Alberto Echeverri
Introducción
Por más de quince siglos José ha quedado en la oscuridad y en el silencio del magisterio eclesial: en pocas palabras, ha sido muy amado por el pueblo cristiano pero poco estimado por sus teólogos. Con excepción de los tiempos recientes, de hecho parece que no ha sido considerado digno de una reflexión teológica profunda, por parte también de teólogos, papas, obispos que no han profundizado nunca su figura (Signori, 2014, pp. 51-52).
Las páginas siguientes miran la figura de san José que, tras una consideración significativa en los orígenes del cristianismo, penetra en un extraño silencio que se prolonga por cerca de mil años, hasta transformarse en símbolo de variadas políticas eclesiales de los últimos cinco siglos. El estudio encuesta la presencia del santo en la doctrina y en la devoción popular, una investigación más representativa que exhaustiva, reveladora de un cierto funcionalismo, que emerge paso a paso para la fe del creyente. Su importancia radica en que el padre putativo de Jesús hace parte constitutiva de la revelación atestiguada por el Nuevo testamento, la de los relatos de Lucas y Mateo sobre la infancia de Jesús, última etapa de redacción de los Sinópticos. En fin, buscamos contribuir a la coherencia de la reflexión teológica en torno a la silenciosa “sombra del Padre” por medio de la profundización de su papel en la nueva alianza desde la tradición de la primera.
El itinerario josefino en la Iglesia
En La sombra del Padre, el polaco Jan Dobraczynski (2002), escritor de la primera mitad del siglo XX, apellidaba así a José de Nazaret, ofreciendo a la espiritualidad cristiana de Occidente una mirada muy original sobre la personalidad de un santo que plantea más de un problema a la devoción y aún a la doctrina de la iglesia católica romana. Justamente porque el padre putativo de Jesús ha quedado en la sombra a través de los siglos; el cardenal Louis Edouard Pie, obispo de Poitiers, lo reconocía ya en 1871 con la proclamación de san José como patrono de la Iglesia católica por obra de Pío IX:
El velo que cubre el nombre y el poder del venerable José durante las primeras épocas cristianas aparece como la prolongación del silencio con el que estuvo rodeada su carrera mortal; es la continuación de esta vida oculta cuyos esplendores debían tanto más maravillar la inteligencia y el corazón de los fieles cuanto que su revelación estuvo durante más largo tiempo reservada (1870, p. 282; 1871, pp. 324-327).
Pero el singular camino de la figuración de san José en la vida concreta de la iglesia católica romana había comenzado tiempo atrás. Mientras los primeros teólogos latinos y griegos le dedicaron una escueta pero significativa atención que se mantendrá en la tradición ortodoxa del Oriente cristiano, no sucede lo mismo en los documentos pontificios de los primeros quince siglos: las noticias sobre él parecen iniciarse con una bula de León X quien, al tiempo que continúa la diatriba con Lutero sobre el asunto de las indulgencias, las concede a los peregrinos que asiduos al lugar (Cotignac, Francia) donde san José se ha aparecido junto a la virgen María (10 de agosto de 1519), llevando en brazos a Jesús. Allí mismo, volverá a hacerse presente curiosamente solo en pleno período barroco (1660). En 1783 tras el rechazo de la infructuosa mediación que se había buscado con el emperador austríaco José II a causa de su política ilustrada anticatólica, Pío VI hará coronar una pintura polaca que lo representa, calificada de milagrosa por los visitantes que la frecuentan desde 1670. Sin embargo, la noticia más antigua sobre su culto en el Occidente cristiano se remonta al año 1129, cuando en la Bolonia italiana se dedica a él una iglesia. La fiesta del santo, celebrada por los cristianos coptos el 20 de julio desde el siglo IV y por los griegos el día siguiente a la Navidad, solo será fijada en el santoral romano por Sixto IV a fines del siglo XV; otros papas intervendrán en ella: Clemente X a fines del siglo XVII, Clemente XI a comienzos del XVIII, Pío VII y Pío IX durante el XIX, y Pío XII en el XX.
Será el siglo XIX el que verá afirmarse considerablemente el rostro de san José. El discutido pero enérgico Pío IX reformulará la liturgia de la fiesta de su patronato, nacida de las cofradías de artistas y ebanistas en 1680, refrendada luego por Inocencio XI. “Consternado por el reciente y luctuoso estado de cosas” y a ruego de varios obispos participantes en el apenas interrumpido y clausurado Vaticano I, el papa Mastai Ferretti lo declarará patrono de la Iglesia universal: “ya que en estos tiempos malvados la misma Iglesia, plagada de enemigos por todas partes, está totalmente oprimida por los más graves
males, que hombres impíos pensaron hacer prevalecer finalmente las puertas del infierno contra ella” (1870, p. 282). La ocasión era muy propicia, pues habían transcurrido escasos cinco meses desde la solemne aprobación conciliar de la infalibilidad pontificia, la sucesiva invasión garibaldina de los Estados pontificios y algo más de un mes del lanzamiento de la nueva excomunión contra los rebeldes de Porta Pía que daba acceso a la capital. Ya en 1854, al proclamar el dogma de la concepción inmaculada de María había manifestado que san José era, después de María, “la más segura esperanza de la Iglesia” y su decreto del 27 de abril de 1865 extendería al mes de marzo, consagrado a honrarlo, las indulgencias temporales y plenaria concedidas al mes de mayo dedicado a Nuestra Señora.
La figuración de san José llega al culmen en el conjunto de la doctrina cristiana con la encíclica Quamquam pluries (QP), hasta entonces la única de dos documentos pontificios de igual categoría dedicados a él, que León XIII publicará en 1889, al cumplir el undécimo de los veinticinco años y medio del tercer pontificado más largo de la historia de la iglesia (1878-1903). Y el contexto era favorable. La vieja cuestión romana, que el papa parecía dejar de lado desde el comienzo de su gobierno, resurgía en la conciencia del pueblo católico; la imagen suya había sido colgada en un patíbulo, mientras en el romano Campo dei Fiori un escultor erigía su estatua y los obispos de Cremona y Piacenza, Jeremías Bonomelli y Juan Bautista Scalabrini se arrepentían de sus desvaríos republicanos al proponer la reconciliación de la Iglesia con el naciente Estado italiano (Castiglioni, 1936, pp. 623-637). Por eso el texto se iniciaba con una denuncia: “La Iglesia de Jesucristo atacada por todo flanco abiertamente o con astucia; una implacable guerra contra el Soberano Pontífice; y los fundamentos mismos de la religión socavados con una osadía que crece diariamente en intensidad” (León XIII, 1889, n. 1).
Fue por ese tiempo, el de la “Roma desorientada entre la devoción y la indiferencia” (Laboa, 2007, pp. 341-370), cuando irrumpió una avalancha de ejercicios piadosos en la devoción de la iglesia católica que respaldaban las decisiones pontificias en favor de nuestro santo. En primer lugar, las “letanías a san José”. Benedicto XIII lo había hecho entrar oficialmente (1726) en las de los santos; un poco antes (1715) lo añadía Pío VII en la oración A cunctis [1]. Corresponderá a san Pío X aprobar el decreto que publicaba las letanías, subrayando su título de “augusto Patriarca” y apellidándolo “poderoso patrono de la Iglesia católica ante Dios” (S. Congregatio Rituum, 1909, pp. 290-292). Benedicto XV hará incluir su nombre en las invocaciones destinadas a la reparación de las blasfemias al final de las exposiciones solemnes de la reserva eucarística (S. Congregatio Rituum, 1921, p. 158). Y Juan XXIII hará otro tanto en el canon romano de la misa, enseguida del de María, llamándolo “su esposo” (Sagrada Congregación de los Ritos, 1962, p. 873).
