El obispo, hombre de oración
Primera audiencia del Papa a los obispos recientemente nombrados
Queridos hermanos en el Episcopado:
Estoy contento de acogeros y os saludo con gran afecto, con ocasión de vuestro curso de actualización que la Congregación para la Evangelización de los Pueblos ha promovido para vosotros, obispos recientemente nombrados. Estas jornadas de reflexión en Roma, para profundizar en los deberes de vuestro ministerio y para renovar la profesión de vuestra fe sobre la tumba de san Pedro, son también una experiencia singular de colegialidad, fundada en la ordenación episcopal y en la comunión jerárquica. Que esta experiencia de fraternidad, de oración y de estudio en la Sede Apostólica acreciente en cada uno de vosotros la comunión con el Sucesor de Pedro y con vuestros Hermanos, con los que compartís la solicitud por toda la Iglesia. Doy las gracias al cardenal Ivan Dias por sus cordiales palabras, como también al monseñor secretario y al monseñor secretario adjunto que, junto con los colaboradores del dicasterio, han organizado este simposio.
Sobre vosotros, queridos Hermanos, llamados desde hace poco al ministerio episcopal, la Iglesia pone no pocas esperanzas, y os sigue con la oración y con el afecto. Yo también quiero aseguraros mi cercanía espiritual en vuestro servicio cotidiano al Evangelio. Conozco los desafíos que tenéis que afrontar, especialmente en las comunidades cristianas que viven su propia fe en contextos difíciles, donde, además de las diversas formas de pobreza, se comprueban a veces formas de persecución a causa de la propia fe cristiana. A vosotros toca el deber de alimentar su esperanza, de compartir sus dificultades, inspirándoos en la caridad de Cristo que consiste en la atención, ternura, compasión, acogida, disponibilidad e interés en los problemas de la gente, por la cual se está dispuesto a empeñar la vida (cfr Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Misionera Mundial 2008, n. 2).
En cada una de vuestras tareas sois sostenidos por el Espíritu Santo, que en la Ordenación os ha configurado a Cristo, sumo y eterno Sacerdote. De hecho, el ministerio episcopal se comprende sólo a partir de Cristo, la fuente del Sacerdocio único y supremo, del cual el Obispo es hecho partícipe. Por tanto, “se esforzará en adoptar un estilo de vida que imite la kénosis de Cristo siervo, pobre y humilde, de manera que el ejercicio de su ministerio pastoral sea un reflejo coherente de Jesús, Siervo de Dios, y lo lleve a ser, como Él, cercano a todos, desde el más grande al más pequeño” (Juan Pablo II, Exhort. ap. Pastores gregis, 11). Pero, para imitar a Cristo, es necesario dedicar un tiempo adecuado a "estar con él" y contemplarlo en la intimidad orante del coloquio corazón a corazón. Estar frecuentemente en presencia de Dios, ser hombre de oración y de adoración: a esto sobre todo está llamado el Pastor. A través de la oración él, como dice la Carta a los Hebreos (cfr 9,11-14), se convierte en víctima y altar, para la salvación del mundo. La vida del Obispo debe ser oblación continua a Dios por la salvación de su Iglesia, y especialmente para la salvación de las almas que le han sido confiadas.
Esta oblatividad pastoral constituye también la verdadera dignidad del Obispo: ésta le viene del hacerse siervo de todos, hasta dar la propia vida. El episcopado, de hecho – como el presbiterado – nunca debe ser mal entendido según categorías mundanas. Éste es servicio de amor. El Obispo está llamado a servir a la Iglesia con el estilo del Dios hecho hombre, siendo cada vez más plenamente siervo del Señor y siervo de la humanidad. Él es sobre todo servidor y ministro de la Palabra de Dios, la cual es su verdadera fuerza. El deber primero del anuncio, acompañado por la celebración de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía, brota de la misión recibida, como subraya la Exhortación Apostólica Pastores gregis: "Aunque el deber de anunciar el Evangelio es propio de toda la Iglesia y de cada uno de sus hijos, lo es por un título especial de los Obispos que, en el día de la sagrada Ordenación, la cual los introduce en la sucesión apostólica, asumen como compromiso principal predicar el Evangelio a los hombres y hacerlo 'invitándoles a creer por la fuerza del Espíritu o confirmándolos en la fe viva'” (n. 26). De esta Palabra de salvación, el Obispo debe nutrirse abundantemente, poniéndose en continua escucha de ella, como dice san Agustín: “Aunque somos pastores, el pastor escucha con temblor no sólo lo que se dirige a los pastores, sino también lo que se dirige al rebaño" (Discurso 47, 2). Al mismo tiempo, la acogida y el fruto de la proclamación de la Buena Noticia están estrechamente ligados a la calidad de la fe y de la oración. Cuantos son llamados al ministerio de la predicación deben creer en la fuerza de Dios que brota de los Sacramentos y que les acompaña en la tarea de santificar, gobernar y anunciar; deben creer y vivir cuanto anuncian y celebran. Al respecto, resultan actuales las palabras del Siervo de Dios Pablo VI: "Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación" (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 76).
Sé que las comunidades a vosotros confiadas se encuentran, por así decirlo, en las “fronteras” religiosas, antropológicas y sociales y, en muchos casos, son presencia minoritaria. En estos contextos, la misión de un Obispo es particularmente comprometida. Pero es precisamente en estas circunstancias en las que, a través de vuestro ministerio, el Evangelio puede mostrar toda su potencia salvífica. No debéis ceder al pesimismo y al desánimo, porque es el Espíritu Santo el que guía a la Iglesia y le da, con su soplo poderoso, el valor de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización, para alcanzar ámbitos hasta ahora inexplorados. La verdad cristiana es atrayente y persuasiva precisamente porque responde a la necesidad profunda de la existencia humana, anunciando de forma convincente que Cristo es el único Salvador de todo el hombre y de todos los hombres. Este anuncio permanece válido hoy como lo fue al principio del cristianismo, cuando se llevó a cabo la primera gran expansión misionera del Evangelio.
¡Queridos Hermanos en el Episcopado! Es en el poder del Espíritu Santo donde vosotros tenéis la sabiduría y la fuerza de hacer de vuestras Iglesias testigos de salvación y de paz. Él os guiará en los caminos de vuestro ministerio episcopal, que confío a la intercesión maternal de María Santísima, Reina de los Apóstoles. Por mi parte, os acompaño con la oración y con una afectuosa Bendición Apostólica, que imparto a cada uno de vosotros y a todos los fieles de vuestras comunidades.