El Papa responde a las inquietudes de los párrocos
Intervención en el encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Roma
1) Santo Padre, soy Don Gianpiero Palmieri, párroco de la parroquia de San Frumenzio ai Prati Fiscali. Quisiera dirigirle una pregunta sobre la misión evangelizadora de la comunidad cristiana y, en particular, sobre el papel y la formación de nosotros presbíteros dentro de esta misión evangelizadora.
Para explicarme, parto de un episodio personal. Cuando, joven presbítero, comencé mi servicio pastoral en la parroquia y en la escuela, me sentía fuerte por el bagaje de estudios y por la formación recibida, bien afirmado en el mundo de mis convicciones de los sistemas de pensamiento. Una muer creyente y sabia, viéndome en acción, meneó la cabeza sonriendo y me dijo: don Gianpiero, ¿cuándo te pondrás los pantalones largos, cuando llegarás a ser hombre?Es un episodio que se me grabó en el corazón. Aquella mujer sabia intentaba explicarme que la vida, el mundo real, Dios mismo, son más grandes y sorprendentes que los conceptos que nosotros elaboramos. Me invitaba a ponerme a la escucha de lo humano para intentar entender, para comprender, sin tener prisa en juzgar. Me pedía que aprendiera a entrar en relación con la realidad, sin miedos, porque la realidad está habitada por Cristo mismo que actúa misteriosamente en su Espíritu. Frente a la misión evangelizadora hoy los presbíteros nos sentimos impreparados e inadecuados, siempre con los pantalones cortos. Sea bajo el aspecto cultural - se nos escapa el conocimiento atento de las grandes directrices del pensamiento contemporáneo, en sus positividades y en sus límites - y sobre todo bajo el aspecto humano. Corremos el riesgo de ser demasiado esquemáticos, incapaces de comprender de forma sabia el corazón de los hombres de hoy. El anuncio de la salvación en Jesús ¿no es también el anuncio del hombre nuevo Jesús, el Hijo de Dios, en el que nuestra humanidad pobre es redimida, hecha auténtica, transformada por Dios? Entonces mi pregunta es esta: ¿comparte estos pensamientos? A nuestras comunidades cristianas viene mucha gente herida por la vida. ¿Qué lugares y formas podemos inventar para ayudar en el encuentro con Jesús a la humanidad de los demás? ¿Y cómo construir en nosotros sacerdotes una humanidad hermosa y fecunda? Gracias, Santidad.
--Benedicto XVI: ¡Gracias! Queridos hermanos, ante todo quisiera expresar mi gran alegría de estar con vosotros, párrocos de Roma: mis párrocos, estamos en familia. El cardenal vicario me ha dicho que es un momento de descanso espiritual. Y en este sentido estoy también agradecido de poder empezar la Cuaresma con un momento de descanso espiritual, de respiro espiritual, en contacto con vosotros. Y también ha dicho: estamos juntos para que vosotros podáis contarme vuestras experiencias, vuestros sufrimientos, también vuestros éxitos y alegrías. Por tanto yo no diría que aquí habla el oráculo, al que vosotros preguntáis. Estamos más bien en un intercambio familiar, en el que para mí es muy importante, a través vuestro, conocer la vida en las parroquias, vuestras experiencias con la Palabra de Dios en el contexto de nuestro mundo de hoy. Y quisiera también aprender yo, acercarme a la realidad de la que en el Palacio Apostólico también se está un poco distante. Y éste es también el límite de mis respuestas. Vosotros vivís en el contacto directo, día a día, con el mundo de hoy; yo vivo en contactos diversificados, que son muy útiles. Por ejemplo, ahora he tenido la visita "ad limina" de los obispos de Nigeria. Y he podido ver así, a través de las personas, la vida de la Iglesia en un país importante de África, con 140 millones de habitantes, un gran número de católicos, y tocar las alegrías y también los sufrimientos de la Iglesia. Pero para mí este es obviamente un descanso espiritual, porque es una Iglesia como la vemos en los Hechos de los Apóstoles. Una Iglesia donde está la alegría fresca de haber encontrado a Cristo, de haber encontrado al Mesías de Dios. Una Iglesia que vive y crece cada día. La gente está contenta de haber encontrado a Cristo. Tienen vocaciones, y así pueden dar, a los distintos países del mundo, sacerdotes fidei donum. Y ver que con sólo hay una Iglesia cansada, como se encuentra a menudo en Europa, sino una Iglesia joven, llena de alegría del Espíritu Santo, es ciertamente un refresco espiritual. Pero también es importante para mí, con todas estas experiencias universales, ver mi diócesis, los problemas y todas las realidades que viven en esta diócesis.
En este sentido, sustancialmente, estoy de acuerdo con usted: no es suficiente predicar o hacer pastoral con el precioso bagaje adquirido en los estudios de teología. Esto es importante, es fundamental, pero debe ser personalizado: de conocimiento académico, que hemos aprendido y también reflexionado, en visión personal de mi vida, para llegar a otras personas. En este sentido quisiera decir que es importante, por una parte, concretar con nuestra personal experiencia de fe, en el encuentro con nuestros parroquianos, la gran palabra de la fe, pero también no perder su sencillez. Naturalmente palabras grandes de la tradición -como sacrificio de expiación, redención del sacrificio de Cristo, pecado original - son hoy incomprensibles como tales. No podemos sencillamente trabajar con grandes fórmulas, verdaderas, pero sin contextualizar en el mundo de hoy. Debemos, a través del estudio y cuanto nos dicen los maestros de teología y nuestra experiencia personal con Dios, concretar, traducir estas grandes palabras, de forma que entren en el anuncio de Dios al hombre de hoy.
