabo sus cálculos políticos. La tesis teórica de un Estado laico o aconfesional, que se declara ignorante de todo componente religioso, es una de tantas ficciones de las constituciones laicas del presente, pero no es una tesis real ni defendible». De manera que sí, señor ministro, a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.

Sin duda la democracia es la mejor forma de gobierno, dado que por naturaleza el poder político reside en todos los hombres y mujeres de la comunidad, en todos nosotros, los ciudadanos. Quizá por eso Chesterton dijo que la maquinaria del voto es profundamente cristiana, pues es un intento de averiguar la opinión de aquellos que están marginados o son demasiado modestos para darla. La clave, el fundamento de la democracia es contar con todos y cada uno, ese es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Precisamente por esa razón, y en contra de lo que usted escribe, señor ministro, la laicidad no es algo indispensable para la democracia. Al contrario. Pues no se trata de imponer a todos una determinada forma de pensar (por ejemplo, el laicismo), sino de entre todos (sin excluir a nadie, crea en lo que crea) dialogar para llegar a normas éticas y jurídicas comunes que nos permitan convivir en paz, libertad y armonía. Como ve estoy hablando de una democracia real y auténtica, no de un simulacro de democracia en el que la mayoría de los ciudadanos somos meros espectadores de lo que hacen y dicen los dirigentes de los partidos políticos, una oligarquía que ocupa el Estado, concentra todo el poder y somete todo a su capricho. Precisamente para evitarlo, el uso del poder que en una democracia representativa transferimos a nuestros representantes (fíjese bien: transferimos su mero uso, pues siempre la roca, el soberano, el titular del poder es el pueblo) debe ser siempre limitado, y quien abusa de él haciendo lo que le viene en gana se convierte en un tirano, en tiranía democrática si hay democracia (me remito a las Notas sobre Virginia de Jefferson). Y lo que en mayor medida lo limita son las leyes morales, que existen y son la estrella polar de las leyes positivas. No somos ángeles, también en política hay que ocuparse de lo honesto, esto es lo que hace que un Estado sea un auténtico Estado de Derecho, lo explica muy bien Carnelutti en un bello libro titulado El arte del Derecho. Y ya antes había dicho Solón que es mayor crimen falsificar leyes que falsificar moneda.

Yo no quiero imponer a nadie mi religión ni mi moral, pero tampoco quiero que otros me impongan las suyas como si fuesen las únicas verdaderas. Soy totalmente partidario de la libertad, incluida por supuesto la libertad religiosa, que para mí es esencial. Como ve propongo un diálogo sincero y abierto entre todos, entre libres e iguales, para consensuar normas morales y jurídicas comunes. Pues aconfesionalidad no es amoralidad. Y dialogando digo que creo en la vida, en toda vida, y que por eso la defiendo. Digo también que espero y deseo para todos una buena muerte (hay ejemplos admirables), pero rechazo la pena de muerte, y por tanto rechazo que el Estado se dedique a matar a sus ciudadanos. El Estado no puede disponer de la vida de sus miembros, lo ha reiterado el Tribunal Constitucional y es de humanidad y sentido común, aunque el que va a morir o sus familiares se lo pidan (¿y si le piden que le saquen un ojo o le corten una mano?). Pues eso precisamente es lo que hace mediante la eutanasia de la que se afana ahora usted, señor ministro, como si implantarla (sin diálogo previo alguno) fuese un gran logro. Escribe en su carta que la nueva ley sobre la eutanasia «facilitará, con todas la garantías, el ejercicio efectivo de la autonomía moral, de este derecho fundamental». ¿No sabe que la Constitución en su artículo 15 consagra el derecho a la vida, no a la muerte? Morir no es un derecho, es una obligación de todo mortal. Si lo que se quiere decir es que hay derecho a elegir la forma y el momento de la muerte, eso evidentemente es parte de nuestra libertad individual. Cada uno es libre de matarse donde y cuando quiera. Pero si, insistiendo en pedir, lo que se dice es que el Estado, la sociedad, el vecino y el médico deben cooperar para que el titular muera cuando y como quiera, se está confundiendo la libertad individual (querer) con el derecho subjetivo (poder reclamar legalmente algo frente a otro). No todo aquello para lo que somos libres hace nacer un derecho subjetivo, y menos frente al Estado. Y menos aun cuando lo que se pide está mal, no bien, se opone al primer derecho fundamental y subjetivo, que es el derecho a la vida, y contradice el fin de la medicina, que es curar, no eliminar al paciente. ¿No sabe, señor ministro de Cultura, lo que desde hace años sucede en Holanda, ejemplo paradigmático? No se engañe, es otro hecho que en una especie de pendiente resbaladiza la dinámica de matar puede controlarse al comienzo, pero nadie sabe como será el final, pues si se admite que una persona mate a su semejante porque éste lo quiere inevitablemente se acaba asesinando sin el consentimiento de la víctima. Abierta la caja de Pandora la vida ya no tiene valor en sí misma, respetarla es una cuestión de grado (hasta dónde puede respetarse), no de esencia (toda vida es un bien a proteger), y ya se sabe, quien juega con fuego termina quemándose. ¿Es esto progreso? ¿Es respeto a la dignidad humana? Cierro este apartado con una cita de un viejo maestro al que el profesor Peces Barba (que, por cierto, fue profesor mío) invistió doctor honoris causa por la Universidad Carlos III. Me refiero a Norberto Bobbio, quien entrevistado dijo: «me sorprendo de que los laicos dejen a los creyentes el privilegio y el honor de afirmar que no se debe matar». Yo también, también me sorprendo.

Acabo, señor ministro. Todo lo aquí dicho lo digo con la pretensión de buscar lo mejor para nuestro país, por supuesto con todo respeto a sus opiniones. Espero no haberle distraído mucho de sus ocupaciones y no haberle molestado, no era mi intención. Igual que usted deseo que «todos seamos libres en un mundo pacífico, próspero y sostenible». También quiero ser dueño de mí mismo, en lo humanamente posible, sobre la base de una filosofía «abierta, progresista e integradora». Por eso mismo reitero que, por favor, no nos encierre a todos en la cárcel del pensamiento único. No nos quite nuestras utopías alegres y esperanzadoras de libertad, igualdad y gobierno del pueblo, ese que Lincoln diseñó en su discurso de Gettysburg. No nos las quite prometiendo tristes utopías libertarias que son imposibles, pues los hechos muestran que han fracasado estrepitosamente, causando además graves estragos. Esto lo explican muy bien los miembros de la Escuela de Frankfurt Horkheimer y Adorno en su libro Dialéctica de la ilustración, que es un canto fúnebre al laicismo: la ilustración que lo trajo, dicen, se ha autodestruido víctima de sus propios errores, ha hecho trizas los valores que defendía, se ha convertido en mitología totalitaria que aplasta y esclaviza al hombre, y ha desembocado en Auschwitz. Con meridiana claridad escribe Lyotard en su libro La postmodernidad que «el proyecto moderno no ha sido abandonado ni olvidado, sino que ha sido destruido, liquidado». En resumidas cuentas, por favor, no nos imponga una laicidad que más que “religión de la libertad” es “religión de la esclavitud”. Gracias por su atención.

José Ramón Recuero Astray
Autor de ‘La Cuestión Política’ (Aranzadi)
Instituto de Estudios de la Democracia CEU

Fuente: institutodemocracia.ceu.es