3/09/09

Visita del Papa a la ciudad de Roma
Discursos en el Campidoglio

Saludo a las autoridades y a los ciudadanos de Roma

Señor Alcalde, Señor presidente de la Concejalía.
Señores y señoras asesores y concejales del Ayuntamiento de Roma
Ilustres autoridades, queridos amigos:

Como se ha recordado, no es la primera vez que un Papa ha sido acogido con tanta cordialidad en este Palacio Senatorial, y toma la palabra en esta solemne Aula del Concejo, en la que se reúnen los máximos representantes de la administración ciudadana. Los anales de la historia registran en primer lugar la breve parada del beato PíoIX en la Plaza del Campidoglio, tras la visita a la Basílica de Araceli, el 16 de septiembre de 1870. Mucho más reciente en la visita que realizó el papa Pablo VI el 16 de abril de 1966, a la que siguió la de mi venerado predecesor Juan Palo II, el 15 de enero de 1998. Son gestos que atestiguan el afecto y la estima que los Sucesores del Pedro, Pastores de la comunidad católica romana y de la Iglesia universal, nutren siempre hacia Roma, centro de la civilización latina y cristiana, “madre acogedora de los pueblos” (cfr Prudencio, Peristephanon, carmen 11, 191) y “discípula de la verdad” (cfr León Magno, Tract. septem et nonaginta).
Por tanto, con emoción comprensible, tomo ahora la palabra en e curso de mi actual visita. La tomo para expresar ante todo, señor Alcalde, mi reconocimiento por la amable invitación a visitar en Campidoglio que usted me dirigió al principio de su mandato de primer magistrado de la Urbe. Gracias también por las profundas expresiones con que, interpretando el pensamiento de los presentes, me ha acogido. Mi saludo se extiende al Señor presidente de la Concejalía, a quien agradezco por los nobles sentimientos expresados también en nombre de los compañeros. He seguido con gran atención las reflexiones tanto del Alcalde como del presidente, y he percibido en ellas la voluntad decidida de la Administración de servir a esta Ciudad mirando a su íntegro y verdadero bienestar material, social y espiritual. Mi cordial saludo va finalmente a los asesores y concejales del Ayuntamiento, a los representantes del Gobierno, a las Autoridades y a las Personalidades y a todos los ciudadanos de Roma.
Con mi presencia de hoy en esta Colina, sede y emblema de la historia y de la misión de Roma, quiero renovar la seguridad de la atención paternal que el obispo de la comunidad católica siente no solamente hacia los miembros de ésta, sino también hacia todos los romanos y a quienes vienen a la capital, desde las distintas partes de Italia y del mundo, por razones religiosas, turísticas, de trabajo, o para quedarse integrándose en el tejido ciudadano. Estoy aquí hoy para animar vuestro compromiso, no fácil, como Administradores al servicio de esta Metrópolis singular, para compartir las esperanzas y expectativas de los habitantes y para escuchar sus preocupaciones y problemas, de los que vosotros os hacéis intérpretes responsables en este Palacio, que constituye el centro dinámico y natural de los proyectos que surgen en la “cantera” de la Roma del tercer milenio. Señor Alcalde, he percibido en su intervención el firme propósito de trabajar para que Roma siga siendo faro de vida y libertad, de civilización moral y de desarrollo sostenible, promovido en el respeto de la dignidad de todo ser humano y de su fe religiosa. Me permito asegurarle a usted y a sus colaboradores que la Iglesia católica, como siempre, no dejará de ofrecer su apoyo activo a toda iniciativa social y cultural dirigida a promover el bien auténtico de toda persona y de la Ciudad en su conjunto. Signo de esta colaboración quiere ser el regalo del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que ofrezco con afecto al Alcalde y a los demás Administradores.
Señor Alcalde, Roma siempre ha sido una ciudad acogedora. Especialmente en los últimos siglos, ésta ha abierto sus institutos universitarios y centros de investigación civiles y eclesiásticos a estudiantes procedentes de todas partes del mundo, los cuales, volviendo después a sus países, son después llamados a desempeñar papeles y cargos de alta responsabilidad en varios sectores de la sociedad, como también en la Iglesia. Esta ciudad nuestra, como por lo demás Italia y la humanidad entera, están afrontando hoy desafíos culturales, sociales y económicos inéditos, a causa de las profundas transformaciones y de los numerosos cambios que se han producido en las últimas décadas. Roma se ha ido poblando de gente procedente de otras naciones y perteneciente a culturas y tradiciones religiosas diversas, y como consecuencia de ello, hoy tiene el rostro de una Metrópolis multiétnica y multirreligiosa en la que quizás la integración sea compleja y fatigosa. Por parte de la comunidad católica no faltará nunca una aportación convencida para encontrar modalidades cada vez más adaptadas a la tutela de los derechos fundamentales de la persona en el respeto de la legalidad. Yo estoy también persuadido, como usted, señor Alcalde, ha afirmado, que extrayendo nueva linfa de las raíces de su historia plasmada por el derecho antiguo y por la fe cristiana, Roma sabrá encontrar la fuerza para exigir de todos el respeto a las normas de la convivencia civil y rechazar toda forma de intolerancia y discriminación.