Y diría, por otra parte, que no debemos cubrir la sencillez de la Palabra de Dios en valoraciones demasiado pesadas de acercamientos humanos. Recuerdo a un amigo que, tras haber escuchado predicaciones con largas reflexiones antropológicas para llegar juntos al Evangelio, decía: pero no me interesan estos acercamientos, ¡yo quiero entender qué dice el Evangelio! Y me parece que a menudo en lugar de largos recorridos de acercamiento, sería mejor -yo lo he hecho cuando estaba aún en mi vida normal - decir: ¡este Evangelio no me gusta, somos contrarios a lo que dice el Señor! ¿Pero qué quiere decir? Si yo digo sinceramente que a primera vista no estoy de acuerdo, ya tenemos la atención: se ve que yo quisiera, como hombre de hoy, entender qué dice el Señor. Así po9demos, sin largos rodeos, entrar de lleno en la Palabra. Y debemos también tener presente, sin falsas simplificaciones, que los doce apóstoles eran pescadores, artesanos, de esta provincia, Galilea, sin preparación particular, sin conocimiento del gran mundo griego o latino. Y sin embargo fueron a todos los lugares del Imperio, incluso fuera de él, hasta la India, y anunciaron a Cristo con sencillez y con la fuerza de la sencillez de lo que es verdadero. Y esto me parece importante también: no perdamos la sencillez de la verdad. Dios existe y no es un ser hipotético, lejano, sino cercano, ha hablado con nosotros, ha hablado conmigo. Y así digamos sencillamente qué es y cómo se debe naturalmente explicar y desarrollar. Pero no perdamos el hecho de que no proponemos reflexiones, no proponemos una filosofía, sino el sencillo anuncio del Dios que ha actuado. Y que ha actuado también conmigo.
Y después para la contextualización cultural, romana -que es absolutamente necesaria- diría que la primera ayuda es nuestra experiencia personal. No vivimos en la luna. Soy un hombre de este tiempo si vivo sinceramente mi fe en la cultura de hoy, siendo uno que vive con los medios de comunicación de hoy, con los diálogos, con las realidades de la economía, con todo, si yo mismo tomo en serio mi propia experiencia e intento personalizar en mí estas realidades. Así estaremos en el camino de hacernos entender también por los demás. San Bernardo de Claraval dijo en su libro de reflexiones a su discípulo el Papa Eugenio: intenta beber de tu propia fuente, es decir, de tu propia humanidad. Si eres sincero contigo mismo y empiezas a ver en tí qué es la fe, con tu experiencia humana en este tiempo, bebiendo de tu propio pozo, como dice san Bernardo, también puedes decir a los demás lo que hay que decir. Y en este sentido me parece importante estar realmente atentos al mundo de hoy, pero también estar atentos al Señor en mí mismo: ser un hombre de este tiempo y al mismo tiempo un creyente de Cristo, que en sí transforma el mensaje eterno en mensaje actual.
¿Y quién conoce mejor a los hombres de hoy que el párroco? La sacristía no está en el mundo, sino en la parroquia. Y allí, al párroco, vienen los hombres a menudo normalmente, sin máscara, sin otros pretextos, sino en situación de sufrimiento, de enfermedad, de muerte, de cuestiones familiares. Vienen al confesionario sin máscara, con su propio ser. Ninguna otra profesión, me parece, da esta posibilidad de conocer al hombre como es en su humanidad, y no en el papel que tienen en la sociedad. En este sentido, podemos estudiar realmente al hombre en su profundidad, lejos de los roles, y aprender también nosotros mismos al ser humano, ser hombre en la escuela de Cristo. En este sentido diría que es absolutamente importante conocer al hombre, al hombre de hoy, en nosotros y con los demás, pero siempre en la escucha atenta al Señor y aceptando en mí la semilla de la Palabra, porque en mi se transforma en trigo y llega a ser comunicable a los demás.
2) Soy Don Fabio Rosini, párroco de Santa Francesca Romana all'Ardeatino. Frente a la actual proceso de secularización y de sus evidentes consecuencias sociales y existenciales, qué oportunamente, en muchas ocasiones, hemos recibido de Su magisterio, en admirable continuidad con su venerado predecesor, la exhortación a la urgencia del primer anuncio, al celo pastoral por la evangelización o reevangelización, a la asunción de una mentalidad misionera. Hemos comprendido qué importante es la conversión de la acción pastoral ordinaria, ya no presuponiendo la fe de la masa y contentándonos con cuidar a esa porción de creyentes que persevera, gracias a Dios, en la vida cristiana, sino interesándonos más decidida y orgánicamente de las muchas ovejas perdidas, o al menos desorientadas. En muchos y con diversos puntos de vista, nosotros presbíteros romanos hemos intentado responder a esta urgencia objetiva de refundar o incluso de fundar la fe. Se están multiplicando las experiencias de primer anuncio y no faltan experiencias muy animadoras. Personalmente puedo constatar como el Evangelio, anunciado con alegría y franqueza, no tarda en ganarse el corazón de los hombres y mujeres de esta ciudad, precisamente porque es la verdad y corresponde a lo que más íntimamente necesita la persona humana. La belleza del evangelio y de la fe, de hecho, si se presentan con amable autenticidad, son evidentes por sí mismos. Pero el resultado numérico, quizás sorprendente alto, no garantiza por sí mismo la bondad de una iniciativa. En la historia de la Iglesia, también la reciente, no faltan ejemplos. Un éxito pastoral, paradójicamente, puede esconder un error, un defecto en su planteamiento, que quizás no se vea inmediatamente. Por eso quiero preguntarle: ¿cuáles deben ser los criterios imprescindibles de esta urgente acción de evangelización? ¿Cuáles son, según usted, los elementos que garantizan que no se corre en vano en la fatiga pastoral del anuncio a esta generación contemporánea a nosotros? Le pido humildemente que nos señale, en su prudente discernimiento, los parámetros que hay que respetar y valorar para poder llevar a cabo una obra evangelizadora que sea genuinamente católica y que traiga frutos a la Iglesia. Agradezco de corazón su iluminado magisterio. Bendíganos.
--Benedicto XVI: Estoy contento de oír que se hace realmente este primer anuncio, que se va más allá de los límites de la comunidad fiel, de la parroquia, en búsqueda de las llamadas ovejas perdidas; que se intenta ir hacia el hombre de hoy que vive sin Cristo, que ha olvidado a Cristo, para anunciarle el Evangelio. Y estoy contento de oír que no sólo se hace esto, sino que de ahí se consiguen incluso éxitos numéricamente confortantes. Veo por tanto que vosotros sois capaces de hablar a aquellas personas en las que se debe refundar, o incluso fundar, la fe.
