9/24/10

¿Somos libres?

Cormac Burke


¿Es libre el hombre?

Nunca como hoy se ha hablado tanto de la libertad del hombre. Si es de los temas actuales que más preocupan, ¿será porque hay más libertad en el mundo moderno? O acaso puede ser porque hay menos?[1]
Por una parte, se puede sostener, no sin razón, que nuestra libertad personal, en el campo individual, social, político y económico, se ve cada vez más reducida (sin ir más lejos, nos encontramos limitados por una serie de condicionantes que nos impone el Estado: controles económicos, impuestos, aparato burocrático, etc.).
Sin embargo, mucha gente mantendría que la libertad personal —la libertad en la conducta personal— va en aumento, por lo menos en las sociedades occidentales. Uno es más “libre” para hacer lo que le da la gana en algunas esferas del campo moral; por ejemplo, en todo lo que se refiere al sexo. Parece que la gente, en general, acepta menos restricciones en el campo sexual que antes. Aunque parece también que esta mayor “libertad” en la conducta no está dando, como resultado, una mayor felicidad en la vida, y uno se queda con la sensación de que es poco satisfactoria una libertad cuyo incremento no lleva a una mayor felicidad.
Otros niegan rotundamente la misma idea de libertad. El hombre no es libre. De hecho —afirman—, es un ser condicionado, y en sus acciones sigue unas normas dictadas por características hereditarias y por sus propias circunstancias. El hombre se engaña —dicen— cuando habla de su libertad.
Evidentemente, lo primero que tenemos que hacer es intentar aclarar esta cuestión[2]. Cuando hablamos de libertad, ¿hablamos de algo real, por difícil que sea definirlo, o hablamos de algo imaginario?

Libres..., y aún no libres

¿Es el hombre libre, o no lo es? ¡Yo estaría dispuesto a defender las dos proposiciones!: que sí lo es y que no lo es... Todo depende, claro, de lo que uno entienda por libertad, porque la palabra encierra una cierta ambigüedad. Si el decir que el hombre es libre quiere decir que tiene libre albedrío, que posee una capacidad de elección inteligente, yo estoy dispuesto a defender esta proposición contra todos los deterministas. Indudablemente, puede haber momentos en los que creamos que nuestro libre albedrío quedó disminuido, o quizá totalmente vencido, por las circunstancias. Nadie negará que esto puede ocurrir. Pero me figuro que nadie tampoco negará que no ocurre siempre, y que fácilmente nos podemos engañar en cuanto a tales momentos; que cuando decimos que fuimos vencidos por la pasión, el mal genio o las circunstancias, lo que probablemente ocurrió es que, haciendo uso de nuestro libre albedrío, escogimos lo fácil antes que lo difícil. Resulta cómodo y atractivo ser determinista cuando uno no está preparado a escoger las opciones más difíciles; cuando uno no está dispuesto, por ejemplo, a controlar la sensualidad, a dominar el espíritu crítico, a aceptar sus responsabilidades, a rectificar una ambición egoísta...
Por tanto, al conceder que puede haber casos en los que nuestro libre albedrío se vea disminuido o superado por las circunstancias, yo mantendría que éstos, en las personas normales, son poco frecuentes. A una persona normal le basta pasar revista a sus acciones de un día cualquiera para convencerse de que podía, con toda facilidad (o al menos con toda seguridad), haber variado muchas de ellas: podía no haberse levantado por la mañana o haberse levantado en el acto; podía haber escrito aquella carta antes que ésta; podía haber elegido una comida u otra; podía haber visto un programa de televisión o dejarlo de ver; podía haber tenido una discusión con su mujer en lugar de haberla evitado, o podía haber evitado la discusión en lugar de haberla tenido...
En otras palabras, una persona corriente sólo tiene que reflexionar un poco para estar convencida de que cada día ha ejercido un poder de elección en determinados sentidos, y que podía haber ejercido ese mismo poder en otros, incluso opuestos. Y esto significa estar convencido de que uno tiene libre albedrío.
Ahora bien, libre albedrío —poder de elección— no coincide perfectamente con libertad. Yo puedo escoger esto o aquello: huevos fritos o huevos pasados por agua, por ejemplo, si me ofrecen la elección... Si solamente me ofrecen huevos pasados por agua, ya sólo soy libre para comer o para pasar hambre, lo que no tiene mucho de libre elección. No, libre albedrío y libertad no son sinónimos. Con mi libre albedrío puedo decidir hacer un viaje a Nueva York. Pero si no tengo dinero con que pagar el billete, no soy libre para realizar el viaje. Un esclavo tiene libre albedrío, pero no tiene libertad. La libertad, por tanto, no consiste solamente en poseer el libre albedrío; consiste en algo más. Y yo sostendría que nosotros carecemos de ese “algo más”, que todavía no hemos alcanzado la libertad en toda su plenitud.