Permítanme notar, además, que los episodios de violencia, deplorados por todos, manifiestan un malestar más profundo; son el signo -diría- de una verdadera pobreza espiritual que aflige al corazón del hombre contemporáneo. La eliminación de Dios y de su ley, como condición de la realización de la felicidad del hombre, no ha alcanzado de hecho su objetivo; al contrario, prova al hombre de las certezas espirituales y de la esperanza necesarias para afrontar las dificultades y los desafíos cotidianos. Cuando, por ejemplo, a una rueda le falta el eje central, se reduce su función motriz. Así la moral no cumple su fin último si no tiene como perno la inspiración y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien. Ante el debilitamiento preocupante de los ideales humanos y espirituales que han hecho de Roma el “modelo” de civilización para el mundo entero, la Iglesia, a través de las comunidades parroquiales y de las demás realidades eclesiales, se está empeñando en una obra educativa capilar, de cara a redescubrir, en particular a las nuevas generaciones, estos valores perennes. En la época postmoderna, Roma debe volver a apropiarse de su alma más profunda, de sus raíces civiles y cristianas, si quiere hacerse promotora de un nuevo humanismo que ponga en el centro la cuestión del hombre reconocido en su realidad plena. El hombre, desvinculado de Dios, quedaría privado de su propia vocación trascendente. El cristianismo es portador de un mensaje luminoso sobre la verdad del hombre, y la Iglesia, que es depositaria de este mensaje, es consciente de su propia responsabilidad hacia la cultura contemporánea.
¡Cuantas otras cosas quisiera decir en este momento! Como obispo de esta Ciudad no puedo olvidar que también en Roma, a causa de la actual crisis a la que me refería antes, está creciendo el número de aquellos que, perdiendo su empleo, se encuentran en condiciones precarias y quizás no consiguen hacer frente a los compromisos financieros asumidos, pienso por ejemplo en la compra o alquiler de la casa. Es necesario hacer un esfuerzo concorde entre las distintas instituciones para salir al encuentro de cuantos viven en la pobreza. La comunidad cristiana, a través de las parroquias y las estructuras caritativas, está ya comprometida en sostener diariamente a muchas familias que no consiguen mantener un nivel digno de vida y que, como ya ha sucedido recientemente, está dispuesta a colaborar con las respectivas autoridades a la consecución del bien común. También en este caso los valores de la solidaridad y de la generosidad, que están enraizados en el corazón de los romanos, podrán ser apoyados por la luz del Evangelio, para que todos se hagan cargo nuevamente de las exigencias de los más necesitados, sintiéndose partícipes de una única familia. En efecto, cuanto más madure en cada ciudadano la conciencia de sentirse responsable en primera persona de la vida y del futuro de los habitantes de nuestra Ciudad, tanto más crecerá la confianza en poder superar las dificultades del momento presente.
¿Y qué decir de las familias, de los niños y de los jóvenes? Gracias, señor Alcalde, porque con ocasión de esta visita mía, usted me ha ofrecido como regalo un signo de esperanza para los jóvenes llamándolo con mi nombre, el de un anciano Pontífice que mira confiado a los jóvenes y que reza por ellos cada día. Las familias, la juventud pueden esperar un futuro mejor en la medida en que el individualismo deje espacio a los sentimientos de colaboración fraterna entre todos los componentes de la sociedad civil y de la comunidad cristiana. Que esta obra pueda ser un estímulo también para que Roma realice un tejido social de acogida y respeto, donde el encuentro entre la cultura y la fe, entre la vida social y el testimonio religioso, coopere a formar comunidades verdaderamente libres y animadas por sentimientos de paz. A esto podrá oferecer una aportación singular también el próximo “Observatorio para la libertad religiosa”, al que usted ha hecho alusión hace un momento.
Señor Alcalde, queridos amigos, al final de esta intervención mía, permitid que vuelva la mirada hacia la Virgen con el Niño, que desde hace siglos vela maternal en esta sala sobre los trabajos de la Administración ciudadana. A Ella le confío a cada uno de vosotros, vuestro trabajo y los buenos propósitos que os animan. Que podáis siempre estar concordes al servicio de esta amada Ciudad, en la que el Señor me ha llamado a desarrollar mi ministerio episcopal. Sobre cada uno de vosotros invoco de corazón la abundancia de las bendiciones divinas y aseguro a todos un recuerdo en la oración. ¡Gracias por vuestra acogida!