Para este trabajo concreto yo no puedo dar recetas, porque hay distintos caminos que seguir, según las personas, sus profesiones, las distintas situaciones, El catecismo indica la esencia de lo que hay que anunciar. Pero es quien conoce las situaciones el que debe aplicar las indicaciones, encontrar un método para abrir los corazones e invitar a ponerse en camino con el Señor y con la Iglesia.
Usted habla de los criterios de discernimiento para no correr en vano. Quisiera ante todo decir que las dos partes son importantes. La comunidad de los fieles es una cosa preciosa que no debemos subestimar -incluso mirando a los muchos que están lejos - la realidad hermosa y positiva que constituyen estos fieles, que dicen sí al Señor en la Iglesia, intentando vivir la fe, intentando ir tras las huellas del Señor. Debemos ayudar a estos fieles, como hemos dicho hace un momento respondiendo a la primera pregunta, a ver la presencia de la fe, a entender que no es algo del pasado, sino que hoy muestra el camino, enseña a vivir como hombre. Es muy importante que éstos encuentren en su párroco realmente el pastor que les ama y les ayuda a escuchar hoy la Palabra de Dios, a entender que es una Palabra para ellos y no sólo a las personas del pasado o del futuro; que las ayuda, aun más, en la vida sacramental, en la experiencia de la oración, en la escucha de la Palabra de Dios y en el camino de la justicia y de la caridad, porque los cristianos deberían ser fermento de nuestra sociedad con tantos problemas y con tantos peligros y tanta corrupción como existe.
De esta forma creo que estos pueden interpretar también un papel misionero "sin palabras", ya que se trata de personas que viven realmente una vida justa. Y así ofrecen un testimonio de cómo es posible vivir bien en los caminos indicados por el Señor. Nuestra sociedad necesita precisamente estas comunidades capaces de vivir hoy la justicia no solo para sí mismos sino para los demás. Personas que sepan vivir, como hemos oído en la primera lectura, la vida. Esta lectura al principio dice: "Elige la vida": es fácil decir sí. Pero luego prosigue: "Tu vida es Dios". Por tanto elegir la vida es elegir la opción por la vida, porque es la opción por Dios. Si hay personas o comunidades que hacen esta elección completa de la vida y hacen visible el hecho de que la vida que han escogido es realmente vida, dan un testimonio de grandísimo valor.
Y llego a una segunda reflexión. Para el anuncio necesitamos dos elementos: la Palabra y el testimonio. Es necesaria, como sabemos por el Señor mismo, la Palabra que dice lo que él nos ha dicho, que hace aparecer la verdad de Dios, la presencia de Dios en Cristo, el camino que se nos abre delante. Se trata, por tanto, de un anuncio en el presente, como usted ha dicho, que traduce las palabras del pasado en el mundo de nuestra experiencia. Es algo absolutamente indispensable, fundamental, dar, con el testimonio, credibilidad a esta Palabra, para que no aparezca sólo como una bonita filosofía, o como una bonita utopía, sino más bien una realidad. Una realidad con la que se puede vivir, pero no solo: una realidad que hace vivir. En este sentido me parece que el testimonio de la comunidad creyente, como fondo a la Palabra, del anuncio, es de grandísima importancia. Con la Palabra debemos abrir lugares de experiencia de la fe a aquellos que buscan a Dios. Así lo hizo la Iglesia antigua con el catecumenado, que no era simplemente una catequesis, algo doctrinal, sino un lugar de experiencia progresiva de la vida de la fe, en la cual se abre también la Palabra, que se convierte en comprensible sólo si es interpretada por la vida, realizada por la vida.
Por tanto, me parece importante, junto con la Palabra, la presencia de un lugar de hospitalidad de la fe, un lugar en el que se hace una progresiva experiencia de la fe. Y aquí veo también una de las tareas de la parroquia: hospitalidad hacia aquellos que no conocen esta vida típica de la comunidad parroquial. No debemos ser un círculo cerrado en nosotros mismos. Tenemos nuestras costumbres, pero con todo debemos abrirnos e intentar crear vestíbulos, es decir, espacios de cercanía. Uno que viene de lejos no puede inmediatamente entrar en la vida formada de una parroquia, que ya tiene sus costumbres. Para éste de momento todo es muy sorprendente, lejano a su vida. Por tanto debemos intentar crear, con ayuda de la Palabra, lo que la Iglesia antigua creó con los catecumenados: espacios en los que empezar a vivir la Palabra, a seguir la Palabra, a hacerla comprensible y realista, correspondiente a formas de experiencia real. En este sentido me parece muy importante lo que usted ha señalado, es decir, la necesidad de unir la Palabra con el testimonio de una vida justa, del ser para los demás, de abrirse a los pobres, a los necesitados, pero también a los ricos, que necesitan abrirse en su corazón, de sentir que se les llama al corazón. Se trata por tanto de espacios diversos, según la situación.
Me parece que en teoría se puede decir poco, pero la experiencia concreta mostrará los caminos a seguir. Y naturalmente -criterio siempre importante que seguir - es necesario estar siempre en la gran comunión de la Iglesia, aunque quizás en un espacio aún algo lejano: es decir en comunión con el obispo, con el Papa, en comunión así con el gran pasado y con el gran futuro de la Iglesia. Estar en la Iglesia católica de hecho no implica sólo estar en un gran camino que nos precede, sino significa estar en perspectiva de una gran apertura al futuro. Un futuro que se abre solo de esta forma. Se podría quizás proseguir hablando de los contenidos, pero podemos encontrar otra ocasión para esto.