A las letanías se agregarán los “gozos de san José” y aun los “dolores de san José”, reflejo popular de las antiquísimas letanías lauretanas en alabanza de Nuestra Señora [2]. Es entonces cuando comienza a evidenciarse la peregrina mezcla que hará la tradición en torno a José de Nazaret entre las fuentes bíblicas y las leyendas apócrifas de los orígenes cristianos. En las letanías es invocado como “esperanza de los enfermos”, “abogado de los enfermos” y “terror de los demonios”. Los dolores no dudan en verlo sufriente ante la pérdida de Jesús niño en el templo, y los gozos lo refieren reconfortado porque su muerte acontece en brazos de María y Jesús.
Resulta evidente que se ha ignorado la noticia evangélica en beneficio de una devoción cuyo fundamento no va más allá de una pía consideración. Benedicto XIV, papa entre 1740 y 1758, apoyado en la doctrina agustiniana, afirmará que María y José comienzan la serie de los santos del Nuevo Testamento, mientras san Juan Bautista concluye la lista de los del Antiguo Testamento. El pontífice olvidaba que los santos cristianos pertenecen a la segunda alianza –uno de ellos el Bautista- y que la iglesia católica romana no ha incluido en su santoral a los personajes de la primera [3], aunque a varios de sus actores los considera participantes de la santidad propia de los creyentes en el amor misericordioso del Dios de Jesús.
Si puede ser laudable que su patronazgo se haya extendido a países, conventos, santuarios, parroquias, seminarios, instituciones educativas, congregaciones religiosas masculinas y femeninas, asociaciones laicales no lo es tanto que se haya insistido en presentarlo como patrono para los enfermos y los ancianos: su tardía muerte a más de 100 años cumplidos, que permite deducir una lenta enfermedad y su matrimonio a los 90 que le ayudan a proteger la virginidad de su esposa hacen parte de una leyenda, considerada piadosa por algunos pero que en realidad ha contribuido a deformar o, al menos, demeritar el significado de su santidad ante los creyentes. Que José hubiera “abrazado con paternal ternura”, “colmado de besos” y “alimentado con un celoso cuidado y una solicitud sin par” a Jesús, como en su momento había escrito Pío IX (1870), bien podía ser tenido por obvio en un hombre que se adhirió en todo al designio sobre el Hijo de Dios según el texto bíblico. Lo que contrasta con las suposiciones devotas que no tenían raigambre histórica [4].
A mi juicio, hace parte de este tipo de textos, uno de los parágrafos del que Benedicto XV publicó el 25 de julio de 1920, con ocasión del cincuentenario de la proclamación del patronazgo del santo sobre toda la Iglesia. En el que subraya que este “mereció ser tenido como el más eficaz protector de los moribundos, habiendo expirado con la asistencia de Jesús y María”, y por tanto los pastores de la Iglesia deberán “favorecer las congregaciones instituidas para suplicar a José en favor de los moribundos”, como las “de la buena muerte”, del “tránsito de san José” y “por los agonizantes”. Era consciente el papa de “la situación difícil en la que se debate hoy el género humano” y por eso acudía a san José como conductor a la devoción hacia la Sagrada Familia de Nazaret y, a través de ella, a la virgen María. Recursos en los que veía más que un freno, una cooperación para superar los excesos provocados por los horrores de la Gran Guerra (Benedicto XV, 1920, p. 313).
Poco a poco el patronazgo de José en la Iglesia llegará a ser entendido como el de su protector y defensor. Según Pío IX (1870), patrono de la Iglesia (“católica”, especifica el documento), “plagada de enemigos por todas partes”.
Promovido a “especial patrono de toda la Iglesia” por León XIII (1889, p. 4), un siglo después, al conmemorar el centenario de la del papa Pecci en la encíclica Redemptoris custos (RC), repetirá el mismo Juan Pablo II (1989, n. 31c) las palabras finales de éste: “Como en otro tiempo libraste de la muerte la vida amenazada del niño Jesús, así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda adversidad” [5]. Tras haber puntualizado que “destinado a ser el custodio de la religión cristiana, debe ser tenido como el protector y el defensor de la Iglesia” (Juan Pablo II, 1989, n. 28a.b). En la antevíspera de la segunda conflagración mundial, la encíclica Divini redemptoris (DR) de Pío XI (1937) recurrirá a él para enfrentar a los adversarios de la Iglesia: “para acelerar la paz de Cristo en el reino de Cristo, por todos tan deseada, ponemos la grande acción de la Iglesia católica contra el comunismo ateo mundial bajo la égida del poderoso protector de la Iglesia, san José” (Pío XI, 1937); y enfatizará que por haber sido “el jefe o señor de la casa, su intercesión no puede sino ser todopoderosa” [6]. Otra línea asumirá Pablo VI al reconocerlo patrono de la Iglesia por su “ennoblecedora colaboración” humana a la acción divina y por “hacer florecer su terrena existencia con genuinas virtudes evangélicas” (Juan Pablo II, 1989, n. 30c). Y la misma RC lo invocará como “aliento para la evangelización y la reevangelización” (1989, n. 29).
A mediados del siglo XX san José inicia su patronazgo de los trabajadores. Pío XII (1955) instituirá la festividad litúrgica de “san José artesano” el 1 de mayo, destinada no solo a remplazar de inmediato la ya antigua del patronato, sino también a oponerse a la que el movimiento socialista mundial había logrado legislar en la mayoría de los países como fiesta o día del trabajo:
Es claro que ningún trabajador estuvo jamás tan perfecta y profundamente penetrado de él como el padre putativo de Jesús, que vivió con él en la más estrecha intimidad y comunidad de familia y de trabajo. De igual modo, si queréis estar junto a Jesús, os repetimos: id a José (Pío XII, 1955).
Poco antes del papa Pacelli, su predecesor anotaba que el santo había “pertenecido a la clase obrera” (Pio XI, 1937, n. 87) [7]. Resulta extraño que con un retardo de veinte siglos la Iglesia descubriera a san José como trabajador, a pesar de que el relato bíblico lo hubiese puesto en evidencia. No dispongo de noticias sobre las confraternidades, tan significativas entre los clérigos y laicos de la Europa medieval, que reclamaran el patronazgo de san José [8], a pesar de que su estructuración corporativa les permitía vehicular la mutua ayuda económica y profesional en vida de sus miembros, a la par que la espiritual aun en los funerales. Solo a mediados del siglo XX la investigación reinterpretará el término griego que los Sinópticos utilizaban para identificar la actividad laboral de José: el téktonos podría muy bien dar a entender la de un carpintero o un albañil. Según algunos exégetas de una especie de obrero sabelotodo; que se hubiese preferido la versión del casero y pacífico carpintero llevará a su caracterización como “artesano” (León XIII, 1889, n. 4) [9]. Sin embargo, la predicación y la pastoral popular continuaron y continuarán favoreciendo hasta hoy tan solo la imagen del carpintero José, y aun de Jesús como aprendiz y ayudante en su taller. RC cooperará al mismo estado de cosas, en el brevísimo discurso dedicado al tema, que inicia así: “Expresión cotidiana del este amor en la familia de Nazaret es el trabajo. El texto evangélico precisa el tipo de trabajo… el de carpintero” (Juan Pablo II, 1989, n. 22) [10].
