Rafael Domingo Oslé
El papa Francisco está cumpliendo a pie juntillas uno de los puntos centrales de su pontificado: llevar a cabo una reforma profunda del Vaticano que facilite la misión evangelizadora de la Iglesia. Para ello, entre otras muchas labores, Francisco está revisando a fondo el derecho canónico (penal, procesal, matrimonial, vida religiosa) pues es consciente de que un buen derecho genera armonía y unidad, otorga seguridad jurídica a las instituciones y acrecienta la eficacia.
La reciente reforma de las prelaturas personales del Código de Derecho Canónico responde a este ideal. La creación de prelaturas personales (Decreto Presbyterorum Ordinis, 10), como realidades eclesiásticas para la distribución del clero y para el cumplimiento de peculiares labores apostólicas, fue una de las grandes aportaciones pastorales del Concilio Vaticano II y la legislación posconciliar, comparable a la creación de las personas jurídicas por el derecho medieval canónico, mucho antes de que lo hiciera el derecho secular.
Al dar vida a las prelaturas personales, el Concilio Vaticano II apostó por incorporar a la Iglesia el entonces moderno principio de funcionalidad, como tercer pilar, a modo de complemento de los otros dos grandes pilares: los principios de personalidad y territorialidad. El principio de funcionalidad justifica y legitima la creación de instituciones eclesiásticas con el fin de cubrir una necesidad pastoral apremiante reconocida como tal por la jerarquía de la Iglesia: atender cristianos perseguidos, migrantes, pacientes con enfermedades contagiosas, grupos sociales marginados, ayudar a la reconstrucción de una zona en guerra, o promover la llamada universal a la santidad, meollo del mensaje del Vaticano II, como en el caso del Opus Dei, única prelatura existente hasta ahora, erigida por Juan Pablo II hace más de cuarenta años. En estas tareas peculiares, a veces, trabajarán solo sacerdotes, pero otras veces, como es el caso del Opus Dei, conjuntamente sacerdotes y laicos, como expresión carismática específica de la unidad del pueblo de Dios.
Alrededor de esta idea brillante y revolucionaria, muy en consonancia con lo que estaba sucediendo en el derecho secular, pronto surgió un apasionado debate canonístico acerca de la naturaleza jurídica de las prelaturas personales, ya que su nacimiento exigía reinterpretar, enriquecer y progresar en el entendimiento de los dualismos territorialidad-personalidad, carisma-jerarquía, sacerdocio-laicado con que tradicionalmente se venía operando en el derecho de la Iglesia.
Así las cosas, algunos canonistas tendieron a considerar las prelaturas como circunscripciones pastorales cuasidiocesanas, asimilables, pero no identificables, a las iglesias particulares, enfatizando así su carácter jerárquico. Otros concibieron las prelaturas personales como entes de base asociativa para una mejor formación, incardinación y distribución de clero al servicio de las iglesias particulares y, por tanto, asimilables, pero no identificables, a las asociaciones de clérigos. Trataban así de resaltar el componente asociativo y clerical de las prelaturas personales. La falta de acuerdo entre los canonistas sobre este punto central obstaculizó, por desgracia, el proceso de creación de nuevas prelaturas personales al servicio de determinadas tareas pastorales en la Iglesia.
Con la nueva regulación de las prelaturas, el Papa Francisco ha clarificado algunas cuestiones o destacado otras ya sabidas y aceptadas por la canonística. La nueva normativa deja muy claro que las prelaturas no son estructuras jerárquicas cuasidiocesanas y, por tanto, no pueden asimilarse a las iglesias particulares. En contra de lo que opinaban algunos canonistas, la reforma asimila expresamente las prelaturas a las asociaciones públicas clericales de derecho pontificio con derecho a incardinar clero. Este es, quizás, el punto central de la reforma. Para resaltar esta asimilación, la reforma establece también que el prelado, más que Ordinario de la prelatura, como señalaron Pablo VI y Juan Pablo II, sea un moderador con facultades jurisdiccionales para incardinar sacerdotes, erigir un seminario y guiar el ministerio al servicio de la finalidad de la prelatura. Por otra parte, se recuerda y acentúa que los laicos que trabajan al servicio de la prelatura son fieles de las diócesis y seguirán formando parte de ellas. Este punto era y es indiscutido.
Me parece importante resaltar que asimilar en derecho no es identificar, sino buscar un primum analogatum, un concepto primario que sirva de referente a quien interprete y aplique la ley. Se puede asimilar, a efectos legales, un residente en un país con dos años de residencia a un ciudadano, pero un residente no es un ciudadano nativo. Se puede asimilar, a efectos legales, una pareja de hecho a un matrimonio civil, pero no son identificables. Se puede y debe asimilar, a efectos legales, un hijo biológico y un hijo adoptivo, pero no son identificables. La asimilación es una técnica legislativa que evita la repetición innecesaria, facilita la interpretación y permite el desarrollo ordenado de instituciones nacientes. Pero identificar plenamente los elementos asimilados constituye un error que acaba desnaturalizando al componente más débil.
Decir que las prelaturas son asimilables a ciertas asociaciones clericales muestra, a la postre, que no son constitutivamente asociaciones clericales, sino algo más. Y es que, para captar la naturaleza de las prelaturas personales, hay que acudir al principio de funcionalidad, no sólo al principio asociativo. Es la misión, la tarea específica a la que está orientada, la que determina la forma de organizarse.
Muchos de los servicios o tareas apostólicas peculiares de las prelaturas serán más carismáticos que jerárquicos (es el caso del Opus Dei y así lo ha recordado Francisco recientemente) y otros al revés. Todo cabe o debería caber. Pero no debemos olvidar que toda realidad eclesial es ambas cosas, con distintas intensidades. Lo jerárquico potencia la unidad en la diversidad, lo carismático, en cambio, la diversidad en la unidad,
Aquí es precisamente donde encaja la presencia del laicado. Es obvio que no caben prelaturas personales sin clero. Pero no se puede cerrar la puerta a la incorporación de laicos a las prelaturas personales cuando esto sea una exigencia del carisma, como ocurre en el caso de la Obra. El Opus Dei es una familia formada por laicos y sacerdotes, mujeres y hombres, casados y solteros, ricos y pobres. El principio de funcionalidad (la misión específica) complementa el principio de territorialidad y determina la forma de organizarse.
Cuando Juan Pablo II erigió el Opus Dei en prelatura personal reconoció el carisma otorgado por Dios a san Josemaría de promover la llamada universal a la santidad en medio del mundo y lo elevó a categoría de tarea necesaria en la Iglesia, por coincidir con el mensaje central del Concilio Vaticano II. Por eso, creó la primera prelatura, compuesta por sacerdotes y laicos, unos incardinados y otros incorporados, siempre al servicio de sus respectivas diócesis. Con esta aprobación también dio respuesta a la aspiración del fundador: encontrar una fórmula jurídica adecuada al carisma específico del Opus Dei.
Que esa prelatura sea asimilable a ciertas asociaciones clericales, es, repito, una técnica jurídica totalmente aceptable. Pero una interpretación clerical, clericalista, si se me permite, de la reforma que no solo asimilara, sino que identificara la prelatura con una asociación clerical, desnaturalizaría el carisma esencialmente secular de la única prelatura creada hace ya cuarenta años por la Santa Sede. Por lo demás una excesiva clericalización de la reforma, o un exceso de academicismo que cerrara los ojos a una realidad pastoral ya existente, contravendría el espíritu evangelizador y sinodal que el Papa Francisco viene impulsando desde el inicio de su pontificado.
Fuente: exaudi.org