3) Padre Santo, soy don Giuseppe Forlai, vicario parroquial en la parroquia de San Giovanni Crisostomo, en el sector norte de nuestra diócesis. La emergencia educativa, de la cual ha hablado autorizadamente Vuestra Santidad, es también, como todos sabemos, emergencia de educadores, particularmente creo que bajo dos aspectos. Ante todo, es necesario tener una vista mayor sobre la continuidad de la presencia del educador-sacerdote. Un joven no establece un pacto de crecimiento con quien se va después de dos o tres años, también porque está emocionalmente empeñado en gestionar relaciones con padres que dejan su hogar, nuevas relaciones del papá o la mamá, profesores precarios que cambian cada año. Para educar es necesario estar. La primera necesidad que siento es, por tanto, la de una cierta estabilidad de lugar del educador-sacerdote. Segundo aspecto: creo que la partida fundamental de la pastoral juvenil se juega en frente de la cultura. Cultura entendida como competencia emotivo-emocional y como posesión de las palabras que contienen los conceptos. Un joven sin esta cultura puede ser el pobre del mañana, una persona que corre el riesgo de fracasar en lo afectivo y de naufragar en el mundo del trabajo. Un joven de esta cultura corre el riesgo de ser un no creyente, o peor aún, un practicante sin fe, porque la incompetencia en las relaciones deforma la relación con Dios y la ignorancia de las palabras bloquea la comprensión de la excelencia de la palabra del Evangelio. No basta que los jóvenes llenen físicamente el espacio de nuestras parroquias para pasar un poco de tiempo libre. Quisiera que la parroquia fuese un lugar donde se aprendiera a desarrollar competencias relacionales y donde se reciba escucha y apoyo escolar. Un lugar que no sea el refugio constante de quien no tiene ganas de estudiar o esforzarse, sino una comunidad de personas que elaboren las preguntas correctas que abren al sentido religioso y donde se haga la gran obra de caridad de ayudar a pensar. Y aquí se debería también abrir una seria reflexión sobre la colaboración entre parroquias y profesores de religión. Santidad, díganos una palabra autorizada más sobre estos dos aspectos de la emergencia educativa: la necesaria estabilidad de los agentes y la urgencia de tener educadores-sacerdotes culturalmente capaces. Gracias.
--Benedicto XVI: Entonces, comencemos por el segundo punto. Digamos que es más amplio y, en cierto sentido, más fácil. Ciertamente si en sus actividades una parroquia sólo organizara juegos, en los que se toman bebidas, sería algo absolutamente superfluo. El sentido de una parroquia debe ser realmente una formación cultural, humana y cristiana de una personalidad, que debe convertirse en una personalidad madura. Sobre esto estamos absolutamente de acuerdo y, me parece, hoy existe una pobreza cultural en la que se saben muchas cosas, pero sin un corazón, sin una unidad interior porque falta una visión común del mundo. Y por ello, una solución cultural inspirada en la fe de la Iglesia, en el conocimiento que Dios nos ha dado, es absolutamente necesaria. Diría que precisamente ésta es la función de las actividades de una parroquia: que uno encuentre no sólo posibilidades para el tiempo libre, pero sobre todo encuentre una formación humana integral que hace completa la personalidad.
Y por tanto, naturalmente, el sacerdote como educador debe ser él mismo bien formado y estar colocado en la cultura de hoy, rico de cultura, para ayudar también a los jóvenes a entrar en una cultura inspirada por la fe. Añadiría, naturalmente, que al final el punto de orientación de toda cultura es Dios, el Dios presente en Cristo. Vemos cómo hoy hay personas con muchos conocimientos, pero sin orientación interior. Así la ciencia puede ser también peligrosa para el hombre, porque sin orientaciones éticas más profundas, deja al hombre a su arbitrio, y por tanto, sin la orientación necesaria para llegar a ser realmente un hombre. En este sentido, el corazón de toda formación cultural, tan necesaria, debe ser sin duda la fe: conocer el rostro de Dios que se ha mostrado en Cristo y tener así el punto de orientación para todo el resto de la cultura, que en caso contrario queda desorientada y se convierte en desorientadora. Una cultura sin conocimiento personal de Dios, y sin conocimiento del rostro de Dios en Cristo, es una cultura que podría ser incluso destructiva, porque no conoce las orientaciones éticas necesarias. En este sentido, creo, nosotros tenemos realmente una misión de formación cultural y humana profunda, que se abre a todas las riquezas de la cultura de nuestro tiempo, pero que dé el criterio, el discernimiento para probar lo que es cultura verdadera y lo que podría convertirse en anti-cultural.
Mucho más difícil para mí es la primera pregunta --la pregunta es también a su eminencia (el cardenal vicario, n.d.t.)-- es decir, la permanencia del joven sacerdote para dar orientación a los jóvenes. Sin duda una relación personal con el educador es importante y debe tener también la posibilidad de un cierto periodo para orientarse juntos. Y, en este sentido, puedo estar de acuerdo en que el sacerdote, punto de orientación para los jóvenes, no puede cambiar cada día, porque así pierde precisamente esta orientación. Por otra parte, el joven sacerdote debe hacer también experiencias diversas en contextos culturales distintos, precisamente para obtener, al final, el bagaje cultural necesario para ser, como párroco, punto de referencia durante largo tiempo en la parroquia. Y diría que en la vida del joven, las dimensiones del tiempo son distintas que en la vida del adulto. En tres años desde los dieciséis a los diecinueve son al menos tan largos e importantes como los años entre los cuarenta y los cincuenta. Precisamente aquí se forma la personalidad: es un camino interior de gran importancia, de gran extensión existencial. En este sentido, diría que tres años para un vicepárroco es un tiempo bueno para formar a una generación de jóvenes; y así, por otra parte, puede conocer también otros contextos, aprender en otras parroquias otras situaciones, enriquecer su bagaje humano. Este tiempo no es tan breve para dar una cierta continuidad, un camino educativo de la experiencia común, para aprender a ser hombre. Por otro lado, como he dicho, en la juventud tres años son un tiempo decisivo y larguísimo, porque se forma realmente la futura personalidad. Me parece por tanto que se podrían conciliar ambas necesidades: por una parte, que el sacerdote joven tenga posibilidad de experiencias diversas para enriquecer su bagaje de experiencia humana; por otra, la necesidad de estar un tiempo determinado con los jóvenes para introducirles realmente en la vida, para enseñarles a ser personas humanas. En este sentido, pienso que se pueden conciliar ambos aspectos: experiencias distintas para un sacerdote joven, continuidad del acompañamiento de los jóvenes para guiarles en la vida. Pero no sé si el cardenal vicario nos puede decir algo en este sentido.