Lugar aparte merece la exhortación apostólica de Juan Pablo II. El papa declara que los Santos Padres reconocieron en él tres papeles: cuidador de María, educador de Jesús y custodio y protector de la Iglesia (Juan Pablo II, 1989, n. 1e). El texto presenta cuatro capítulos: los de mayor extensión son el segundo (“El depositario del misterio de Dios”) y el tercero (“El varón justo – el esposo”); los otros dos retoman los temas de “el trabajo como expresión del amor” y “la vida interior”; y el último, algo más largo que los dos precedentes, vuelve sobre el “patrono de la iglesia de nuestro tiempo”, con un párrafo conclusivo [11].
Desde el siglo XIX, el magisterio pontificio en torno a la figura de José se había planteado el problema de su paternidad sobre Jesús. Y RC (1989) prolonga la misma problemática en términos aun legales. Sostiene que “el matrimonio con María es el fundamento jurídico de la paternidad de José”. Anota enseguida que “si para la Iglesia es importante profesar la concepción virginal de Jesús, no lo es menos defender el matrimonio de María con José”. Afirma luego que el ángel se dirige a José por ser el esposo de María, con lo cual evidencia la “especial confirmación del vínculo esponsal existente ya antes entre ellos”. Bien puede cuestionarse la necesidad teológica de enfatizar y aun defender un vínculo jurídico entre personajes decisivos en la consideración del significado salvífico de la persona de Cristo para la fe del creyente: se sale por los fueros de un dato de la narrativa evangélica pero que, cuando se trata de la misión evangelizadora de la Iglesia, se pone en igualdad de importancia con otro esencial para la fe cristiana [12].
No menos acucioso pareciera el reconocimiento a José de su autoridad paterna, porque es él quien pone el nombre al niño y cumple el rescate del primogénito: la suya no es una “paternidad derivada de la generación ni sustitutiva ni aparente” sino que “posee plenamente la autenticidad de la paternidad humana”. Sin embargo, el anhelo interpretativo del relato evangélico que apunta a las raíces históricas de la persona de Jesús debe tener en cuenta el riesgo de caer en un historicismo que extravía el significado simbólico del texto bíblico:
“en el umbral del Nuevo Testamento, como ya al comienzo del Antiguo, hay una pareja; la de José y María, constituye el vértice por medio del cual la santidad se esparce por toda la tierra”; en cambio, la cristología y la eclesiología contemporáneas han subrayado que la pareja bíblica de la primera alianza tiene su contrafigura en las bodas de Cristo Señor con la humanidad y, por tanto, es ese y no otro el origen de la santidad cristiana que ha sido insuflada por el Espíritu de Dios en Pentecostés.
La exhortación pontificia llega a sostener que “el misterio de la Iglesia, virgen y esposa, encuentra en el matrimonio de María y José su propio símbolo”; mientras la hermenéutica bíblica suele reconocer en la relación de Cristo Señor con la Iglesia lo que la constituye en virgen y esposa. Que “José tuvo hacia Jesús… toda aquella afectuosa solicitud que el corazón de un padre pueda conocer”, que “contento con sus pocas posesiones” hubiese “pasado con magnanimidad las pruebas que acompañan a una fortuna tan escasa” son consideraciones que merecen ser puestas de relieve como obvia deducción de su comportamiento de base ante la esposa y el hijo y del talante propio de éste cuando ante José realza su directa dependencia del Padre. Aun aceptadas por el cristiano devoto, no resulta coherente historizarlas, sin solución de continuidad, incluyéndolas entre los datos evangélicos sobre la infancia del Señor (Juan Pablo II, 1989, n. 7; 7c; 18c; 13b; 21; 7e; 20a; 8c; León XIII, 1889, n. 4).
El esfuerzo por “demostrar” de alguna manera la verdad histórica de la virginidad de María a través de la persona de José, “testigo de su virginidad y tutor de su honestidad” (León XIII, 1889, n. 3), se muestra al menos aventurado cuando RC (1989) recurre a la doctrina agustiniana respecto a la unión de María y José: “ambos merecieron ser llamados padres de Cristo… no solo aquella madre, sino también aquel padre, del mismo modo que era esposo de su madre, ambos por medio de la mente, no de la carne”. Que el texto pontificio subraye la expresión permite pensar que es a esto a lo que apuntan sea el obispo de Hipona, sea Juan Pablo II; y tanto la filosofía como la teología contemporáneas, encontrarán mérito para discutir sobre la distinción entre una paternidad y una maternidad, merecida por demás la primera y física la segunda, mediadas por la mente y no por la carne. Salta a la vista la mirada propia de san Agustín en la enseñanza del papa: “en los padres de Cristo se han cumplido todos los bienes del matrimonio: la prole, la fidelidad y el sacramento” (Juan Pablo II, 1989, n. 7d) [13]; es una lástima que no sean tenidos en cuenta aspectos claves del matrimonio como el compartir la vida cotidiana, los cuerpos, los sentimientos, las expectativas y los deseos, los valores mutuos, uno de estos el trabajo, del que ha sido símbolo José.
En otro momento, el prestigioso “Centro Josefino” de los Carmelitas descalzos de Valladolid (España) atribuirá el “comprensible silencio” sobre san José a que “era preciso salvaguardar la virginidad de María frente a los ataques de herejías agresivas” [14]. En definitiva, que la fe de la Iglesia confiese la concepción virginal de Jesús por parte de María no significa por fuerza que ella y José, su esposo –como insiste en llamarlo, con los Sinópticos, la misma doctrina pontificia-, nunca tuvieron la comunión sexual típica de los cónyuges judíos, así ella nunca hubiera concebido otro hijo antes o después del nacimiento de Jesús: su virginidad antes del parto, en el parto y después del parto es considerada por la mariología reciente un dato para la fe más que para la ciencia médica. El san José creyente se convierte así en punto de referencia para la fe silenciosa de quien la declara en Cristo Señor.
Elementos para una teología josefina
No siempre han sido coherentes los esfuerzos de los papas y, en general, de los teólogos católicos romanos por delinear la figura evangélica de san José, a pesar de que unos y otros logran proporcionar elementos de importancia para la construcción de una auténtica teología josefina. A continuación, se presentan algunas sugerencias al respecto, considerando ampliamente los escasos datos bíblicos sobre él.
Habrá que empezar por excavar en el predecesor de los tiempos antiguos, “tipo de san José”, que como lo recuerda León XIII, fue llamado “salvador del mundo” por un extraño a Israel, el faraón egipcio, sorprendido ante su gestión de los recursos imperiales y su generosidad con los hermanos que había vuelto a encontrar (1889, n. 4). Se trata de otro patriarca, José, hijo de Jacob, de quien nacen las doce tribus que a su vez darán origen al pueblo de Israel. Un salvador que anticipa la intervención futura de Yahvé en el hijo de José de Nazaret, el Jesús también nazareno, Yeoshua, “Dios salva” (Juan Pablo II, 1989, n. 3b.4); a quien RC atribuye el mismo título, al contrastar su pertenencia al género humano como “ciudadano de este mundo… pero también salvador del mundo” (1989, n. 4.9).
