Intervención con motivo del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Deseo ante todo dar las gracias a Dios y a todos los que, de diferentes maneras, han colaborado con el buen resultado del viaje apostólico que he podido realizar a África en los días pasados e invoco la abundancia de las bendiciones del Cielo sobre las semillas esparcidas en tierra africana. De esta significativa experiencia pastoral me propongo hablar más ampliamente el próximo miércoles, en la audiencia general, pero no puedo dejar de aprovechar la oportunidad para manifestar la emoción profunda que experimenté al encontrar las comunidades católicas y las poblaciones de Camerún y de Angola.
Sobre todo me impresionaron dos aspectos, ambos muy importantes. El primero es la alegría visible en los rostros de la gente, la alegría de sentirse parte de la única familia de Dios, y doy las gracias al Señor por haber podido compartir con las multitudes de estos hermanos y hermanas nuestros momentos de sencilla fiesta, compartida en el conjunto y llena de fe.
El segundo aspecto es precisamente el intenso sentido de lo sagrado que se respiraba en las celebraciones litúrgicas, característica ésta común a todos los pueblos africanos. Podría decir que emergió en cada momento de mi estancia entre esas queridas poblaciones. La visita me ha permitido ver y comprender mejor la realidad de la Iglesia en África en la variedad de sus experiencias y de los desafíos que tiene que afrontar en estos momentos.
Pensando precisamente en los desafíos que marcan el camino de la Iglesia en el continente africano, y en cualquier otra parte del mundo, experimentamos cómo son actuales las palabras del Evangelio de este quito domingo de Cuaresma. Jesús, ante la inminencia de la pasión, declara: "si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Juan 12, 24). Ya no es hora de palabras ni de discursos; ha llegado la hora decisiva para la que ha venido al mundo el Hijo de Dios, y a pesar de que su alma está turbada, declara su disponibilidad para cumplir hasta el final la voluntad del Padre. Esta es la voluntad de Dios: darnos la vida eterna que hemos perdido. Para que esto se realice es necesario, sin embargo, que Jesús muera, como un grano de trigo que Dios Padre ha sembrado en el mundo. Sólo así, de hecho, podrá germinar y crecer una nueva humanidad, libre del dominio del pecado y capaz de vivir en fraternidad, como hijos e hijas del único Padre que está en los cielos.
En la gran fiesta de la fe, que hemos vivido juntos en África, hemos experimentado que esta nueva humanidad está viva, a pesar de sus límites humanos. Allí donde los misioneros, como Jesús, han dado y siguen dado la vida por el Evangelio, se recogen frutos abundantes. A ellos les deseo dirigir un particular pensamiento de gratitud por el bien que hacen. Se trata de religiosas, religiosos, laicas y laicos. Para mí ha sido hermoso ver el fruto de su amor a Cristo y constatar el profundo reconocimiento que los cristianos tienen por ellos. Demos gracias a Dios y pidámosle a María santísima para que en el mundo entero se difunda el mensaje de esperanza y de amor de Cristo.
[Al final del Ángelus, el Papa dirigió este saludo a los peregrinos:]
Saludo con gran afecto a los numerosos africanos que viven en Roma, entre ellos muchos estudiantes, acompañados por el arzobispo Robert Sarah, secretario de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Queridos: habéis querido venir a manifestar alegría y reconocimiento por mi viaje apostólico a África. Os doy las gracias de corazón. Rezo por vosotros, por vuestras familias y por vuestros países de origen. ¡Gracias!
El jueves próximo, a las 18 horas, presidiré en San Pedro la santa misa en el cuarto aniversario de la muerte de mi querido predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II. Invito a participar especialmente a los jóvenes de Roma para prepararnos juntos a la Jornada Mundial de la Juventud, que se celebrará a niel diocesano en el Domingo de Ramos.