Cardenal vicario:
Padre Santo, naturalmente comparto estas dos exigencias, la combinación entre las dos exigencias. A mi me parece, por lo poco que he podido conocer, que en Roma de alguna forma se conserva una cierta estabilidad de los sacerdotes jóvenes en las parroquias, durante al menos unos años, salvo excepciones. Puede haber siempre excepciones. Pero el verdadero problema nace quizás de graves exigencias o de situaciones concretas, sobre todo en las relaciones entre párroco y vicario parroquial (y aquí toco un nervio sensible), y también en la falta de sacerdotes jóvenes. Como pude decirle cuando me recibió en audiencia, uno de los graves problemas de nuestra diócesis es precisamente el número de vocaciones al sacerdocio. Personalmente estoy convencido de que el Señor llama, que sigue llamando. Quizás deberíamos hacer más. Roma puede dar vocaciones, las dará, estoy convencido. Pero en todo este complejo asunto quizás interfieren muchos aspectos. Seguramente creo que ya existe una cierta estabilidad y también yo, en lo que pueda, me mantendré en las líneas que nos ha indicado el Santo Padre.
4) Santidad, soy el padre Giampiero Ialongo, uno de los muchos párrocos que ejerce su ministerio en las afueras de Roma, en concreto en Torre Angela, junto a Torbellamonaca, Borghesiana, Borgata Finocchio, Colle Prenestino. Suburbios éstos, como muchos otros, con frecuencia olvidados y descuidados por las instituciones públicas. Estoy contento porque para la tarde de hoy nos ha convocado el presidente del Municipio: veremos qué sale de este encuentro con el Ayuntamiento. Quizá más que en otras zonas de nuestra ciudad, en nuestros suburbios se experimenta de una manera verdaderamente intensa el malestar que la crisis económica internacional comienza a hacer sentir en las condiciones concretas de vida de muchas familias. Como Cáritas parroquial, pero sobre todo como Cáritas diocesana, promovemos muchas iniciativas que están orientadas, ante todo, a la escucha, así como a una ayuda material concreta para quienes nos la piden, sin distinción de raza, cultura, religión. A pesar de ello, nos damos cuenta cada vez más de que nos encontramos ante una auténtica emergencia. Me parece que muchas, demasiadas personas, no sólo jubilados sino también quien tiene un trabajo, un contrato a tiempo indeterminado, experimentan graves dificultades para que sus familias puedan acabar el mes. Los paquetes de alimentos, ropa, en ocasiones ayudas concretas económicas para pagar las facturas de la luz o el agua, o el alquiler, como las que ofrecemos, pueden ser una ayuda, pero ciertamente no son la solución. Estoy convencido de que, como Iglesia, deberíamos preguntarnos más qué podemos hacer, pero sobre todo deberíamos preguntarnos más cuáles son los motivos que han llevado a esta situación generalizada de crisis. Deberíamos tener la valentía para denunciar un sistema económico y financiero injusto en sus raíces. Y no creo que ante esta injusticias, introducidas en este sistema, sea suficiente un poco de optimismo. Hace falta que alguien pronuncie una palabra autorizada, una palabra libre, que ayude a los cristianos, como ya ha dicho en cierto sentido, Santo Padre, a administrar con sabiduría evangélica y con responsabilidad los bienes que Dios ha dado, y que ha dado para todos, no sólo para unos pocos. Me gustaría escuchar una vez más en este contexto esta palabra, como ya ha hecho en otras ocasiones, pues ya en otras ocasiones hemos escuchado su palabra sobre esto. Gracias, Santidad.
--Benedicto XVI: Ante todo, quisiera agradecer al cardenal vicario su palabra de confianza: Roma puede dar más candidatos para la mies del Señor. Sobre todo tenemos que rezar al Señor de la mies, pero también poner nuestra parte para animar a los jóvenes a decirle que sí al Señor. Y, claro está, los sacerdotes jóvenes están llamados a dar el ejemplo a la juventud de hoy de que es bueno trabajar para el Señor. En este sentido, estamos llenos de esperanza. Pidamos al Señor y hagamos lo que nos corresponde.
Respondo ahora a esta pregunta, que toca el punto sensible de los problemas de nuestro tiempo. Yo haría una distinción entre dos niveles. El primero es el nivel de la macroeconomía, que después se hace realidad y alcanza hasta al último ciudadano, que padece las consecuencias de una construcción equivocada. Como es natural, denunciar esto es un deber de la Iglesia. Como sabéis, desde hace mucho tiempo estamos preparando una encíclica sobre estos argumentos. Y en este largo camino veo cómo es difícil hablar con competencia, pues si no se afronta con competencia la realidad económica no se puede ser creíble. Y, por otra parte, hay que hablar con una gran conciencia ética, creada y suscitada por por una conciencia forjada por el Evangelio. Por tanto, hay que denunciar esos errores fundamentales, los errores de fondo, que se han manifestado ahora con la quiebra de los grandes bancos estadounidenses. Al final, se trata de la avaricia humana como pecado o, como dice la Carta a los Colosenses, de la avaricia como idolatría. Nosotros debemos denunciar esa idolatría que se opone al Dios verdadero y que falsifica la imagen de Dios a través de otro dios, "mamón". Debemos hacerlo con valentía, pero también siendo concretos. Porque los grandes moralismos no son de ayuda si no se basan en el conocimiento de la realidad, que ayuda también a entender qué se puede hacer en concreto para cambiar paulatinamente la situación. Y, claro está, para poder hacerlo son necesarios el conocimiento de esa verdad y la buena voluntad de todos.
Nos encontramos ante el punto central: ¿existe realmente el pecado original? Si no existiese, podríamos apelar a la razón lúcida, con argumentos accesibles a todos e irrefutables, y a la buena voluntad que se da en todos. Sólo con eso ya podríamos proceder adecuadamente y reformar a la humanidad. Pero no es así: la razón --también la nuestra también-- está ofuscada; lo vemos todos los días. Porque el egoísmo, la raíz de la avaricia, consiste en quererme a mí mismo por encima de todo y en querer al mundo en función de mí mismo. Se da en todos nosotros. Se trata de la ofuscación de la razón, que puede ser muy docta, con argumentos científicos sumamente hermosos y que, sin embargo, puede estar ofuscada por falsas premisas. Así avanza con gran inteligencia y con grandes avances por el camino equivocado. Como dicen los Padres [de la Iglesia ndt.], la voluntad también está "torcida": no trata simplemente de hacer el bien, sino que se busca sobre todo a sí mismo o busca el bien del propio grupo. Por este motivo, no es fácil encontrar realmente el camino de la razón, de la razón verdadera, se desarrolla con dificultad con el diálogo. Sin la luz de la fe, que penetra las tinieblas del pecado original, la razón no puede seguir adelante. Pero precisamente la fe se topa después con la resistencia de nuestra voluntad. No quiere ver el camino, que constituiría un camino de renuncia a sí mismo y de corrección de la voluntad propia a favor del otro, no de uno mismo.