En la imaginería dedicada a san José, el bastón, símbolo del peregrino y el primero que lo caracteriza en los íconos y la pintura románica y medieval, será reemplazado por un “arbusto de hojas lanceoladas coriáceas y flores grandes en racimos, de diversos colores” (Moliner, 1979, I, p. 53b), la adelfa, llamada laurel rosa o rosa francesa en algunos lugares. Ya había empezado a ser preferido san Cristóbal como patrono de los peregrinos, sobre todo de los que debían afrontar algún peligro; hay que notar que, tanto en la tradición latina como en la griega, por su confusión con san Menas, de origen copto, desaparecerá del santoral romano. Cuando el Renacimiento descubrió que la adelfa era venenosa lo cambió por la azucena, pronto convertida en distintivo del estimadísimo san Antonio de Padua, quien de hecho sustituirá en la devoción popular al padre de Jesús: José de Nazaret dejará de ser un joven, lucirá como un hombre entrado en años, hasta transformarse en el anciano que, acompañado de la azucena, sostiene en brazos a un recién nacido, a veces un niño de poca edad. El papel juvenil lo asumirá el santo franciscano que llevará, en la práctica, los mismos símbolos del predecesor encanecido. De ahí que san José haya transmutado en protector de los ancianos, por demás cercanos a la muerte, gracias a su “quinto dolor”:
La separación de Jesús y de María al llegarle la hora de morir. Pero a este sufrimiento le siguió la alegría, la paz y el consuelo de morir acompañado de los dos seres más santos de la tierra. Por eso invocamos a san José como Patrono de la Buena Muerte, porque tuvo la muerte más dichosa que un ser humano pueda desear: acompañado y consolado por Jesús y María [15].
Lo decía Juan Pablo II: al “participar de la fe de María en la fe de la anunciación (…) ha sido puesto en primer lugar en la vía de la peregrinación de la fe” (1981, n. 5b). El “santo patriarca José”, como la tradición católica romana ha gustado en llamarlo durante siglos se revela ante todo un creyente que cumple un itinerario nada fácil. En abundancia lo han testimoniado frescos, mosaicos y pinturas de los primeros siglos cristianos, que muestran a un joven, relativamente maduro, sumido en actitud meditativa al margen de la escena principal casi siempre [16]. Es justamente el primer dato relevante que emerge de su presentación evangélica y por eso el hermoso símbolo del peregrino, de tanta estima en las iglesias orientales católica y ortodoxa, como lo fue en la occidental del medioevo, el que más convendría al José de la segunda alianza. Sin embargo, aun la exhortación del papa Francisco, Amoris laetitia (AL) que con tanto afecto trata la figura del inmigrante, alude a “la fuga a Egipto” de la familia, en la que Jesús “huye a tierra extranjera” y así “participa del dolor de su pueblo exiliado, perseguido y humillado” (Francisco, 2016a, n. 46.21), sin referencia directa a José, guía de la primera inmigración de la nueva alianza. Más todavía, la de los primeros prófugos de la historia cristiana.
Ninguna dificultad ha tenido el cristianismo para identificar a Abraham, el padre en la fe del pueblo de Israel y de los creyentes de todo el mundo, con un peregrino y aún la antropología ha visto en él un símbolo de los desplazamientos nómadas; de manera contrastante lo confirma la visita de los tres peregrinos junto al encinar de Mamré (Gn 18, 1-15) [17]. Al lado de Abraham, José, que nace de las generaciones sucesivas. El acostumbrado desconocimiento de la Biblia hebrea que aqueja a los católicos romanos nos ha hecho ignorar, casi totalmente, las semejanzas entre el José nazareno y el hijo de Jacob. Este nace del matrimonio de Yezrael -nombre que le dará más tarde el mismo Yahvé, derrotado en la lucha entre ambos (Gn 32, 29-30)- con el amor de su juventud, la hermosa pero estéril Raquel que, amada por Jacob más que su hermana, había luchado contra la fecunda Lía (Gn 29, 30), quien a su vez había dado a Jacob seis hijos y facilitado otros dos por medio de Zilpá, su esclava; dos más concedería Raquel a Jacob al autorizar la relación de éste con Bilhá, esclava suya. Solo cuando Dios “se acordó” de ella haciéndola fecunda, engendraría a José, el úndécimo de los hijos de Israel: “Ha quitado Dios mi afrenta, y le llamó José, como diciendo: Añádeme Yahvé otro hijo” (Gn 30, 22-24). Fue la preferencia del afecto del padre por él –“lo quería más que a todos ellos (…) por ser el hijo de su vejez” (Gn 37, 3-4)- lo que determinará el comienzo del odio de sus hermanos que lo venden a mercaderes de paso con quienes inicia su larga aventura en Egipto: un secuestrado que ha sido comercializado en el mercado negro, desde entonces peregrino a pesar suyo. Tan astuto como el progenitor, al final José logrará proteger a sus hermanos e iniciar el período de tranquilidad del naciente pueblo de Israel en tierra extranjera. Su capacidad de perdón, a pesar de la propia fragilidad interior, resultante de una condición de orfandad pues el padre y la madre son ya ancianos, lo hará grande ante la historia del pueblo; su opción creyente transformará las circunstancias que le son hostiles en comunión de vida (Emmanuelle-Marie, 2007, pp. 63-68). Hay que admitir que no resultan ejemplos de moralidad los episodios atinentes a los “santos patriarcas” de Israel pero es de esas familias y etnias, obligadas a desplegar su vida cotidiana en un mundo adverso, de las que procede José de Nazaret.
Llegamos así a la sugerente pero espinosa cuestión de la “sagrada familia de Nazaret”. De muy larga tradición en la Iglesia occidental, como lo hacen manifiesto las continuas referencias de la enseñanza doctrinal y homilética, de la pintura y la escultura, sin que falte la arquitectura: los santuarios, las iglesias catedrales y, en particular, la monumental “basílica de la Sagrada Familia” iniciada por Antoni Gaudí en Barcelona. A través de los siglos han corrido peregrinas ideas acerca de ella, fruto de la imaginación piadosa ante las necesidades sociales y psicológicas de diversas épocas, originadas a su vez en los relatos de los evangelios apócrifos entremezclados con leyendas populares.
Pero el grupo conformado por Jesús, José y María en un poblado de Israel nada parece tener de comunidad familiar, al menos para su inmediato contexto judío, si atendemos la narración evangélica: la madre es virgen mientras no lo son la mayoría de sus contemporáneas que aspiraban siempre a una maternidad fecunda, muestra un solo hijo y el padre no puede dar fe ante los vecinos de la bendición divina en una prole numerosa. Los Sinópticos confieren la autoridad en Nazaret a quien debería figurar como segundo en orden jerárquico por ser varón. Última en las costumbres judías, la mujer resulta teniendo mayor importancia que el marido, relegado a un tercer lugar. El padre nunca habla, la madre lleva la voz cantante en los dos capítulos de Lucas y Mateo, el hijo no exhibe un obsequioso respeto por sus progenitores al pronunciar la única y perentoria frase con la que termina el relato de la infancia de Jesús, antes de que uno solo de los evangelistas enuncie en dos renglones los rasgos propios de su obediencia filial. Aún más, las palabras de Jesús no pueden resonar con mayor dureza en los oídos de José, en apariencia desclasado de su papel de padre y casi que rechazado por su desconocimiento de lo más importante: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían ustedes que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”(Mc 3, 31-35). Y no parecieran honrar a José y María las únicas palabras con que Marcos se refiere a la infancia de Jesús: “¿De dónde ha sacado este esa sabiduría y los milagros que hace? ¿No es este el carpintero, el hijo de María…?” (Mc 6, 2-3) [18]; por añadidura, tras comenzar su predicación, los preocupados familiares –quiénes sean no lo dice el texto, solo de “hermanos y hermanas” tenemos noticia en la historia evangélica– pretenden regresarlo a casa, “pues decían que se había vuelto loco” (Mc 3, 21) [19].