¿Libertad es lo mismo que independencia?

La pregunta inmediata será qué es ese “algo más”. ¿Es la independencia? Algunas personas parecen creer que libertad viene a significar esencialmente independencia. Cuando dicen que el hombre es libre o que debe ser libre, quieren dar a entender que es independiente o que debe llegar a ser independiente. Esta sí que es una tesis que yo negaría absolutamente. Me parece del todo obvio que el hombre no es independiente. De hecho, es una criatura extremadamente dependiente. Uno de los comentarios que me suelen parecer más falsos o, al menos, equívocos, entre los que se repiten a menudo acerca de la libertad, es que “el hombre nace libre”. ¿Que nace libre? ¿Puede imaginarse una cosa más indefensa y dependiente que un niño recién nacido? No, el hombre nace con dependencias evidentes. Al comienzo de su vida, sus dependencias son totalmente involuntarias, casi inconscientes: aire, luz, calor, alimento... Según va creciendo empieza a elegir cosas que muchas veces le crean nuevas necesidades y dependencias voluntarias. Depende de un tren o de un coche para desplazarse, del tabaco para calmar sus nervios, de la popularidad para inflar su ego, de los periódicos para tener sus propios puntos de vista, de su mujer y de sus hijos para sentirse querido...
Pensar, como hace mucha gente, que el desarrollo humano auténtico significa llegar a un estado de autosuficiencia total es erróneo, porque una autosuficiencia total es sencillamente imposible para el hombre, y tratar de alcanzarla es una forma de autodestrucción. Cuanto más vive uno, tanto más dependiente —y, por consiguiente, tanto menos autosuficiente— se va haciendo. Uno se hace más dependiente de pocas o de muchas cosas, de cosas que son importantes o que no lo son, de cosas que le hacen más hombre o menos hombre, de cosas (en definitiva) que le hacen más libre o menos libre... De hecho, la categoría de la vida de un hombre es función directa del tipo de cosas de las que depende. Y nos acercamos al auténtico problema de la libertad cuando decimos que el problema radica en el tipo de dependencias que uno va adquiriendo a lo largo de su vida. El hombre que depende del alcohol, las drogas, el sexo o, sencillamente, de sus “ganas” o “desganas”, difícilmente puede considerarse libre. Dejarse arrastrar por el sexo, por ejemplo, y centrar la vida en ello, es una abyecta esclavitud.
Pero el hombre, precisamente porque no es un ser autosuficiente, necesita ansiar algo o depender de algo. Y la libertad tiene precisamente mucho que ver con ansiar y depender de cosas que eleven al hombre, le desarrollen y le ennoblezcan. El querer y anhelar la verdad o la bondad o el amor, por ejemplo, es parte de ese juego de la libertad, de ese proceso de auténtica liberación. Gustave Thibon habla de una “dependencia muerta, que oprime al hombre, y una dependencia viva que le abre y eleva”. Y añade: “La primera de estas dependencias es la esclavitud; la segunda, la libertad.”