Por eso yo diría que se necesita la denuncia razonable y razonada de los errores, no con grandes moralismos, sino con razones concretas que resultan comprensibles en el mundo económico de hoy. La denuncia es importante, es un mandato para la Iglesia desde siempre. Sabemos que en la nueva situación que se creó con el mundo industrial, la doctrina social de la Iglesia, empezando por León XIII, trata de realizar estas denuncias --y no sólo las denuncias, que no son suficientes--, sino también mostrar los difíciles senderos en los que, paso a paso, se exige el asentimiento de la razón y el asentimiento de la voluntad, junto a la corrección de mi conciencia, para renunciar a la propia voluntad, en cierto sentido, a mí mismo para poder colaborar en el objetivo verdadero de la vida humana, de la humanidad.
Dicho esto, la Iglesia tiene siempre el deber de permanecer vigilante, de buscar ella misma con sus mejores fuerzas las razones del mundo económico, de entrar en ese razonamiento y de iluminar este razonamiento con la fe que nos libera del egoísmo del pecado original. Es tarea de la Iglesia entrar en este discernimiento, en este razonamiento; hacerse oír, incluso a los diferentes niveles nacionales e internacionales, para ayudar y corregir. Y no es tarea fácil, ya que muchos intereses personales y de grupos nacionales se oponen a una corrección radical. Quizá es pesimismo, pero a mí me parece realismo: mientras se dé el pecado original, nunca alcanzaremos una corrección radical y total. Sin embargo, debemos hacer todo lo posible para lograr correcciones que al menos sean provisionales, suficientes para permitir que viva la humanidad y para obstaculizar el dominio del egoísmo, que se presenta bajo pretextos de ciencia y de economía nacional e internacional.
Éste es el primer nivel. El otro consiste en ser realistas. Darse cuenta de que esos grandes objetivos de la macrociencia no se realizan en la microciencia --la macroeconomía en la microeconomía-- sin la conversión de los corazones. Si no hay justos, tampoco hay justicia. Tenemos que aceptarlo. Por este motivo, la educación en la justicia es un objetivo prioritario, incluso podríamos decir que es la prioridad. Porque san Pablo dice que la justificación es el efecto de la obra de Cristo, no es un concepto abstracto relacionado con pecados que hoy no nos interesan, sino que se refiere precisamente a la justicia integral. Sólo Dios puede dárnosla, pero nos la da con nuestra cooperación a diferentes niveles, a todos los niveles posibles.
La justicia no puede crearse en el mundo sólo con buenos modelos económicos, aunque éstos sean necesarios. La justicia sólo se realiza si hay justos. Y no hay justos sin la labor humilde, diaria, de convertir los corazones. Y de crear justicia en los corazones. Sólo así se expande también la justicia correctiva. Por eso la labor del párroco es tan fundamental no sólo para la parroquia, sino para la humanidad. Porque si no hay justos, como he dicho, la justicia se queda en algo abstracto. Y las buenas estructuras no se realizan si cuentan con la oposición del egoísmo, incluso el de personas competentes.
Nuestra obra humilde, diaria, es fundamental para alcanzar los grandes objetivos de la humanidad. Y tenemos que trabajar juntos a todos los niveles. La Iglesia universal debe denunciar, pero también anunciar lo que se puede hacer y cómo se puede hacer. Las conferencias episcopales y los obispos deben actuar. Pero todos debemos educar en la justicia. Creo que aún hoy resulta auténtico y realista el diálogo de Abraham con Dios (Génesis 18, 22-33), cuando el primero dice: ¿Destruirás realmente a la ciudad? Tal vez haya cincuenta justos, tal vez diez. Y diez justos resultan suficientes para que la ciudad sobreviva. Por eso debemos hacer lo necesario para educar y garantizar por lo menos a diez justos, pero si es posible a muchos más. Con nuestro anuncio permitimos que haya muchos justos, que se haga realmente presente la justicia en el mundo.
Por tanto, los dos niveles son inseparables. Si, por una parte, no anunciamos la macrojusticia, la microjusticia no crece. Pero, por otra, si no hacemos la muy humilde labor de la microjusticia, tampoco crecerá la macrojusticia. Y siempre, como dije en mi primera encíclica, con todos los sistemas que pueden crecer en el mundo, además de la justicia que buscamos sigue siendo necesaria la caridad. Abrir los corazones a la justicia y a la caridad es educar en la fe, es guiar hacia Dios.
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5) Santo Padre, soy el padre Marco Valentini, vicario en la parroquia de san Ambrosio. Cuando estaba formándome no me daba cuenta, como ahora, de la importancia de la liturgia. Ciertamente no faltaban las celebraciones, pero no entendía mucho que es "el culmen hacia el cual tiende la acción de la Iglesia y la fuente de la que mana toda su energía" (Sacrosanctum Concilium, 10). La consideraba, más bien, un hecho técnico para el éxito de una celebración, o una práctica pía y no en cambio un contacto con el misterio que salva, un dejarse conformar a Cristo para ser luz del mundo, una fuente de teología, un medio para realizar la tan deseada integración entre lo que se estudia y la vida espiritual. Por otro lado creía que la liturgia no era estrictamente necesaria para ser cristianos o salvarse, y que bastaba con poner en práctica las Bienaventuranzas. Ahora me pregunto qué sería la caridad sin la liturgia, y si sin ella nuestra fe no se reduciría a una moral, una idea, una doctrina, un hecho del pasado, y nosotros los sacerdotes no pareceríamos más profesores o consejeros que mistagogos que introducen a las personas en el misterio. La misma Palabra de Dios es un anuncio que se realiza en la liturgia y que tiene una relación sorprendente con ella: Sacrosanctum Concilium 6; Praenotanda del Leccionario 4 y 10. Y pensemos también en el pasaje de Emaús o del funcionario etíope (Hechos, 8). Por ello, esta es la pregunta. Sin quitar nada a la formación humana, filosófica, psicológica, en las universidades y en los seminarios, quisiera comprender si nuestra especificidad no requeriría una mayor formación litúrgica, o si la praxis y la estructura de los estudios actualmente ya satisfacen suficientemente la Constitución Sacrosanctum Concilium 16, cuando dice que la liturgia debe considerarse entre las asignaturas necesarias y más importantes, principales, y debería enseñarse bajo el aspecto teológico, histórico, espiritual, pastoral y jurídico, y que los profesores de otras asignaturas procuren que la conexión con la liturgia resulte clara. He hecho esta pregunta porque, tomando nota del decreto. Optatam totius, me parece que las múltiples acciones de la Iglesia en el mundo y nuestra propia eficacia pastoral dependen mucho de la autoconsciencia que tenemos de nuestro inagotable misterio de nuestro ser bautizados, confirmados y sacerdotes.