Al fin de cuentas el Jesús adulto que escandaliza de continuo a sus oyentes y discípulos al invertir los roles sociales a los ojos de Dios está reportado como niño en una “familia” también contradictoria, de cuyo buen ejemplo ante las familias contemporáneas suyas nada sabemos [20]. No es a la familia a la que mira la predicación del Nazareno sino al “reino de Dios”, a una comunidad nueva de mujeres y hombres vinculados por el amor misericordioso de Dios y no por lazos de sangre, ni de carne y ni siquiera de historia; la tradición ulterior la llamará iglesia, anunciadora de ese reino. A ella tendría que apuntar la manera como los creyentes en el Padre de Jesús hablamos hoy de san José: “el divino hogar que José dirigía con la autoridad de un padre, contenía dentro de sí a la apenas naciente Iglesia” (León XIII, 1889, p. 3). Porque es “para todos un maestro singular en el servir a la misión salvífica de Cristo” (Juan Pablo II, 1989, n. 32). Pero arriesga a caer en una confusión RC (Juan Pablo II, 1989, n. 17) cuando, a propósito del grupo que forma con María y Jesús, en cita del magisterio montiniano alude al de León XIII y de Benedicto XV, afirmando que hay en los tres papas una “análoga exaltación de la familia de Nazaret como modeloabsoluto de la comunidad familiar” [21]. En términos cristianos habría que aclarar que la oferta de la “sagrada familia” a la familia actual va en contravía de la sacralización de una laudable estructura de la vida social, optando por la de una comunión de amor que excede cualquier atadura cultural, étnica, racial y aún generacional; porque es “el vínculo de caridad el que constituye su vida”, no otro (Juan Pablo II, 1989, n. 21) [22].
De hecho, las referencias de los cuatro evangelios a la familia son escasas [23]. Un solo relato habla de ella con cierto detenimiento: la parábola del padre compasivo, más conocida como la del hijo pródigo (Lc 15, 11-32) [24]. Se trata de un padre cuya figura aparece contradictoria, quien ofendido se transforma en vehículo de misericordia para el hijo que con su comportamiento no solo ha traicionado la generosidad de un progenitor que ha cedido sus bienes (“su vida”, dice el texto griego) antes de la propia muerte, sino que por el mismo hecho ha puesto en entredicho su prestigio ante los vecinos. De ahí que estos sean también invitados a la fiesta de recepción del pródigo; el significado de los lazos familiares resulta ampliamente superado por un padre cuya actitud no necesita de la presencia de la madre, en realidad ausente de la historia que se cuenta: “Jesús habla de un banquete espléndido para todos (…) de música y de danzas, de hombres perdidos que desatan la ternura de un padre, de hermanos llamados a perdonarse” (Pagola, 2013, p. 142). Una situación semejante a la de los hermanos del José de la primera alianza, cuando los hermanos son reconvocados por el perdón mutuo. El pasaje que Marcos (Mc 10, 35-45) se dedica a contar de los hijos del Zebedeo que acuden ante Jesús para adquirir un puesto de relieve en el reino anunciado por él, encuentra su rechazo frontal [25]: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Cualquiera que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” – responderá perentorio a quienes le anuncian que lo están buscando. Dirime con tono desafiante y sin un prolijo debate, al punto que sus opositores “no se atrevieron a hacerle más preguntas”, las discusiones sobre el divorcio (Mt 19, 1-11; Mc 10, 1-12; Lc 16, 18) y la resurrección de las varias esposas del mismo marido (Mc 12, 18-27; Lc 20, 27-40). Cuando “sus hermanos” le aconsejan predicar en Judea, a donde se negaba a ir, no les da oídos, pues “ni siquiera ellos creían en él” y “no había llegado su hora” (Jn 7, 1-7) [26]. Y para colmo: “No llamen a nadie padre suyo en la tierra, porque uno solo es su padre: el del cielo” (Mt 23, 9) [27].
Es interesante constatar que la exhortación del papa Francisco propone a la contemplación de la familia contemporánea el “icono de la familia de Nazaret (…), que puede ayudarnos a interpretar los acontecimientos para reconocer en la historia familiar el mensaje de Dios” (2016a, n. 30). Si bien prescinde de una directa referencia a san José, resulta obvia su presencia allí. Como el antecesor de la primera alianza, descubre en los sueños el designio del amor de Dios sobre su hijo y su esposa y lo sigue sin dudarlo. Pareciera que con su claridad ante las sombras del mundo onírico reivindicara la oscuridad en la que ha permanecido por tanto tiempo su figura. Ha estado rodeado de las palabras escasas de María y, al final de su camino evangélico, de las únicas puestas en boca del Jesús niño. La narración evangélica no explicita la presencia de José durante los diálogos de María con el ángel y con Isabel ni un eventual recuento de su esposa a él.
Como la primera, la nueva creación se inicia en medio de la total ausencia de sonidos. Las únicas voces que se escuchan al comenzar la segunda alianza son las de un ángel y una mujer que dialogan en medio de una experiencia más interior que exterior. El Jesús de Marcos que pronuncia sus primeras frases después del Bautista y el de Juan que hace otro tanto luego de las de su madre María, es precedido por el silencio absoluto de José, el padre. Silencio contemplativo “que posee una especial elocuencia”, con pleno acierto subrayado por la tradición cristiana. Un “silencio que descubre (…) el perfil de su figura”; testimonio de su fe porque en ese ambiente aparece José como “testigo ocular del nacimiento”, “testigo de la adoración de los pastores” y “de los magos”, en fin, “testigo de la virginidad de María”. Quizá la búsqueda del hijo que sus padres daban por perdido, definida por la madre “angustiosa” para ambos, revela el significado más hondo de su silencio, trasparentado por sus acciones –solo de ellas habla el evangelio, nota la exhortación-, “un clima de profunda contemplación” (Juan Pablo II, 1989: 17a.10b.20c.25). Lo expresaba el salmista: “El corazón me dice: Busca la presencia del Señor. / Tu rostro buscaré, Señor. / ¡No te escondas de mí!” (Sal 27 (26), 8-9). Y, entre otros, la mística española del siglo XVI: “¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre /aunque es de noche! / (…) / Aquesta eterna fonte está escondida /en este vivo pan por darnos vida, / aunque es de noche” (San Juan de la Cruz, 1957, pp. 10-11) [28].