[Al final del discurso, tras el intercambio de regalos, se descubrió la lápida recuerdo de la visita, en presencia del Papa, del Alcalde y del presidente de la Concejalía. Después se asomó a la plaza desde el Palacio Senatorial, y realizó este discurso a los ciudadanos de Roma]

Queridos hermanos y hermanas,
tras haber encontrado a los Administradores de la Ciudad, estoy muy contento de saludar cordialmente a todos vosotros, reunidos en esta plaza del Campidoglio, sobre la que se proyecta, en un abrazo ideal, la columnata con la que Bernini completó la espléndida estructura de la Basílica Vaticana. Viviendo en Roma desde hace tantísimos años, ya me he hecho un poco romano; pero más romano me siento como obispo vuestro. Con una participación más viva, por tanto, dirijo, a través de cada uno de vosotros, mi pensamiento a todos “nuestros” conciudadanos, a quienes en cierto modo representáis: a las familias, a las comunidades, a las parroquias, a los niños, a los jóvenes y a los ancianos, a los discapacitados y a los enfermos, a los voluntarios y a los agentes sociales, a los inmigrantes y a los peregrinos. Agradezco al cardenal vicario, que me acompaña en esta visita mía, y animo a proseguir en su empeño a cuantos -sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos- colaboran activamente con las Administraciones públicas por el bien de Roma, de sus periferias y barrios.
Hace unos días, encontrándome con los párrocos de Roma, decía que el corazón romano es un “corazón de poesía”, subrayando que la belleza es “casi un privilegio suyo, un carisma natural”. Roma es bella por los vestigios de su antigüedad, por sus instituciones culturales y los monumentos que narran su historia, por las iglesias y sus múltiples obras maestras del arte. Pero Roma es bella sobre todo por la generosidad y la santidad de tantos hijos suyos, que han dejado huellas elocuentes de su pasión por la belleza de Dios, la belleza del amor que no se marchita ni envejece. De esta belleza fueron testigos los Apóstoles Pedro y Pablo y la multitud de mártires de los inicios del cristianismo; han sido testigos muchos hombres y mujeres que, romanos por nacimiento o por adopción, a través de los siglos se han consumido al servicio de la juventud, de los enfermos, de los pobres y de todos los necesitados. Me limito a citar algunos: el diácono san Lorenzo, santa Francisca Romana, cuya fiesta se celebra precisamente hoy, san Felipe Neri, san Gaspar del Búfalo, san Juan Bautista de Rossi, san Vicente Pallotti, la beata Ana Maria Taigi, los beatos esposos Luis y María Beltrami Quatrocchi. Su ejemplo muestra que, cuando una persona se encuentra con Cristo, no se cierra en sí misma, sino que se abre a las necesidades de los demás y, en cada ámbito de la sociedad, antepone el bien de todos a su propio interés.
De hombres y mujeres así hay verdaderamente necesidad también en nuestro tiempo, porque no pocas familias, no pocos jóvenes y adultos atraviesan situaciones precarias y quizás incluso dramáticas: situaciones que sólo unidos es posible superar, como enseña también la historia de Roma, que ha conocido otros tantos momentos difíciles. Me viene a la mente, a propósito, un verso del gran poeta latino Ovidio que, en una elegía suya, animaba así a los romanos de su tiempo: “Perfer et obdura: multo graviora tulisti – soporta y resiste: has superado situaciones mucho más difíciles” (cfr Trist., lib. V, el. XI, v. 7). Además de la necesaria solidaridad y al debido empeño de todos, podemos contra siempre con la ayuda cierta de Dios, que nunca abandona a sus hijos.
Queridos amigos, al volver a vuestras casas, comunidades y parroquias, decid a cuantos encontréis que el Papa asegura a todos su comprensión, su cercanía espiritual y su oración. A todos, especialmente a los enfermos, sufren o se encuentran en graves dificultades, llevad mi recuerdo y la bendición de Dios, que ahora invoco sobre vosotros por intercesión de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, de santa Francisca Romana, co-patrona de Roma, y especialmente de Maria Salus populi romani. ¡Dios bendiga y proteja siempre a Roma y a sus habitantes!
Discurso en el monasterio de Santa Francisca Romana

Hoy en la fiesta de la santa, co-patrona de Roma

Queridas hermanas Oblatas:

Con gran alegría, tras la visita al cercano Campidoglio, vengo a encontraros en este histórico monasterio de santa Francisca Romana, mientras aún está en curso el cuarto centenario de su canonización, que sucedió el 29 de mayo de 1608. Precisamente hoy, además, cae la fiesta de esta gran santa, en recuerdo de la fecha de su nacimiento al cielo. Estoy por tanto particularmente agradecido al Señor de poder hacer este homenaje a la “más romana de las santas”, en feliz sucesión con el encuentro que he tenido con los Administradores en la sede del gobierno ciudadano. Al dirigir mi saludo cordial a vuestra comunidad, y en particular a vuestra presidenta, madre Maria Camilla Rea – a quien agradezco por las corteses palabras con las que ha expresado vuestros comunes sentimientos- lo extiendo al obispo auxiliar monseñor Ernesto Mandara, a las estudiantes huéspedes y a todos los presentes.
Como sabéis, he estado con mis colaboradores de la Curia Romana de Ejercicios espirituales, que coinciden con la primera semana de Cuaresma. En estos días he experimentado una vez más qué indispensables son el silencio y la oración. Y he pensado también en santa Francisca Romana, a su total dedicación a Dios y al prójimo, de la que brotó la experiencia de vida comunitaria aquí, en Tor de’ Specchi. Contemplación y acción, oración y servicio de caridad, ideal monástico y empelo social: todo esto encontró aquí un “laboratorio” rico en frutos, en estrecho lazo con los monjes Olivetanos de Santa María Nova. Pero el verdadero motor de cuanto se ha realizado aquñi a lo largo del tiempo ha sido el corazón de Francisca, en el que el Espíritu Santo derramó sus dones espirituales y al mismo tiempo suscitó tantas iniciativas de bien.
Vuestro monasterio se encuentra en el corazón de la ciudad. ¿Cómo no ver en esto casi el símbolo de la necesidad de devolver la dimensión espiritual al centro de la convivencia civil, para dar pleno sentido a las múltiples actividades del ser humano? Precisamente desde esta perspectiva, vuestra comunidad, junto con las otras comunidades de vida contemplativa, está llamada a ser una especie de “pulmón” espiritual de la sociedad, para que a todo el hacer, a todo el activismo de una ciudad no le falte la “respiración” espiritual, la referencia a Dios y a su designio de salvación. Este es el servicio que hacen en particular los monasterios, lugares de silencio y de meditación de la Palabra divina, lugares donde hay preocupación por tener siempre la tierra abierta hacia el cielo. Vuestro monasterio, además, tiene una peculiaridad, que refleja naturalmente el carisma de santa Francisca Romana. Aquí se vive un singular equilibrio entre vida religiosa y vida laical, entre vida en el mundo y fuera del mundo. Un modelo que no ha nacido en el laboratorio, sino en la experiencia concreta de una joven romana: escrito -se diría- por Dios mismo en la extraordinaria existencia de Francisca, en su historia de niña, de adolescente, de jovencísima esposa y madre, de mujer madura, conquistada por Jesucristo, como diría san Pablo. No por nada las paredes de estos ambientes están decoradas con imágenes de su vida, para demostrar que el verdadero edificio que Dios quiere construir son las vidas de los santos.
También en nuestros días, Roma necesita mujeres -y naturalmente también hombres, pero aquí quiero subrayar la dimensión femenina- mujeres, decía, todas de Dios y del prójimo; mujeres capaces de recogimiento y de servicio generoso y discreto; mujeres que sepan obedecer a sus pastores, pero también apoyarles y estimularles con sus sugerencias, maduradas en el coloquio con Cristo y en la experiencia directa en el campo de la caridad, de la asistencia a los enfermos, a los marginados, a los menores en dificultad. Es el don de una maternidad que se hace una con la oblación religiosa, según el modelo de María Santísima. Pensemos en el misterio de la Visitación: María, tras haber concebido en el corazón y en la carne al Verbo de Dios, en seguida se pone en camino para ayudar a su anciana pariente Isabel. El corazón de María es el claustro donde la Palabra sigue hablando en el silencio, y al mismo tiempo, es el horno de una caridad que empuja a gestos valientes, como también a una generosidad perseverante y escondida.
¡Queridas hermanas! Gracias por la oración con la que acompañáis siempre al ministerio del Sucesor de Pedro, y gracias por vuestra preciosa presencia en el corazón de Roma. Deseo que experimentéis cada día la alegría de no anteponer nada al amor de Cristo, un lema que hemos heredado de san Benito, pero que refleja bien la espiritualidad del apóstol Pablo, venerado por vosotras como patrón de vuestra Congregación. A vosotros, monjes Olivetanos y a todos los presentes imparto de corazón una especial bendición apostólica.