El Papa en el Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de hoy, Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, nos hace entrar en su casa de Nazaret, donde recibe el anuncio del ángel (cf. Lc 1,26-38). Una persona se revela mejor en su hogar que en otras partes. Y precisamente en esa intimidad doméstica el Evangelio nos da un detalle que revela la belleza del corazón de María.
El ángel la llama «llena de gracia». Si está llena de gracia, significa que la Virgen está vacía de maldad, es sin pecado, Inmaculada. Ahora, ante este saludo María —dice el texto— «se conturbó» (Lc 1,29). No solo está sorprendida, sino también turbada. Recibir grandes elogios, honores y cumplidos a veces tiene el riesgo de despertar el orgullo y la presunción. Recordemos que Jesús no es tierno con los que van en busca del saludo en las plazas, de la adulación, de la visibilidad (cf. Lc 20, 46). María, en cambio, no se enaltece, sino que se turba; en lugar de sentirse halagada, siente asombro. El saludo del ángel le parece más grande que ella. ¿Por qué? Porque se siente pequeña por dentro, y esta pequeñez, esta humildad atrae la mirada de Dios.
Así, entre las paredes de la casa de Nazaret vemos un rasgo maravilloso. ¿Cómo es el corazón de María? Tras recibir el más alto de los cumplidos, se turba porque siente dirigido a ella lo que no se atribuía a sí misma. De hecho, María no se atribuye prerrogativas, no reclama nada, no atribuye nada a su mérito. No siente autocomplacencia, no se exalta. Porque en su humildad sabe que todo lo recibe de Dios. Por tanto, está libre de sí misma, completamente orientada a Dios y a los demás. María Inmaculada no tiene ojos para sí misma. Aquí está la verdadera humildad: no tener ojos para uno mismo, sino para Dios y para los demás.
Recordemos que esta perfección de María, la llena de gracia, la declara el ángel dentro de las paredes de su casa: no en la plaza principal de Nazaret, sino allí, en el ocultamiento, en la mayor humildad. En esa casita de Nazaret palpitaba el corazón más grande que una criatura haya tenido jamás. Queridos hermanos y hermanas, ¡esta es una noticia extraordinaria para nosotros! Porque nos dice que el Señor, para hacer maravillas, no necesita grandes medios ni nuestras sublimes habilidades, sino nuestra humildad, nuestra mirada abierta a Él y abierta también a los demás. Con ese anuncio, dentro de las pobre paredes de una pequeña casa, Dios cambió la historia. También hoy quiere hacer grandes cosas con nosotros en la vida de todos los días, es decir, en la familia, en el trabajo, en los ambientes cotidianos. Ahí, más que en los grandes acontecimientos de la historia, ama obrar la gracia de Dios. Pero, me pregunto, ¿lo creemos? ¿O pensamos que la santidad es una utopía, algo para los profesionales, una ilusión piadosa incompatible con la vida ordinaria?
Pidámosle a la Virgen una gracia: que nos libre de la idea engañosa de que una cosa es el Evangelio y otra la vida; que nos encienda de entusiasmo por el ideal de santidad, que no es una cuestión de estampitas, sino de vivir cada día lo que nos sucede con humildad y alegría, como la Virgen, libres de nosotros mismos, con la mirada puesta en Dios y en el prójimo que encontramos. Por favor, no nos desanimemos: ¡el Señor nos ha dado a todos un buen paño para tejer la santidad en la vida diaria! Y cuando nos asalte la duda de no lograrlo o la tristeza de ser inadecuados, dejémonos mirar por los "ojos misericordiosos" de la Virgen, ¡porque nadie que haya pedido su ayuda ha sido abandonado jamás!
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Hace dos días regresé de mi viaje a Chipre y Grecia. Doy gracias al Señor por esta peregrinación; les agradezco a todos ustedes por las oraciones que me han acompañado, y a la gente de esos dos queridos países, con sus autoridades civiles y religiosas, por el cariño y la amabilidad con que me recibieron. A todos les repito: ¡gracias!
Chipre es una perla en el Mediterráneo, una perla de rara belleza, que sin embargo lleva impresa la herida del alambre de púas, el dolor de un muro que la divide. En Chipre me sentí como en casa; en todos hallé hermanos y hermanas. Guardo cada reunión en mi corazón, especialmente la Misa en el estadio de Nicosia. Mi querido hermano ortodoxo Chrysostomos me conmovió cuando me habló de la Iglesia Madre: como cristianos seguimos caminos diferentes, pero somos hijos de la Iglesia de Jesús, que es Madre y nos acompaña, nos protege, nos hace seguir adelante, todos hermanos. Mi deseo para Chipre es que sea siempre un laboratorio de fraternidad, donde el encuentro prevalezca sobre el enfrentamiento, donde el hermano sea acogido, especialmente cuando es pobre, descartado, emigrado. Repito que, frente a la historia, frente a los rostros de los que emigran, no podemos callarnos, no podemos mirar a otro lado.
En Chipre, como en Lesbos, pude mirar a los ojos este sufrimiento: por favor, miremos a los ojos a las personas descartadas que encontramos, dejémonos provocar por los rostros de los niños, hijos de migrantes desesperados. Dejemos que su sufrimiento nos excave dentro para reaccionar ante nuestra indiferencia; ¡miremos sus caras, para despertar del sueño de la costumbre!
Pienso también con gratitud en Grecia. Allí también recibí una acogida fraterna. En Atenas me sentí inmerso en la grandeza de la historia, en esa memoria de Europa: humanismo, democracia, sabiduría, fe. Allí también experimenté la mística del conjunto: en el encuentro con los hermanos obispos y la comunidad católica, en la misa festiva, celebrada el día del Señor, y luego con los jóvenes, que venían de muchas partes, algunos de muy lejos para vivir y compartir la alegría del evangelio. Y nuevamente, experimenté el don de abrazar al querido arzobispo ortodoxo Ieronymos: primero me recibió en su casa y al día siguiente vino a verme. Guardo esta fraternidad en mi corazón. Encomiendo a la Santa Madre de Dios las muchas semillas de encuentro y esperanza que el Señor ha sembrado en esta peregrinación. Les pido que continúen orando para que germinen en la paciencia y florezcan en la confianza.
Hoy finaliza el Año dedicado a San José, Patrono de la Iglesia universal. Y pasado mañana, 10 de diciembre, tendrá lugar en Loreto la clausura del Jubileo Lauretano. Que la gracia de estos eventos continúe operando en nuestra vida y en nuestras comunidades. ¡Que la Virgen María y San José nos guíen por el camino de la santidad!
¡Y saludo a todos, romanos y peregrinos! Un deseo especial para la Acción Católica Italiana: que en las diócesis y parroquias sea un campo de entrenamiento para la sinodalidad. Saludo a los niños del Coro “Milleunavoce”, a los fieles de Zaragoza y a los jóvenes de Valdemoro, diócesis de Getafe, España —los españoles se están haciendo oír, ¡muy bien! —. Así como a la delegación del Municipio de Rocca di Papa, con la antorcha que encenderá la estrella navideña en la Fortaleza de la villa. Saludo al grupo de mexicanos del Estado de Puebla.
Les deseo a todos una feliz fiesta, especialmente a los chicos de la Inmaculada, ¡es su fiesta! Por favor, no se olviden de rezar por mí, yo lo hago por ustedes. Buen almuerzo y hasta pronto.
Fuente: vatican.va