No han faltado las instituciones católicas que se identifican con la función educadora de José frente a Jesús, subrayada por la primigenia teología cristiana que, sin embargo, recibió una mínima acogida en los siglos ulteriores: solo dos párrafos de la RC lo relevan como educador (Juan Pablo II, 1989, n. 1.16). De nuevo, la historia que da base a la idea no va más allá de la muy escueta referencia evangélica a la llamada “vida oculta” del Señor en Nazaret, que una tradición no verificada ha precisado hasta sus treinta años de edad. Una mayor atención a su presencia en los antiquísimos íconos que ha conservado la iglesia cristiana ortodoxa podría lograr una explicitación de esa tarea por parte del santo justamente con su silencio; el silencio en que parece relegado por el mismo Jesús que nunca habla de él como padre pero le atribuye un lugar de privilegio en el reino, el de los que están atentos a la palabra de Dios y la ponen por obra (Mc 3, 33-35; Lc 8,21; Mt 12, 48-50) [29].
Para concluir: ¿luz tras la sombra?
Dos memorias se nos pide cuidar en nuestro pueblo. La memoria de Jesucristo y la memoria de nuestros antepasados (…). Fue al interno de una vida familiar que (sic) la fe fue llegando a nuestra vida y haciéndose carne (…). Perder la memoria es desarraigarnos de dónde venimos y por lo tanto, no sabremos tampoco a dónde vamos (Francisco, 2016b) [30].
Asiste la razón a las iglesias orientales cristianas al preferir siempre la inclusión de san José en la familia de Nazaret más que apreciarlo por separado de ella: “José podría ser la forma abreviada de un nombre hebreo que significa Que el Señor añada o que el Señor dé más” (Sociedades Bíblicas Unidas, 1994, p. 64, nota f a Gn 30, 18-24). Al fin de cuentas, el José de la segunda alianza participa de la condición de “añadido”, que dio origen al nombre de su homónimo de la primera alianza. Una mirada distinta que hace parte de las calladas contribuciones legadas por el padre putativo de Jesús a la autoconciencia de la Iglesia misma como “redil, labranza, edificación, esposa (…) de Dios” (Concilio Vaticano II, 1967, n. 6) [31]. Y por igual motivo a la causa ecuménica: bien podría ser un hermoso símbolo del que quita la afrenta –otra versión para su nombre hebreo- de las seculares enemistades entre las iglesias cristianas que han hecho estéril la fe de muchos.
AL (Francisco, 2016a, n. 46) se ocupará del problema planteado hoy a las familias por la inmigración, pero apenas sí da importancia marginal a la figura del prófugo –con escasas excepciones rechazado por varios continentes en los dos últimos años, asustados por la marea humana llegada ante sus puertas-, que es explotado por gentes a las que nada interesan ni su procedencia social ni su futuro. Tanto las historias del José casi que egipcio como la del nazareno son claros ejemplos de inmigraciones forzadas que los transforman en prófugos: y los de la familia judía de Nazaret los primeros al inicio de la era cristiana; ¿podría leerse en esa condición social otro rasgo propio del nuevo ecumenismo?
Enfatizaba RC que el esposo de María “participó en este misterio –el `divino de la encarnación´- como ninguna otra persona, a excepción de la Madre del Verbo encarnado” (Juan Pablo II, 1989, n. 1f). Una relevante afirmación que hace tanto más inexplicable la sombra mantenida sobre José, con notables excepciones: los santos Vicente Ferrer, Brígida, Bernardino de Siena, Francisco de Sales y, en especial, Teresa de Jesús y teólogos como Jean Charlier de Gerson (1363–1429), supuesto autor de la Imitación de Cristo que compuso un “Oficio de los esponsales de san José” en el París del siglo XV. Por añadidura, de acuerdo con G. Boccadamo (2011, p. 201), el siglo XI se había caracterizado por el peregrinaje a Jerusalén, el XII por el que se hacía a Santiago de Compostela, el XIII por la reanudación del peregrinaje a Roma y aún el XIV por el inicio del jubilar a la misma Roma propiciado por Bonifacio VIII. Varias de las confraternidades nacerán con el fin de asistir a los peregrinos, pero ninguna de ellas escogerá a san José como patrono. A pesar de ello, la devoción popular a san José ha logrado arraigarse en varios países europeos (España, Italia, algunos cantones de Suiza) al celebrar el “día del padre” en su fiesta litúrgica del 19 de marzo, que ya no es día festivo para el calendario civil italiano pero sí en algunas regiones de España y Suiza; el solo nombre José dado todavía a muchas personas en las naciones occidentales alude de alguna manera a esa memoria.
Que José fuese “de sangre real” (León XIII, 1889, p. 4) lo atestiguan la genealogía de Jesús en Mateo (Mt 1, 1ss) y, cuando aparece en escena, la somera referencia de Lucas (Lc 1, 27) que tienen por objeto mostrar su raigambre judía, pero también su procedencia profética. No es comprensible por tanto la razón de que la teología occidental sobre san José haya preferido por lo general la línea regia a la profética; los reyes de Israel, incluido el “santo rey David”, tendrán comportamientos nada enaltecedores para sus descendientes. De las tres figuras de la primera alianza que permiten comprender quién sea Jesús de Nazaret: sacerdote, profeta, rey, los Sinópticos enfatizarán la segunda. Por eso, a mi parecer, cae en una especie de providencialismo el párrafo de RC (8f) que sostiene: “Con la encarnación, las promesas y… figuras del Antiguo Testamento se hacen realidad: lugares, personas y ritos se entremezclan según precisas órdenes divinas” [32]. Sirva como ejemplo la afirmación, que no tiene un testimonio bíblico fehaciente, de que la peregrinación de José “se concluirá antes de que María se detenga ante la cruz en el Gólgota” y “se encuentre en Pentecostés” (Juan Pablo II, 1981, n. 6). No está por demás señalar que las páginas precedentes no han buscado poner en discusión el “derecho” de los ancianos y los enfermos a invocarlo y, menos aún, a tener un santo patrono. Pero sí es significativo que, a pesar de la importancia dada en el texto de AL a esa edad de la vida (Francisco, 2016a, n. 48.191-193), no hay en exhortación la mínima referencia a las eventuales ancianidad y enfermedad de san José; a pesar de que el documento fue emitido el mismo día de su fiesta litúrgica.
Sin embargo, dos funciones parecen reconocerse al padre de Jesús: la primera, en analogía con su predecesor de la primera alianza, la de protector de María y Jesús, característica relevada por QP al asemejar la fe de los dos personajes; pero ni RC que vuelve sobre el mismo tema citando la encíclica precedente, ni AL que ignora el parecido, superan ese límite. La segunda, la de educador, función no solo de José sino del grupo de Nazaret, retomando a Pablo VI la subrayará el papa Francisco (2016a, n. 30.65-66).
Además ¿No sería posible que la misma teología reinterpretara la relación de María y José a la luz de AL?:
Hemos presentado un ideal teológico del matrimonio demasiado abstracto, casi artificiosamente construido, lejano de la situación concreta y de las posibilidades efectivas de las familias reales. Esta idealización excesiva (…) no ha hecho que el matrimonio sea más deseable y su atractivo, sino todo lo contrario (2016a, n. 36).
Porque la misma AL nos recuerda que: “Jesús exalta la necesidad de otros vínculos más profundos también dentro de las relaciones familiares” (Francisco, 2016a, n. 18). Valdría la pena profundizar en el significado de la virginidad del mismo José, que se desprende de la de María, a la luz de la sugerente afirmación de Raimundo Lulio: “El Espíritu Santo es santo porque es inocente hacia el Padre y el Hijo en cuanto no desea producir una cuarta persona” (Panikkar, 2005, p. 7). El teólogo indio a su vez describe la “nueva inocencia” o “inocencia consciente” como aceptación de nuestra desnudez, vale decir, la vulnerabilidad, los límites, la condición humana.
