La familia amenazada
Señor cardenal,
queridos obispos de Angola y Santo Tomé
Me es muy grato encontraros en esta sede que Angola ha destinado al Sucesor de Pedro -generalmente en la persona de un representante suyo- como expresión visible de los vínculos que unen a vuestros pueblos con la Iglesia Católica, que tiene la satisfacción de contaros entre sus hijos desde hace más de quinientos años. Que se eleve fervorosa y concorde nuestra alabanza a Dios Padre, que por obra y gracia del Espíritu Santo, no cesa de generar el Cuerpo místico de su Hijo con los rasgos angoleños y santotomenses, sin perder por ello sus fisionomías judía, romana, portuguesa y tantas otras adquiridas antes, pues "los que os habéis incorporado a Cristo por el Bautismo [...] sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3,27.28). Para continuar hoy esta labor de gestación del Cristo total mediante la fe y el bautismo, el buen Dios ha querido tener necesidad de mí y de vosotros, venerables Hermanos; no debe extrañaros que los dolores del parto se hagan sentir en nosotros hasta que Cristo se forme completamente (cf. Ga 4,19) en el corazón de vuestro pueblo. Dios os recompensará por todo el trabajo apostólico llevado a cabo en condiciones difíciles, tanto durante la guerra como en la actualidad, en medio de tantas limitaciones, contribuyendo así a dar a la Iglesia en Angola y Santo Tomé y Príncipe ese dinamismo que todos reconocen.
Queridos hermanos, tengo el placer de anunciar la creación de la diócesis de Namibe con territorio desmembrado de la archidiócesis de Lubango. Como su primer obispo he elegido al reverendo Padre Mateus Senciano Tomás, párroco de la catedral de Huambo.
Consciente del ministerio que he sido llamado a desempeñar al servicio de la comunión eclesial, os ruego que os hagáis intérpretes de mi constante solicitud ante vuestras comunidades cristianas, a las que saludo con sincero afecto en la persona de cada miembro de esta Conferencia Episcopal. Saludo particularmente a vuestro Presidente, Mons. Damião Franklin, a quien agradezco sus palabras de bienvenida que me ha dirigido en vuestro nombre, mostrando vuestro empeño en un cuidadoso discernimiento y en el consiguiente plan unitario aplicado a vuestras comunidades diocesanas "para el perfeccionamiento de los fieles [...] hasta que lleguemos todos [...] al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud" (Ef 4,12.13). En efecto, frente a un relativismo difuso que no reconoce nada como definitivo, y tiende más bien a tomar como criterio último el yo personal y los propios caprichos, nosotros proponemos otra medida: el Hijo de Dios, que es también verdadero hombre. Él es la medida del verdadero humanismo. El cristiano de fe adulta y madura no es alguien que sigue la ola de la moda y las últimas novedades, sino quien vive profundamente arraigado en la amistad de Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno, y nos da el criterio para discernir entre la verdad y el error.
Ciertamente, para el futuro de la fe y la orientación global de la vida del país, es decisivo el campo de la cultura, en el que la Iglesia tiene renombradas instituciones académicas, que han de tener a gala que la voz de los católicos esté siempre presente en el debate cultural de la nación, para que se fortalezca la capacidad de elaborar de manera racional, a la luz de la fe, tantas cuestiones que surgen en los distintos ámbitos de la ciencia y de la vida. Además, la cultura y los modelos de comportamiento están hoy cada vez más condicionados y caracterizados por las imágenes propuestas por los medios de comunicación social; por eso, son loables todos vuestros esfuerzos para tener una capacidad de comunicación también en este ámbito, que permita ofrecer a todos una interpretación cristiana de los acontecimientos, los problemas y las realidades humanas.
Una de estas realidades humanas, expuesta ahora a muchas dificultades y amenazas, es la familia, que tiene especial necesidad de ser evangelizada y apoyada de forma concreta, pues a la debilidad e inestabilidad interna de muchas uniones conyugales, se añade la tendencia generalizada en la sociedad y la cultura a impugnar el carácter único y la misión propia de la familia fundada en el matrimonio. En vuestra solicitud pastoral por todo ser humano, seguid levantando la voz en defensa de la sacralidad de la vida humana y del valor de la institución matrimonial, promoviendo el papel que tiene la familia en la Iglesia y la sociedad, así como buscando medidas económicas y legislativas que apoyen la generación y educación de los hijos.
Me alegro de que haya en vuestros Países muchas comunidades vibrantes de fe, con un laicado comprometido, dedicado a diversas obras de apostolado, así como un considerable número de vocaciones al ministerio ordenado y la vida consagrada, especialmente de vida contemplativa: son un verdadero signo de esperanza para el futuro. Y, ahora que el clero es cada vez más autóctono, deseo rendir homenaje a la labor realizada paciente y heroicamente por los misioneros para anunciar a Cristo y su Evangelio, y para dar vida a las comunidades cristianas de las que hoy sois responsables. Os invito a seguir de cerca a vuestros presbíteros, preocupándoos de su formación permanente, tanto teológica como espiritual, estando atentos a sus condiciones de vida y del ejercicio de su misión propia, con el fin de que sean auténticos testigos de la Palabra que anuncian y de los Sacramentos que celebran. Que permanezcan fieles, con la entrega de sí mismos a Cristo y al pueblo del que son pastores, a las exigencias de su estado, y vivan su ministerio presbiteral como un verdadero camino de santidad, tratando de ser santos para suscitar nuevos santos en torno a ellos.
Venerables Hermanos, confiando en el recuerdo en vuestras oraciones al Señor, os aseguro una plegaria especial a Aquel que es el verdadero esposo de la Iglesia, que la ama, la protege y alimenta: el Hijo unigénito del Dios vivo, Jesucristo nuestro Señor. Que Él ayude con su gracia vuestros esfuerzos pastorales, para que sean fecundos según el ejemplo y bajo la protección del Corazón Inmaculado de la Virgen Madre. Con estos sentimientos, os imparto a cada uno mi Bendición, así como a vuestros presbíteros, personas consagradas, seminaristas, catequistas y a todos los fieles laicos que forman parte de la grey que Dios os ha confiado.