--Benedicto XVI: Por tanto, si he entendido bien, la pregunta es: cuál es, en el conjunto de nuestro trabajo pastoral, múltiple y con tantas dimensiones, el espacio y lugar de la educación litúrgica y de la realidad de la celebración del misterio. En este sentido, me parece, es también una pregunta sobre la unidad de nuestro anuncio y de nuestro trabajo pastoral, que tiene tantas dimensiones. Debemos buscar cuál es el punto unificador, para que muchas de estas preocupaciones que tenemos sean todas juntas un trabajo de pastor. Si he entendido bien, usted es del parecer de que el punto unificador, que crea la síntesis de todas las dimensiones de nuestro trabajo y de nuestra fe, podría ser precisamente la celebración de los misterios. Y por tanto, la mistagogía que nos enseña a celebrar.
Para mí es importante realmente que los sacramentos, la celebración eucarística de los sacramentos, no sea algo extraño a las labores más contemporáneas como la educación moral, económica, todas las cosas que ya hemos dicho. Puede suceder fácilmente que el sacramento quede un poco aislado en un contexto más pragmático y se convierta en una realidad no del todo integrada en la totalidad de nuestro ser humano. Gracias por la pregunta, porque realmente nosotros debemos enseñar a ser hombres. Debemos enseñar este gran arte: cómo ser un hombre. Esto exige, como hemos visto, muchas cosas: desde la gran denuncia del pecado original en las raíces de nuestra economía y de tantos aspectos de nuestra vida, hasta ser guías concretos hacia la justicia, hasta el anuncio a los no creyentes. Pero los misterios no son algo exótico en el cosmos de las realidades más prácticas. El misterio es el corazón del que viene nuestra fuerza y al que volvemos para encontrar este centro. Y por ello pienso que la catequesis mistagógica es realmente importante. Mistagógica quiere decir también realista, referida a nuestra vida de hombres de hoy. Si es verdad que el hombre en sí no tiene su medida --qué es justo y qué no lo es-- sino que encuentra su medida fuera de él, en Dios, es importante que este Dios no sea lejano sino reconocible, concreto, entre en nuestra vida y sea realmente un amigo con el que podemos hablar y que habla con nosotros. Debemos aprender a celebrar la Eucaristía, aprender a conocer a Jesucristo, el Dios con rostro humano, de cerca, entrar realmente en contacto con Él, aprender a escucharle y aprender a dejarle entrar en nosotros. Porque la comunión sacramental es precisamente esta interpenetración entre dos personas. No tomo un trozo de pan, o de carne, sino que tomo o abro mi corazón para que el Resucitado entre en el contexto de mi ser, para que esté dentro de mí y no sólo fuera de mí, y así hable conmigo y transforme mi ser, me dé el sentido de la justicia, el dinamismo de la justicia, el celo por el Evangelio.
Esta celebración, en la que Dios se hace no sólo cercano a nosotros, sino que entra en el tejido de nuestra existencia, es fundamental para poder vivir realmente con Dios y para Dios y llevar la luz de Dios en este mundo. No entremos ahora en demasiados detalles. Pero siempre es importante que la catequesis sacramental sea una catequesis existencial. Naturalmente, aun aceptando y aprendiendo cada vez más el aspecto mistérico --allí donde acaban las palabras y los razonamientos--, ésta es totalmente realista, porque me lleva a Dios, y hace que Dios venga a mí. Me lleva al otro porque el otro recibe al mismo Cristo, como yo. Por tanto si en él y en mí está el mismo Cristo, también nosotros dejamos de ser individuos separados. Aquí nace la doctrina del Cuerpo de Cristo, porque hemos sido todos incorporados, si recibimos bien la Eucaristía en el mismo Cristo. Por tanto el prójimo es realmente próximo: ya no somos dos "yo" separados, sino que estamos unidos en el mismo "yo" de Cristo. En otras palabras, la catequesis eucarística y sacramental debe realmente llegar a lo profundo de nuestra existencia, ser precisamente educación para abrirme a la voz de Dios, a dejarme abrir para que rompa este pecado original del egoísmo y sea apertura de mi existencia en profundidad, de manera que yo pueda llegar a ser un verdadero justo. En este sentido, me parece que todos debemos aprender mejor la liturgia, no como algo exótico sino como el corazón de nuestro ser cristianos, que no se abre fácilmente a un hombre distante, sino que es precisamente, por otra parte, la apertura hacia el otro, hacia el mundo. Debemos colaborar todos para celebrar cada vez más profundamente la Eucaristía: no sólo como rito sino como proceso existencial que me toca en mi intimidad, más que cualquier otra cosa, y me cambia, me transforma. Y transformándome a mí, da comienzo a la transformación del mundo que el Señor desea y de la que quiere hacerme instrumento.
6) Beatísimo Padre, soy el padre Lucio Maria Zappatore, carmelita, párroco de la parroquia de Santa María Regina Mundi, en Torrespaccata.