La insistencia de las ciencias sociales contemporáneas en la necesidad de que cualquier discurso acerca de la realidad humana precise el desde dónde se plantean sus presupuestos, temas y afirmaciones fue conduciendo a la teología de los dos últimos siglos a privilegiar la fuente bíblica. Por eso procura abstenerse de canonizar un específico modelo de estructura social, por ejemplo, el de la familia y opta por cuestionarlo desde el anuncio evangélico. A mi parecer, se inscribe allí aun la oración que finaliza el texto muy amplio de la AL: “Santa familia de Nazaret, haz también de nuestras familias lugar de comunión y cenáculo de oración, auténticas escuelas del evangelio y pequeñas iglesias domésticas” (Francisco, 2016a).
Por tanto, al igual que durante un eclipse “la sombra de la tierra nos revela la verdadera naturaleza de la luna”, la sombra que por tanto tiempo se ha cernido sobre la figura de san José permite vislumbrar el rostro del Padre. La teología ha tenido que vérselas generalmente con la penumbra, aquella región a donde llega la luz desde fuentes ideales. Explica Tomás de Aquino la intuición de Agustín de Hipona sobre uno de dos tipos de conocimiento, el vespertino: el conocimiento del ser de la criatura (1265-1274, I, q. 58, a. 6). Por eso la teología comienza a la hora del poniente, cuando va concluyendo el día e irrumpiendo la noche; entonces la sombra ha terminado su recorrido. José hace parte de la invitación renovada a ocuparse en serio de “las sombras que, en vez de ocultar, revelan” (Casati, 2001, p. 8.239-240). O si se prefiere, glosando a Raimon Panikkar (2005, p. 9), cuando la sombra da acceso a los relámpagos que, a veces blancos y a veces rojos, son azules, los aislamientos artificiales ya no sirven; entonces el problema del otro empieza a convertirse en el propio interrogante, pues se ha adquirido la nueva inocencia, la inocencia consciente; a mi juicio, la que simboliza el peregrino José de Nazaret.
Fuente: dialnet.unirioja.es
Notas:
1. La oración A cunctis, que hace parte del Breviario romano, es compendio de las conmemoraciones comunes o sufragios de los santos.
2. Ya en 1521 Isidoro Isolani había escrito la “Suma de los dones de San José” Recuperado de: http://www. treccani.it/enciclopedia/isidoro-isolani_(Dizionario-Biografico); consultado 23 de julio de 2016.
3. No es claro si el pontífice tenía en cuenta la tradición de las comunidades cristianas ortodoxas que incluyen en su santoral muchos de los personajes de la primera alianza; no había por esa época la consideración ecuménica de las diversas iglesias hoy corriente entre nosotros.
4. Esta mentalidad ha dado lugar a referencias como la que ofrece el sitio actual de Wikipedia: “no se menciona a José de Nazaret en los evangelios sinópticos durante el ministerio público de Jesús, por lo que se presume que murió antes de que éste tuviera lugar” (José de Nazaret. Recuperado de: https://es.wikipedia.org/wiki/ José de Nazaret; consultado 12 de mayo de 2016). Una afirmación imprecisa la de esa mención, cierta en el caso de Marcos, falsa en Mateo y Lucas.
5. Sin embargo, el texto alarga la mirada: se le invoca como protector ante “los peligros que amenazan a la familia humana” (Juan Pablo II, 1989, n. 31b). Es el segundo de los documentos pontificios dedicados por entero a san José y el último hasta hoy.
6. La bastardilla es del original.
7. El papa llega a extender su significación hasta un tema que en los decenios sucesivos será central en la doctrina social de la Iglesia: “después de merecer el calificativo de justo (2Pe 3,13; cf. Is 65,17; Ap 2, 1), ha quedado como ejemplo viviente de la justicia cristiana, que debe regular la vida social de los hombres”.
8. Una especialista en el tema enumera el patronazgo de tres advocaciones de la virgen María, del Espíritu Santo, de la Trinidad, de la Santa Cruz, del Salvador, de siete santos y cuatro santas; ¿olvidó incluir a san José o quizás este nunca fue patrono de alguna confraternidad? (Sánchez de Madariaga, 2011, p. 179). Por demás, aun los arquitectos lograron tener su propio patrono en santo Tomás, el discípulo de Jesús, con base en la leyenda que lo conectaba con un rey de la India, quien lo adquirió como esclavo para encargarle la construcción de su palacio; pero bien podría serlo san José si el tekton evangélico designa, más que a un carpintero, a un constructor (“un artesano que trabaja con diversos materiales como la piedra, la madera e incluso el hierro” (Pagola, 2013, p. 66).
9. “José, de sangre real, unido en matrimonio a la más grande y santa de las mujeres, considerado el padre del Hijo de Dios, pasó su vida trabajando, y ganó con la fatiga del artesano el necesario sostén para su familia” (QP, p. 4). Y, de acuerdo con la Historia copta de José el carpintero (s.f.). XXIX, “practicó su oficio (…) hasta el día en que lo atacó la enfermedad de que debía morir”. Quizás el “san José artesano”, en lugar de carpintero, contribuiría a la revalorización de todo tipo de trabajo manual tan demeritado en el mundo contemporáneo: “ha dejado un ejemplo de vida a todos los que tienen que ganarse el pan con el trabajo de sus manos”, había declarado Pío XI (1937, n. 87) en la encíclica ya citada.
10. La bastardilla es mía. Si bien la referencia pierde su impacto al citar el n. 9 de su precedente encíclica Laborem exercens (14 de septiembre de 1981): El “trabajo que (…) hace al hombre, en cierto sentido, más hombre”; cabría preguntarse si la atenuación hace parte de la discusión con el socialismo sobre el trabajo como un valor al tiempo que un derecho.
11. Sucesivamente: capítulo II, 4-16 y capítulo III, 17-21; n. 22-24; 25-27; 28-31; 32.
12. Sin que se ignore que el término griego Andra Marías, usado por los Sinópticos para caracterizar la relación de José con María (Mt 1, 16-19) significa estrictamente “su hombre”, manera corriente en el evangelio de nombrar al esposo de una mujer.
13. La bastardilla es del original. Nótese que es la teología posterior, no la del evangelio, la que distingue como “padres de Cristo” a José y María. Y la historia del arte renacentista ha identificado en Rafael Sanzio de Urbino (1483-1520), quien comienza su actividad pictórica a inicios del siglo XVI, al primero que representa a María como jovencita, una casi adolescente, que tiene en brazos a Jesús recién nacido o niño de pocos años.
14. Nacido 75 años atrás en Valladolid (España), hoy “Centro de Investigación Josefino Español”, da origen en 1947 a Estudios josefinos, la más reconocida revista en lengua española especializada en estudios históricos y teológicos sobre la figura de san José.
15. Centro Josefino de Centro América. Dolores y gozos de san José. Recuperado de http://www.centroiph.org/index.php?option=com_content&task=view&id=14&Itemid=34 consultado 25 de abril de 2016; las mayúsculas internas son del original.
