8/21/23

La grandeza de la humildad

 Juan Luis Selma

Estamos acostumbrados a aplaudir a los ganadores: los triunfos de Carlos Alcaraz, de la selección de futbol femenino, de la sub19 de balonmano… Pero no podemos olvidar que también han cosechado derrotas. A veces, los fracasos son tan productivos como los éxitos. Nos llevan a luchar, a reconocer nuestras flaquezas, a agudizar el ingenio. Nos recuerdan que somos mortales, que las medallas no las regala nadie, que son fruto del poco a poco, del esfuerzo diario.

Los grandes avances sociales no se han producido de repente; los fracasos y triunfos personales también son fruto de un largo proceso. Si observamos la naturaleza, nos daremos cuenta de lo lentos que son los procesos de la vida; son complejos, en ellos influye todo, de modo especial lo pequeño, lo imperceptible. Una buena cosecha es fruto de un trabajo paciente, de muchas circunstancias favorables; y se puede perder rápidamente: una plaga, una tormenta…

Pienso que vamos por la vida un poco sobredimensionados, inflados, fatuos. Como la rana de la fábula que quiso emular al buey; se fue hinchando, hinchando, hasta que reventó. No entendemos la humildad; preferimos andar llenos de soberbia, sintiéndonos el ombligo del mundo; el centro, la medida de todo. Tan endiosados, buscando el aplauso, el reconocimiento, los honores, el poder; con una imagen de la propia excelencia tan distorsionada que vivimos fuera de la realidad. Y tanto que somos incapaces de reconocer nuestra verdad.

Comentaba un amigo que esta es la generación Yoya, que no es nombre de mujer, sino que expresa un principio: yo soy el único importante y todo lo quiero ya. Pensamos que la felicidad está en satisfacer todos los caprichos, en lograr todo lo que me apetece; en librarme de todos los compromisos, en ser un pequeño dios tirano. Al librarnos de Dios, de estar sometidos al Creador, al pensar que todo irá mejor sin sus leyes y normas, al dejar de reconocerle a Él y renunciar al bien y a la verdad, no ganamos en libertad. Caemos en la tiranía del relativismo, del absurdo.

Cuando negamos a Dios, cuando pensamos que nos denigra ponernos de rodillas ante Él, engrosamos la fila de los adoradores del yo. Muchos piensan que los católicos convencidos somos unos reprimidos; mentes débiles e ignorantes sometidas. No se dan cuenta, en su ceguera, que han dejado de ir a la iglesia para ser fieles parroquianos de las grandes superficies, consumidores de ego propio; dependientes de los grandes señores: los ricos y poderosos, que buscan enriquecerse más con nuestros vicios y dependencias.

No deja de ser curiosa la alianza ricos-poder-cultura dominante. Las grandes fortunas están en connivencia con los gobiernos y universidades, con las ideologías, con los medios y la industria de la distracción: cine, música, internet. Todos unidos en la gran mentira; aparentando efluvios de humanidad, de libertad, de interés por el hombre y, lo que buscan es su enriquecimiento, su poder.

El Evangelio nos muestra una madre dispuesta a lo que sea para alcanzar la curación de su hija. Es pagana, pero se acerca a Jesús. Implora su favor y se postra a sus pies. El Señor la trata con aparente desprecio, pero ella no deja de insistir. Se traga su orgullo y dice: “Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Es humilde, reconoce su pequeñez, sabe que solo Dios puede hacer el milagro y lo implora. Seguro que esta escena escandaliza a muchos.

Deberíamos aprender la lección de humildad que nos enseña la historia contemporánea. El hombre pensó que, con la ciencia, lograría un mundo perfecto: nada de Dios. Ella lo arreglará todo. Conseguiremos un mundo feliz. Dominaremos la naturaleza, acabarán las enfermedades, pondremos orden en el mundo. Todo irá rodado. Libraremos a la humanidad de los prejuicios medievales. Todos serán felices. Habrá justicia universal. La realidad es muy distinta, y todos lo sabemos.

Humildad es reconocer los errores. Es rectificar. Es contar con la verdad para ser libres. La mentira esclaviza. Un poco de verdad, de autenticidad, puede hacer un bien tremendo. La pobre y humilde verdad, tan denostada, tiene una gran fuerza liberadora. La verdad denuncia la trampa, pone en su lugar a los nuevos esclavistas. Hoy el bien y la verdad no hacen ruido, no son populares. No aparecen en la foto. Pero son muy poderosos.

En vez de ser tan presuntuosos, de querer ser populares, de buscar los aplausos; deberíamos optar por lo pequeño, lo humilde, lo denostado pero auténtico. ¿De qué te va a servir ser un Yoya lleno de placeres y caprichos; aplaudido por el mundo, pero condenado a la soledad y al aburrimiento? Seamos humildes, listos y apostemos por lo que realmente vale la pena: ¡estrechar vínculos! Dedicar tiempo, mucho tiempo, a quienes amamos. Pasear escuchando al esposo/a. Jugar horas y horas con los hijos; de nada les valdrán todos los caprichos concedidos, si no estás con ellos. Aprovechar el tiempo que tengamos para cuidar a nuestros mayores. Estar con los amigos. Unirnos a Dios.

Fuente: eldiadecordoba.es