Para justificar mi intervención, me remito a lo que usted dijo el domingo pasado, durante el rezo del Ángelus, a propósito del ministerio petrino. Usted habló del ministerio singular y específico del obispo de Roma, que preside en la comunión universal de la caridad. Yo le pido que continúe esta reflexión extendiéndola a la Iglesia universal: ¿qué carisma singular tiene la Iglesia de Roma y cuáles son las características que la hacen, por un misterioso don de la Providencia, única en el mundo? Tener como obispo al Papa de la Iglesia universal, ¿que comporta en su misión, hoy en particular? No queremos saber cuáles son nuestros privilegios: una vez se decía "Parochus in urbe, episcopus in orbe"; sino que queremos saber cómo vivir este carisma, este don de vivir como sacerdotes en Roma, y qué espera usted de nosotros, los párrocos romanos.
Dentro de pocos días usted irá al Capitolio para encontrarse con las autoridades civiles de Roma, y hablará de los problemas materiales de nuestra ciudad. Hoy le pedimos que hable con nosotros de los problemas espirituales de Roma y de su iglesia. Y a propósito de su visita al Capitolio, me he permitido dedicarle un soneto en dialecto romano, pidiéndole que se complazca en escucharlo.
Er Papa che salisce al Campidojo / è un fatto che te lassa senza fiato / perchè 'sta vortas sòrte for dar sojo, / pe creanza che tiè 'n bon vicinato. / Er sindaco e la giunta con orgojo / jànno fatto 'n invito , er più accorato, / perchè Roma, se sà, vojo o nun vojo /nun po' fa' proprio a meno der papato. / Roma, tu ciài avuto drento ar petto / la forza pè portà la civirtà. / Quanno Pietro t'ha messo lo zicchetto / eterna Dio t'ha fatto addiventà. / Accoji allora er Papa Benedetto / che sale a beneditte e a ringrazià!
--Benedicto XVI: Gracias. Hemos oído hablar al corazón romano, que es un corazón de poesía. Es muy bonito escuchar un poco el dialecto romano y sentir que la poesía está profundamente enraizada en el corazón romano. Éste es quizás un privilegio natural que el Señor ha dado a los romanos. Es un carisma natural que precede a los eclesiales.
Su pregunta, si he entendido bien, se compone de dos partes. Ante todo, qué responsabilidad concreta tiene el obispo de Roma hoy. Y después usted extiende justamente el privilegio petrino a toda la Iglesia de Roma --así se consideraba también en la Iglesia antigua-- y pregunta cuáles son las obligaciones de la Iglesia de Roma para responder a esta vocación suya.
No es necesario desarrollar aquí la doctrina del primado, la conocéis todos muy bien. Es importante detenernos en el hecho de que realmente el Sucesor de Pedro, el ministerio de Pedro, garantiza la universalidad de la Iglesia, trasciende los nacionalismos y otras fronteras que existen en la humanidad de hoy, para ser realmente una Iglesia en la diversidad y en la riqueza de tantas culturas.
Vemos también cómo las demás comunidades eclesiales, las demás Iglesias advierten la necesidad de un punto unificador para no caer en el nacionalismo, en la identificación con una cultura determinada, para ser realmente abiertos, todos para todos y para verse casi obligados a abrirse siempre hacia todos los demás. Me parece que éste es el ministerio fundamental del sucesor de Pedro: garantizar esta catolicidad que implica multiplicidad, diversidad, riqueza de culturas, respeto de las diferencias y que, al mismo tiempo, excluye absolutizaciones y une a todos, les obliga a abrirse, a salir de la absolutización de lo propio para encontrarse en la unidad de la familia de Dios que el Señor ha querido y de la que es garantía el sucesor de Pedro, como unidad en la diversidad.
Naturalmente, la Iglesia del sucesor de Pedro debe llevar, con su obispo, este peso, esta alegría del don de su responsabilidad. En el Apocalipsis el obispo aparece de hecho como ángel de su Iglesia, es decir, como la incorporación de su Iglesia, a la que debe responder el ser de la misma Iglesia. Por tanto la Iglesia de Roma, junto con el sucesor de Pedro y como Iglesia particular suya, debe garantizar precisamente esta universalidad, esta apertura, esta responsabilidad para la trascendencia del amor, este presidir en el amor que excluye particularismos. Debe también garantizar la fidelidad a la Palabra del Señor, al don de la fe, que no hemos inventado nosotros sino que realmente es el don que sólo podía venir del mismo Dios. Este será siempre el deber, pero también el privilegio, de la Iglesia de Roma, contra las modas, contra los particularismos, contra la absolutización en algunos aspectos, contra herejías que son siempre absolutizaciones de un aspecto. También el deber de garantizar la universalidad y la fidelidad a la integridad, a la riqueza de su fe, de su camino en la historia que se abre siempre al futuro. Y junto con este testimonio de fe y de universalidad, naturalmente debe dar ejemplo de caridad.
Nos lo dice san Ignacio, identificando en esta palabra algo enigmática, el sacramento de la Eucaristía, la acción de amar a los demás. Y esto, volviendo al punto anterior, es muy importante: es decir, esta identificación con la Eucaristía que es ágape, es caridad, es la presencia de la caridad que se nos dio en Cristo. Debe ser siempre caridad, signo y causa de caridad en la apertura hacia los demás, en la entrega a los demás, de esta responsabilidad hacia los necesitados, hacia los pobres, hacia los olvidados. Es una gran responsabilidad.
Al hecho de presidir la Eucaristía le sigue el hecho de presidir en la caridad, que puede ser testimoniada sólo por la misma comunidad. Éste me parece que es el gran deber, la gran pregunta para la Iglesia de Roma: ser realmente ejemplo y punto de partida de la caridad. En este sentido preside en la caridad.
En el presbiterio de Roma somos de todos los continentes, de todas las razas, de todas las filosofías y de todas las culturas. Estoy contento de que precisamente el presbiterio de Roma expresa la universalidad, en la unidad de la pequeña Iglesia local la presencia de la Iglesia universal. Más difícil y exigente es ser también portadores del testimonio, de la caridad, del estar con los demás con nuestro Señor. Podemos sólo rezar al Señor para que nos ayude en cada parroquia, en cada comunidad, y que todos juntos podamos ser realmente fieles a este don, a este mandato de presidir en la caridad.