16. Habrá que esperar a la estatuaria y la pintura de muy entrado el siglo XVII y a los siguientes para encontrar a un José de barba blanca, que sostiene en un brazo a un niño, asemejado más al nieto que al hijo, mientras en la otra muestra el lirio símbolo de la virginidad; pareciera que la composición artística tuviese mayor interés en subrayar la castidad del santo que su fe. No conozco estudios sobre la figura de san José en la historia del arte cristiano y, menos aún, su posible comparación con la de Antonio de Padua, un parangón indispensable de ser cierto que el santo franciscano ha remplazado a san José en la devoción popular.
17. También Abraham es un desplazado que emigra a Egipto por la carestía que aqueja a la región del Negueb, y un prófugo que de alguna manera se ve forzado a escapar de los egipcios para que no le rapten a su esposa Sara (Gn 12, 10-20). Las citas bíblicas son tomadas de la traducción ahora indicada, a menos que se cite otra por motivo de contraste.
18. Nótese que Marcos es considerado por los exégetas como autor del evangelio más antiguo y fuente para los de Mateo y Lucas, en esta ocasión y en la precedente (Mc 3, 31-35) en las que podría hacer referencia a José, nunca nos da su nombre, pero sí reporta en la segunda los de la madre y cuatro hermanos; por añadidura, señala unas hermanas anónimas en su elenco de parientes; pero en ninguno de los dos casos incluye un padre. Y que el tradicional relato de “la pérdida (y hallazgo) del Niño Jesús en el templo”, al origen del quinto misterio gozoso del rosario mariano-, no tiene fundamento evangélico: Jesús “se quedó en Jerusalén sin que sus padres se dieran cuenta” (Lc 2, 43); la bastardilla es mía.
19. La insistencia de la Iglesia católica romana en la maternidad única de María ha llevado a preferir una determinada acepción de la expresión evangélica “los hermanos y las hermanas” de Jesús (Marcos 3, 31-33; 6, 3; Mateo 13, 55-56; Juan 2, 12; 7, 3.5) a la otra: “en las lenguas bíblicas la palabra puede referirse en algunas ocasiones a personas unidas por otros grados de parentesco” (Sociedades Bíblicas Unidas, 1994, p. 1484, nt. b a Marcos 12, 46); la bastardilla es mía. Mateo utiliza la misma fuente de Marcos, lo que sugiere un acontecimiento histórico.
20. A menos que quiera apurarse como argumento propicio el genérico “gozaba del favor de Dios y de los hombres” (Lc 2, 40.51), expresión tomada del antiquísimo libro de los Proverbios (Pro 3, 4) y repetida en la descripción de otros personajes bíblicos, como Sansón (Jueces 13, 24b), Samuel (1S 2, 26) y Juan el Bautista (Lc 1, 80). “Ninguna familia puede ser fecunda si se concibe como demasiado diferente o separada”: de ahí que el papa Francisco desee mostrar enseguida que el grupo formado por José, Jesús y María en Nazaret “no era visto como una familia rara, como una casa extraña y distante del pueblo mismo”; por eso sus contemporáneos “tenían dificultad para reconocer la sabiduría de Jesús” (Mc 6, 2-3; Mt 13, 55). Y añade: “Lo que confirma que era una familia simple, cercana a todos, insertada de manera normal en el pueblo” (2016, n. 182); la bastardilla es del original. Esfuerzo hermenéutico notable que va más allá de la narración evangélica, pues las singularidades que los vecinos de la casa de Nazaret podían advertir en ellos –lo especificábamos atrás- no permiten deducir que se tratara de una familia como tantas otras. Además, un varón judío que, como Jesús, parece haber superado los veinticinco años sin haberse casado, no debía ser bien visto por quienes lo rodeaban y por eso mismo tampoco sus padres.
21. La bastardilla es mía. Podría estar de acuerdo con el evangelio dicha afirmación si se acepta que “Jesús no vivió en el seno de una pequeña célula familiar junto a sus padres, sino integrado en una familia más extensa” (Pagola, 2013, p. 53).
22. “Estudia las Escrituras y verás que de Galilea jamás procede un profeta”: es la tajante respuesta que dan los fariseos a Nicodemo quien reclama el derecho de Jesús a ser oído antes de recibir una condena (Juan 7, 50-52).
23. Según el “Índice temático” de la Biblia (Sociedades Bíblicas Unidas, 1994, p. 1921) no hay ninguna en los Sinópticos; solo Juan tiene dos muy someras “Y el oficial del rey y toda su familia creyeron en Jesús”, que ha curado al hijo (Jn 4, 53); “Un esclavo no pertenece para siempre a la familia pero un hijo sí, y para siempre” (Jn 8, 35), ofrecen cierta relevancia en los Sapienciales, en los Hechos, en algunas de las cartas paulinas y en una de las de Pedro.
24. Para otros, parábola del hermano mayor envidioso. Lucas la ubica en una respuesta que da Jesús a los escribas y fariseos, sus críticos porque come con pecadores; la cristología contemporánea sugiere que pertenece a un contexto más amplio (Pagola, 2013, p. 138, nota 31).
25. Se adivina cierta ironía en el texto paralelo de Mateo (20, 20-28) cuando señala como peticionaria a la madre de los dos discípulos; sorprende que Jesús no parezca mostrar algún aprecio por el vínculo familiar, pues no dirige su atención a la mujer, en contraste con muchos otros momentos en que la presencia femenina es definitiva para él, sino al grupo de los discípulos a quienes implica en su respuesta: acababa de preanunciarles su muerte por tercera vez (Mc 10, 32-34; Mt 20, 17-19). La presencia del texto, casi idéntico en los tres Sinópticos (Mc 3, 31-35; Mt 12, 46-50; Lc 8, 19-21), permite atribuirlo al mismo Jesús.
26. Pagola (2013, p. 64, nota 41) opta por reportar los nombres de los hermanos, solo varones: Simón (Simeón), José, Judas (Judá) y Santiago (Jacob), ya proporcionados por Marcos ( Mc 6, 2-3).
27. Elaboración de la comunidad mateana (Mt 23, 9) pero “eco del pensamiento auténtico de Jesús” (Pagola, 2013, p. 54, nota 13).
28. El texto se remonta a 1578. A mediados de agosto el carmelita descalzo escapa de la cárcel de Toledo, donde ha sido retenido por los Calzados desde inicios de diciembre del año precedente.
29. Será la misma exhortación la que, en parte citando a Pablo VI, vuelva (AL, n. 30.65-66) sobre el rol educador ya no del solo José sino de la familia de Nazaret.
30. La bastardilla es del original. Escribía así el papa Francisco al presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, cardenal Marc Ouellet, en una “reflexión sobre la actividad pública de los laicos en nuestro contexto latinoamericano”; el texto tiene la misma fecha de la exhortación AL. Se cumplen ambas memorias en la familia de Nazaret (w2.vatican.va/content/francesco/es/letters/2016/documents/papa-francesco_20160319_ pont-comm-america-latina.html; consultado 15 de mayo de 2016).
31. La bastardilla es del original. Y añade el texto: “cuya única y obligada puerta es Cristo”, “el celestial Agricultor la plantó como viña escogida”, “habitación de Dios”; es la obligante referencia a la contraparte la que confiere el propio ser a cada uno de los miembros del par (Concilio Vaticano II, 1967, n. 6).
32. La bastardilla señala el original entrecomillado.
Encontrado en: Almudi.org