Juan Luis Selma
Bauman hablaba de sociedad líquida, pero avanzamos y somos gaseosos
Bauman, al final de segundo milenio, hablaba de la sociedad líquida. Ahora seguimos avanzando y hemos llegado a la gaseosa, menos consistente todavía. No parece gustarnos lo sólido, lo contundente, lo que nos ata y ancla. Por esto, no creo que preguntarse qué es lo que somos, así, sin matices, parezca moderno, ni políticamente correcto. Sería más popular indagar sobre qué me siento ahora, sin que esto me comprometa con lo que pueda sentir mañana.
“Ser o no ser...". Es la primera línea de un soliloquio de la obra de William Shakespeare, en Hamlet (escrita alrededor de 1600). Ahora, a Hamlet le costaría mucho más salir de su duda. Si prescindimos del ser, de la realidad y nos adentramos en el mundo de los sentimientos, de las fantasías, de las ideologías, si no queremos que ninguna realidad nos ate, no podremos tomar nunca una decisión realmente libre. Estaremos al albur del capricho, del quedar bien, del absurdo. Y esta fluidez que se evapora no da razón de nada. Y sin razón-verdad no hay lógica, ni decisión libre.
Leía el domingo, en un dominical, que hay disfraces tan perfectos, que te pueden identificar con un estupendo ejemplar de perro; así puede cumplir su sueño un japonesito: ser un auténtico can, solo le faltaría poder ladrar. Con unos buenos trajes de silicona puedes aparecer en la playa hecho todo un “cachas”. Pero un buen disfraz te da la apariencia, nada más.
Pienso que la realidad no debe ser tan mala, ni frustrante. Es verdad que siempre hay que soñar, pero con los pies en el suelo. Cuando se escapa un globo de las manos de un niño se eleva, pero lo perdemos de vista y acaba perdiendo presión bien lejos.
Hay que apostar por la realidad, amar el mundo en que vivimos, aceptarnos y querernos con nuestros logros y defectos. Contar y partir de lo que son las cosas, de cómo son los demás y somos nosotros. Tanto fluido que se evapora nos lleva hacia el coma etílico, es una borrachera, una escapada hacia ninguna parte. Al final nos damos de bruces con la realidad, que no tiene por qué ser dura.
El Evangelio de hoy va sobre identidades. Jesús les pregunta a lo suyos quién dice la gente que es él. Luego les interpela a ellos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Por supuesto que él conoce perfectamente la respuesta: se sabe el Hijo de Dios. ¿Quién es Jesús para mí?, me podría preguntar. Pero hoy no vamos por este camino. ¿Sé quién soy yo?, ¿qué soy?, ¿qué es el hombre? Es esta una cuestión fundamental.
Sabemos muchas cosas: predecimos el tiempo, conocemos todos nuestros genes, las partes del cerebro y su función. Pero nuestro saber es fragmentario. Tenemos mucha información y poca sabiduría: conocimiento profundo. Pensamos que nada puede frenar nuestra ansia de libertad, de libertinaje, más bien; que la ciencia puede hacer todo lo que le venga en gana, sin límites, razones o lógica. Puedo hacer lo que quiera con mi cuerpo, lo aguanta todo.
Copio de un estupendo libro de ciencia, Humanos, de la doctora López Moratalla: “Cuando la razón está prisionera, el cuerpo tiene palabras, a veces la última palabra. Este detecta el autoengaño y se expresa en su propio lenguaje auténtico, que no miente. Es posible que uno quiera ignorar los mensajes de su cuerpo o intente reírse de ellos, porque las modas impuestas por las ideologías mandan mucho. Pero tarde o temprano hace estallar la vida en mil pedazos. De ahí, que importa prestar atención a los mensajes que grita, porque expresan el ansia implacable de felicidad, que es la fuerza vital de cada uno”.
En el silencio de mi interior sé decirme quién soy, sé dar razón de mi existencia, de mis actos, de mis decisiones. Cuando me miro al espejo, sé leer el fondo de mis ojos. Sé discernir lo que me hace feliz, humano. También podríamos atrevernos a preguntar a nuestros deudos qué piensan de mí, qué dicen de mí, a gritos, mis actos y decisiones. Cuando miro mis manos, ¿qué veo en ellas? Puede ser que, sin darme mucha cuenta, no las use para acariciar sino para dominar.
No es fácil conocerse. Ya los sabios antiguos nos retaban: ¡Conócete a ti mismo! Si no sé quién, ni qué soy; si desconozco mi “libro de instrucciones”, si no tengo razones, seré un irracional, un loco más. Cristo le dice a Pedro: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. Solo nuestro Padre Dios, nuestro creador, sabe quiénes somos.
Según Benedicto XVI: “El hombre es un ser que alberga en su corazón una sed de infinito, una sed de verdad –no parcial, sino capaz de explicar el sentido de la vida– porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios”. Dice también: “La grandeza singular del ser humano tiene su última raíz en esto: el hombre puede conocer la verdad”.
Fuente: eldiadecordoba.es