El Papa ayer en el Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy celebramos el Bautismo del Señor. Dejamos, hace pocos días, a Jesús niño visitado por los Magos; hoy lo encontramos como adulto en la orilla del Jordán. La Liturgia nos hace realizar un salto de unos treinta años, treinta años de los que sabemos una cosa: fueron años de vida escondida, que Jesús pasó en familia —algunos, primero, en Egipto, como migrante para huir de la persecución de Herodes, los otros en Nazaret, aprendiendo la profesión de José—, en familia obedeciendo a sus padres, estudiando y trabajando. Impresiona que el Señor haya pasado así la mayor parte del tiempo en la Tierra, viviendo la vida de todos los días, sin aparecer. Pensemos que, según los Evangelios, fueron tres años de predicaciones, de milagros y tantas cosas. Tres. Y los otros, todos los otros, de vida escondida en familia. Es un bonito mensaje para nosotros: nos revela la grandeza de lo cotidiano, la importancia a los ojos de Dios de cada gesto y momento de la vida, también el más sencillo, también el más escondido.
Después de estos treinta años de vida escondida empieza la vida pública de Jesús. Y empieza precisamente con el bautismo en el río Jordán. Pero Jesús es Dios, ¿por qué se hace bautizar? El bautismo de Juan consistía en un rito penitencial, era signo de la voluntad de convertirse, de ser mejores, pidiendo perdón por los propios pecados. Realmente Jesús no lo necesitaba. De hecho Juan Bautista trata de oponerse, pero Jesús insiste. ¿Por qué? Porque quiere estar con los pecadores: por eso se pone a la fila con ellos y cumple su mismo gesto. Lo hace con la actitud del pueblo, con su actitud [de la gente] que, como dice un himno litúrgico, se acercaba “desnuda el alma y desnudos los pies”. El alma desnuda, es decir, sin cubrir nada, así, pecador. Este es el gesto que hace Jesús, y baja al río para sumergirse en nuestra misma condición. Bautismo, de hecho, significa precisamente “inmersión”. En el primer día de su ministerio, Jesús nos ofrece así su “manifiesto programático”. Nos dice que Él no nos salva desde lo alto, con una decisión soberana o un acto de fuerza, un decreto, no: Él nos salva viniendo a nuestro encuentro y tomando consigo nuestros pecados. Es así como Dios vence el mal del mundo: bajando, haciéndose cargo. Es también la forma en la que nosotros podemos levantar a los otros: no juzgando, no insinuando qué hacer, sino haciéndonos cercanos, com-padeciendo, compartiendo el amor de Dios. La cercanía es el estilo de Dios con nosotros; Él mismo se lo dijo a Moisés: “Pensad: ¿qué pueblo tiene sus dioses tan cercanos como vosotros me tenéis a mí?”. La cercanía es el estilo de Dios con nosotros.
Después de este gesto de compasión de Jesús, sucede algo extraordinario, los cielos se abren y se desvela finalmente la Trinidad. El Espíritu Santo desciende en forma de paloma (cf. Mc 1,10) y el Padre dice a Jesús: «Tú eres mi Hijo muy querido» (v. 11). Dios se manifiesta cuando aparece la misericordia. No olvidar esto: Dios se manifiesta cuando aparece la misericordia, porque ese es su rostro. Jesús se hace siervo de los pecadores y es proclamado Hijo; baja sobre nosotros y el Espíritu desciende sobre Él. Amor llama amor. Vale también para nosotros: en cada gesto de servicio, en cada obra de misericordia que realizamos Dios se manifiesta, Dios pone su mirada en el mundo. Esto vale para nosotros.
Pero, antes de que hagamos cualquier cosa, nuestra vida está marcada por la misericordia que se ha fijado sobre nosotros. Hemos sido salvados gratuitamente. La salvación es gratis. Es el gesto gratuito de misericordia de Dios con nosotros. Sacramentalmente esto se hace el día de nuestro Bautismo; pero también aquellos que no están bautizados reciben la misericordia de Dios siempre, porque Dios está allí, espera, espera que se abran las puertas de los corazones. Se acerca, me permito decir, nos acaricia con su misericordia.
La Virgen, a la que ahora rezamos, nos ayude a custodiar nuestra identidad, es decir la identidad de ser “misericordiados”, que está en la base de la fe y de la vida.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Dirijo un afectuoso saludo al pueblo de Estados Unidos de América, sacudido por el reciente asedio al Congreso. Rezo por aquellos que han perdido la vida — cinco—, la han perdido en esos dramáticos momentos. Reitero que la violencia es autodestructiva siempre. No se gana nada con la violencia y se pierde mucho. Exhorto a las Autoridades del Estado y a toda la población a mantener un alto sentido de responsabilidad, con el fin de calmar los ánimos, promover la reconciliación nacional y tutelar los valores democráticos arraigados en la sociedad americana. La Virgen Inmaculada, Patrona de los Estados Unidos de América, ayude a mantener viva la cultura del encuentro, la cultura del cuidado, como vía maestra para construir juntos el bien común; y lo haga con todos aquellos que habitan en esa tierra.
Y ahora os saludo de corazón a todos vosotros, que estáis conectados a través de los medios de comunicación. Como sabéis, a causa de la pandemia, hoy no he podido celebrar los Bautismos en la Capilla Sixtina, como es habitual. Aún así, deseo igualmente asegurar mi oración por los niños que estaban inscritos y por sus padres, padrinos y madrinas; y la extiendo a todos los niños que en este periodo reciben el Bautismo, reciben la identidad cristiana, reciben la gracia del perdón, de la redención. ¡Dios bendiga a todos!
Y mañana, queridos hermanos y hermanas, concluido el Tiempo de Navidad, retomaremos con la liturgia el camino del Tiempo Ordinario. No nos cansemos de invocar la luz y la fuerza del Espíritu Santo, para que nos ayude a vivir con amor las cosas ordinarias y así hacerlas extraordinarias. Es el amor que cambia: las cosas ordinarias parecen seguir siendo ordinarias, pero cuando se hacen con amor se vuelven extraordinarias. Si permanecemos abiertos, dóciles, al Espíritu, Él inspira nuestros pensamientos y nuestras acciones de cada día.
Os deseo a todos vosotros feliz domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!