José María Sánchez Galera
Comprender la celebración de la Navidad y la costumbre del belén es indispensable para conocer con detalle en qué consiste el cristianismo
Suele repetirse que el inventor del belén —recreaciones populares navideñas del «portal» donde nació Jesús y, además, si acaso, de todo el entorno local— es san Francisco de Asís, el fraile que inspiró su nombre pontificio al actual papa. Sin embargo, se incide menos en otro aspecto: el poverello estaba, en realidad, profundizando en una costumbre casi tan vieja como la Iglesia. Porque uno de los frescos más antiguos del arte cristiano es precisamente una escena navideña.
En las catacumbas de Priscila (Roma) aparece un dintel con una representación de tres magos que se acercan a María y el Niño. Cada mago va vestido de un color propio –blanco, rojo, azul–, si bien el paso del tiempo ha emborronado los tonos. En otra pintura de esta misma catacumba, se ve una estrella encima de María, que da el pecho al Niño. A fin de cuentas, estas imágenes no hacían sino plasmar una profusión de textos que, siguiendo las narraciones de Mateo y de Lucas en sendos evangelios, proliferaron desde finales del siglo I. De hecho, los evangelios apócrifos cristianos –es decir, aquellos que no cuentan con autoría fidedigna, pero que tampoco se apartan de las enseñanzas apostólicas, al contrario que los gnósticos, más tardíos y plenamente heréticos– se suelen centrar en la infancia de María, el nacimiento en Belén, y la infancia de Jesús.
Los Inocentes de Belén
Comprender la celebración de la Navidad, y la costumbre del belén, es indispensable, para conocer con detalle en qué consiste el cristianismo. Porque la religión fundada por Jesús de Nazareth es predicación, es muerte en la Cruz y es Resurrección, pero también es Encarnación y Natividad. No se pueden separar unos elementos de otros. En eso consiste, a fin de cuentas, el concepto cristiano de que Jesús es «perfecto Dios y perfecto hombre». Según san Ireneo de Lyon (s. II), Cristo, al asumir cada edad del hombre, ha santificado cada una de ellas; se ha hecho bebé, para santificar a los bebés, y niño pequeño, para santificar a los niños pequeños. Hay que recordar que san Jerónimo pasó la segunda parte de su vida en Belén entregado al estudio de la Biblia –cuyo fruto es la Vulgata– y al ascetismo. En sus cartas, habla con enorme ternura de los niños, y algunas de sus epístolas las dedica enteramente a niñas, como Pacátula, preocupado por su educación y deseando hacerle carantoñas.
La referencia a los niños es copiosa en otros muchos autores cristianos de la Antigüedad tardía, como Prudencio o san Paulino de Nola, que compuso un poema tan largo como un canto de la Odisea o la Eneida a Celso, sobrino suyo muerto con pocos años. Un poema en que recuerda también a su propio hijo –que igualmente se llamaba Celso y que falleció a la semana de nacer– y en que dice que los niños gozan de la gloria de Dios en el Cielo e interceden por sus padres, pecadores. En una de sus abundantes poesías dedicadas a niños santos, Prudencio asegura que Dios ha «concedido triunfos a los mismísimos vagidos», de modo que, a partir de los Inocentes de Belén, son los niños los primeros en el Cielo y son ellos ejemplo de santidad, inocencia y pureza en el martirio.
Entre la Caída de los primeros padres y la salvación operada en el Gólgota, la literatura y teología han encontrado en Belén conexiones de toda índole
La variedad de escenas, tanto en los evangelios canónicos como en los apócrifos cristianos, constituye un compendio de simbolismo y teología, abierto a la emoción popular y a la imaginación. Los apócrifos, con su fantasía y su recalcada devoción mariana, aportan al cristianismo un toque festivo y también declaran de forma explícita –e incluso plástica– ciertos dogmas, como la perpetua virginidad de María. Este incipiente folclore cristiano une, por tanto, dos aspectos cruciales que, en cierto modo, resuenan en algunos de los puntos en que más inciden Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco: la anhelada unidad entre Oriente y Occidente –con mutuo respecto a cada idiosincrasia–, y entre la solidez doctrinal y la piedad sencilla. En la literatura de corte navideño, desde finales del siglo I, se aprecia cómo el Nacimiento en Belén supone la irrupción de la Redención, a tenor de la cantidad de concomitancias con el Génesis. Por eso, en las visiones de Anna Katharina Emmerick se procura buscar una acendrada continuidad entre la «gruta» de Belén y el lugar de nacimiento de uno de los hijos de Adán y Eva. Entre la Caída de los primeros padres –y su consiguiente expulsión del Edén– y la salvación operada en el Gólgota, la literatura y teología cristianas han encontrado en Belén conexiones de toda índole.
Por eso, en el relato de Mateo los magos traen al Niño «oro, incienso y mirra». El oro evidencia el carácter regio del Niño Dios: Cristo es Rey, y como tal gobernará la Nueva Jerusalén, tras los postreros días, según sostiene Juan en su Apocalipsis, «mi reino no es de este mundo», dice a Pilatos. Y el último día del año litúrgico católico se celebra, precisamente, la fiesta de Cristo Rey. El incienso se debe a la naturaleza divina del Niño; la mirra indica su naturaleza humana, y, por tanto, doliente. A su muerte, cuando entierren al Nazareno, lo ungirán con mirra y áloe, sustancias adecuadas para la piel que todavía hoy usamos por sus óptimas propiedades.
