Enrique García-Máiquez
Conociéndome, temo que no les extrañará que, cuando me invitaron a una cena en la casa de playa de la marquesa de Tacochuelo (el título está cambiado para no interferir en la intimidad de los grandes de España), a la que asistía, además, un duque rimbombante, yo encontrase la ocasión sumamente atractiva. Y que no perdiese la ídem de dejarlo caer (dropping names) el resto del verano a diestro y siniestro; y todavía hoy, como se ve aquí mismo (quod erat demostrandum). Diría, sin embargo, que eso no es una prueba definitiva de mi esnobismo.
La prueba de fuego viene ahora, sin ir más lejos. Empieza el curso y daré mis clases de Derecho del Trabajo a un buen puñado de muchachas y muchachos que estudian su Formación Profesional. Ellos no saben que son la piedra de toque de mi esnobismo o no. ¿Seré capaz de ilusionarme por conocerlos y tratarlos tanto como al duque de Marras? Entonces no sería snob, aunque sea por el método homeopático de un esnobismo universal.
Que es el que me gusta. Cito mucho a Chesterton, en general; y, en particular, cuando dijo que el problema de la democracia es que se ha empeñado en que el duque de Norfolk sea como todo el mundo en vez de que todo el mundo sea como el duque de Norfolk. Por mí no va a quedar que la democracia (y el sistema de enseñanza pública) se queden tan tranquilos con su problema intrínseco de concepción práctica de la dignidad de la persona humana. Además de dar mis clases con toda seriedad (aparente), y ajustándome (en la medida de mis posibilidades) a la programación oficial, yo entro en mis aulas como quien acude a una cena de gala o a una sesión de trabajo de la Diputación de la Grandeza. Esto es, sabiendo que los alumnos con los que voy a tratar son personalidades importantísimas. Como almas inmortales, merecen la más rococó de mis reverencias. La hago crípticamente cuando me agacho a recoger el borrador de la pizarra.
El espléndido John Keats definió al poeta como aquel «hombre que, en presencia de otro,/ se sentirá su igual, sea este el rey/ o el más pobre de los mendigos». Es verdad que otra pregunta aparejada que me hago a menudo es la insoslayable del insigne Lorenzo Stechetti: «Io sonno un poeta o sonno un imbecile?». Pero, en cualquier caso, como poeta o como lo otro, sintiéndome muy importante y aplicando al pie de la letra la ley Keats, tendré a mis alumnos en la más alta de las consideraciones. Más reyes que iguales.
Estoy hablando, además, de pedagogía. Nada agradece el alumno tanto como un trato exquisito. Es la primera lección. Y, aunque parezca extraño, sorprende a muchos. No están acostumbrados, fuera del amor (¡Dios bendiga la fuerza de la sangre!) de su madre y de su padre y de los abuelos. No digo que no los hayan tratado bien antes los demás profesores, que por supuesto que sí; pero, como eran muchísimo menos snobsque yo, se les notaban poco las formalidades, los aspavientos en las delicadezas y las hipérboles sutiles.
Juan Ramón Jiménez afirmaba que nunca había puesto poesía en el trato con los otros sin que estos no se la hubiesen devuelto con creces. Mi esnobismo, igual: los encuentra extrañados, primero; curiosos, después, y luego, en cuanto captan las reglas implícitas del juego, entregándose como el que más. Pondré un ejemplo para concretar. Les hago saber que para mí su palabra será una palabra, naturalmente, de honor, de manera que, salvo una flagrante prueba en contrario, les creeré siempre.
Es posible que al principio alguna vez se aprovechen, pero, de ver cuánto les creo, terminan siendo sinceros por un prurito de pundonor. Luego tendrán que aprender algo de la asignatura, pero les confesaré a ustedes que cuando veo esa chispa de amor propio e incluso de orgullo brillar en los ojos de mis alumnos de FP ya sé que he cumplido. Nada menos que John Henry Newman decía que el fin de la educación superior es forjar caballeros. En mi caso, tampoco es puro altruismo, porque así consigo ir a mi trabajo con la ilusión del que acude a una fiesta de campanillas. Con la tranquilidad de conciencia de que mi esnobismo no es esnobismo (porque es descomunal).
Fuente: nuestrotiempo.unav.edu