Ernesto Juliá
Hemos vivido en la Iglesia, a lo largo de la semana que acaba de concluir, una intención común muy agradable a Dios: hemos rezado por la unidad de todos los cristianos
No por una simple unidad sociológica, de amistad, en busca de la paz, etc., que llevara sencillamente a superar situaciones históricas que han originado la división, y llevarnos bien como si fuéramos partes iguales de una iglesia “espiritual”, desencarnada de la realidad de la historia.
NO. Hemos rezado por la unidad de todos los hombres y mujeres que creen en Dios, Uno y Trino, que creen que Cristo es la Segunda Persona de la Trinidad, y es Dios y hombre verdadero, que creen en el Espíritu Santo, y en las otras verdades afirmadas en el Credo, y que todavía no son miembros de la Iglesia Católica, para que el Espíritu Santo les de Gracia para que crean, además, en que Cristo estableció una sola Iglesia −Una, Santa, Católica, Apostólica, en la que hay “un solo Señor, una sola Fe, un solo Bautismo”− y confió a Pedro que fortaleciera la fe de sus hermanos.
La oración de todos los fieles al Señor nos lleva a unirnos a la oración que el mismo Cristo dirigió a Dios Padre al despedirse de los apóstoles: “No ruego sólo por estos, sino por los que van a creer en Mí por su palabra: que todos sea uno, como Tú Padre en Mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17, 20-21).
Y nos unimos también a la oración de san Pablo cuando animaba a quienes se habían convertido a Cristo al recibir su predicación, que se mantuvieran firmes en la fe, y no prestaran oídos a doctrinas ajenas a las que él les había anunciado.
Este latir de oración, ha ido unido siempre en la Iglesia, a lo largo ya de milenaria historia, a una reafirmación neta de la Verdad de Cristo y de su Iglesia, como queda palpable, entre otros muchos casos- en la conversión y vida de John Henry Newman, de las que Benedicto XVI dio un precioso testimonio con estas palabras en la homilía de la Misa en la Vigilia de la beatificación:
“Como sabéis, durante mucho tiempo, Newman ha ejercido una importante influencia en mi vida y pensamiento, como también en otras muchas personas más allá de estas islas. El drama de la vida de Newman nos invita a examinar nuestras vidas, para verlas en el amplio horizonte del plan de Dios y crecer en comunión con la Iglesia de todo tiempo y lugar: la Iglesia de los apóstoles, la Iglesia de los mártires, la Iglesia de los santos, la Iglesia que Newman amaba y a cuya misión dedicó toda su vida” (Benedicto XVI, 18-IX-2010).
Estas semanas de oración son una petición a Dios para que el Espíritu Santo mueva los libres corazones y voluntades de tantos cristianos “que creen en Cristo y recibieron debidamente el bautismo, y están en una cierta comunión con la Iglesia católica, aunque no perfecta” (Vaticano II, Unitatis redintegratia, n. 3), como Newman antes de pedir ser recibido en la Iglesia Católica, descubran y acepten libremente, el deseo del Señor de unirnos a todos los cristianos “en la unidad de la una y única Iglesia de Cristo” (íbidem, n. 24).
Los católicos sabemos y creemos que las comunidades cristianas separadas “no están desprovistas de valor en el misterio de la salvación”; y a la vez “creemos que el Señor entregó todos los bienes del Nuevo Testamento a un solo colegio apostólico, a saber, al que preside Pedro, para constituir un solo cuerpo de Cristo en la tierra, al que tienen que incorporarse totalmente todos los que de alguna manera pertenecen ya al pueblo de Dios” (Unitatis redintegratio, 3).
A la Virgen María encomendamos, como Madre de la Iglesia, que este anhelo llegue a ser un día una realidad, bien conscientes de que llevarlo a cabo “excede las fuerzas y la capacidad humana. Por eso (la Iglesia) pone toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre con nosotros, y en la virtud del Espíritu Santo” (íbidem, n. 24).
Ernesto Juliá, en religion.elconfidencialdigital.com