El texto apócrifo de Pseudo Mateo (s. IV) describe la entrega de presentes de forma que, implícitamente, entendemos que eran tres los magos. Otro apócrifo no gnóstico, el llamado Evangelio Armenio de la Infancia (s. VI), da la primera referencia de los nombres: Melkon (persa), Balthasar (indio) y Gaspar (árabe). La explicación que aporta interesa, porque constituye un desarrollo libre, pero más o menos fiel a la inspiración teológica. A saber: que Melkon conserva una carta escrita por el propio Dios a Adán tras la expulsión del Edén. En ese documento, el Creador promete que enviará a su Redentor al cabo de 6.000 años. Puesto que los magos son expertos en todos los saberes, calculan con precisión el momento en que nacerá Cristo. Y aquí estriba parte de la gran relevancia de la Epifanía: «hablar delante de» Dios, que se expresa con claridad. Los magos, dentro del cristianismo, son una primicia de la entera humanidad. El hombre, con su razón, con su capacidad de indagar el mundo creado, puede acercarse a Dios. Desde que Jesús es niño de pecho ya se manifiesta a los gentiles. Con el tiempo, los tres magos representarán las tres zonas en que se dividía el mundo antiguo y medieval, Europa, Oriente (Asia) y África.
Tres triologías
Por otra parte, la trilogía del oro, el incienso y la mirra refleja la trilogía del Cielo (Padre, Hijo, Espíritu Santo) y la trilogía de la tierra (María, José, el Niño). E incluso se barrunta otra trilogía: la de los tres Herodes (el Grande, Antipas, Agripa), presentes en tres momentos esenciales del Nuevo Testamento. Con el Grande, tenemos a un Herodes en el nacimiento de Jesús y en el asesinato de los Inocentes, protomártires y también suceso que anticipa o preludia la pasión tras la Última Cena. Cena que, por cierto, se celebró en un katályma «albergue, posada, hostería» (Lc 22:11), que sí hubo disponible en Jerusalén para Cristo y sus Apóstoles, pero que tres décadas y media antes no había libre para José y María, cuando ella estaba a punto de dar a luz (Lc 2:7). El segundo Herodes es el que condena al Bautista, pariente del Nazareno, otro coetáneo como los Inocentes, y participará en el proceso judicial que acarreó la condena de Jesús. El tercer Herodes apresará a los Apóstoles, dando a la Iglesia naciente su carácter específico a imitación del Maestro.
Otro detalle relevante de los Magos es la fecha escogida, desde la Antigüedad, para celebrar la Navidad: el 25 de diciembre. En los últimos años se ha extendido una teoría de escaso fundamento histórico, y según la cual este día fue elegido por la Iglesia para eclipsar –nunca mejor dicho– una celebración pagana, la del Sol Invicto. Aparte de que las fuentes históricas que podrían sostener esta teoría son inexistentes, se da otra circunstancia, y es el recelo que el cristianismo tuvo desde sus inicios hacia toda forma de sincretismo. Lo que no quiere decir que no hubiera fenómenos de esta índole. Sin embargo, como decimos, los Magos nos sitúan sobre una pista que Mario Righetti desarrolló hace más de medio siglo. Si realmente Cristo era perfecto hombre, entonces, según la mentalidad antigua –compartida por gentiles, cristianos y judíos–, su encarnación y su muerte debían haber sucedido en el mismo día del calendario; es decir, su vida sería un ciclo perfecto según los números y la astrología. En ello eran expertos los Magos, que dedujeron con exactitud el día y el lugar del Nacimiento. De esta forma, si –como creían los antiguos– Jesús había muerto un 25 de marzo, debía haberse encarnado en el mismo día, y, en consecuencia, haber nacido nueves meses después: un 25 de diciembre.
En resumen, san Francisco de Asís retomó y afianzó una devoción que venía de lejos. Su viaje a Belén es, en cierto modo, el de Helena (la madre del emperador Constantino) a Jerusalén en busca de la Santa Cruz; el de la Santa Cuna –reliquia que hoy se sigue custodiando y que se cree era la de Jesús– que san Sofronio envió a Roma, para donarla al papa Teodoro a mediados del siglo VII. También es el viaje de Carlos, para dejar de ser rey en Nápoles y sentarse en el trono español, trayéndose belenes italianos, ministros y eruditos. El mismo rey que inauguró las excavaciones de Pompeya –testimonio directo de la vida cotidiana en Roma– fue el que extendió en España y América la piadosa costumbre del belén. Una costumbre que ha sabido incorporar siempre elementos cercanos: por eso, los belenes incurren en todo tipo de anacronismos –como piaras– e incluso incluyen aspectos que, según no pocos, resultan zafios, como el catalán caganer. Sea como fuere, es una celebración de la perfecta humanidad asumida por el Perfecto Dios. Por eso, Críspulo, el niño gamberrete –pero de gran corazón e inocencia– de La gran familia (1962) saca sus petardos y cohetes escondidos bajo el belén hogareño, y escribe en uno: «Gracias, Dios» para mandarlo al Cielo: su hermanito ha vuelto a casa. Se ha obrado el Milagro.
Fuente: eldebate.com