Hacia una definición de la libertad

Hasta ahora he evitado —a propósito— el difícil problema de definir la libertad. Quizá ahora podamos intentar una definición. La mayor parte de la gente, si se le inquiriese, probablemente diría que la libertad es el “poder de hacer lo que te da la gana”. Esta idea superficial de la libertad, como fácilmente se puede comprobar, no vale. Uno puede hacer muchas cosas porque le da la gana, y ser menos libre como resultado. Para utilizar el sencillo ejemplo de Frank Sheed: uno puede comer todo lo que le da la gana y obtener como resultado aquella limitación de la libertad que llamamos indigestión.
No, la libertad no es el poder de hacer lo que a uno le da la gana; es algo mucho más importante. La libertad fluye del espíritu, de nuestra alma, como propiedad o característica de la voluntad, y permite poseerse a sí mismo de tal modo que mis acciones se deban sólo a mí mismo. De modo que podríamos decir que la libertad supone el poder de ser plenamente uno mismo, o la capacidad de llegar a ser plenamente uno mismo; la posibilidad de llegar a realizar plenamente nuestras potencias humanas.
Por eso, en un cierto sentido, el hombre no nace ya libre; pero nace con potencia o posibilidad de serlo, con el poder de hacerse libre, de hacerse dueño de sus propias acciones. De un modo todavía más paradójico, se puede decir que el hombre nace con el poder de hacerse hombre... Un cachorro se convierte, de un modo natural, en un perro plenamente desarrollado sin necesidad de preocuparse por el proceso. Pero un niño no se convierte automática e inevitablemente en un hombre propiamente dicho. Si se entiende por hombre al ser humano llegado a su perfección o en camino de llegar, espiritual y moralmente desarrollado, uno no llega a ser hombre sencillamente por haber cumplido veintiuno o treinta y tres años. Uno puede no llegar nunca a ser hombre en pleno sentido; algunos, de hecho, nunca llegan a serlo.
Un hombre no es cualquiera que esté físicamente bien desarrollado. Las potencias físicas del hombre se desarrollan automáticamente. Pero tiene también potencias espirituales, y éstas pueden desarrollarse insuficientemente o desarrollarse mal. Pueden quedarse subdesarrolladas. Se encuentran hombres en plena madurez física quienes, sin embargo, tienen la inteligencia subdesarrollada. Y se encuentran, sobre todo, quienes tienen la voluntad subdesarrollada: tienen poca o ninguna fuerza de voluntad. En otras palabras, no son todavía hombres, porque no son dueños de sí mismos o de sus propias elecciones. Aún no ejercitan su libertad. Por tanto, aún no son propiamente libres; aún no poseen ni plena ni firmemente —y pueden acabar perdiéndolo— lo que es más característico de la naturaleza humana: el dominio sobre los condicionantes físicos o biológicos que determinan inexorablemente la conducta de los animales (y en la pérdida de ese dominio o ese control hay siempre culpa o culpas personales; todo hombre puede, y debe, desarrollarse bien, madurar y mejorar su libertad).
La persona que, en sus acciones, se deja llevar de modo habitual por lo que le apetece estará seguramente subdesarrollada, desde el punto de vista de la libertad. No estará en posesión efectiva de ella. Estará motivada, por encima de todo, por la comodidad, el instinto, la pasión; lo que no presenta ninguna diferencia práctica respecto a la conducta de los animales. De este modo, el pecado, aunque es un signo de 5 la existencia de la libertad en la voluntad, no es un acto o afirmación de la libertad, sino que va contra ella (de parecida forma a como el error es signo de la existencia de conocimiento en la inteligencia, pero no es un acto de conocimiento verdadero, sino todo lo contrario).

Libertad futura

De modo que —insisto— la libertad es la capacidad de elegir los medios adecuados para desarrollar nuestro fin personal, exentos o por encima de los determinismos animales. Por eso la libertad incluye el poder de realizar las propias potencialidades, el poder de desarrollarse, de crecer, de alcanzar la propia y auténtica personalidad, de no tener que ir a la deriva, de no verse obligado a ser menos que un hombre.
Ahí está la paradoja. Por eso somos libres y no somos libres. Somos libres porque tenemos libre albedrío. No somos libres plenamente porque no se han desarrollado todas nuestras posibilidades ni superado nuestras necesidades. La mayoría de las personas estaría de acuerdo en que mientras uno tiene deseos o necesidades no satisfechos no es plenamente libre. En un momento de la Segunda Guerra Mundial, los aliados expresaron sus objetivos de guerra en la declaración de las Cuatro Libertades. Me he olvidado de tres de ellas, pero una creo que fue “Libres de necesitar”. Esto, bien entendido, es la verdadera libertad. No se trata solamente de estar libre del hambre o de la necesidad material. Esto es esencial, pero no basta. Ser mendigo y, de pronto, heredar un millón de dólares no trae consigo el verse libre de necesitar. Una persona a quien le pasara esto seguiría necesitando más: más amor, más fama, más placer, más amistad, incluso más dinero. La auténtica libertad de necesitar implica el haber llegado a un estado en el que uno no necesita más; no por una reducción al Nirvana, donde uno está satisfecho porque ya no le queda ningún deseo, sino por la plena satisfacción de las auténticas necesidades de su propia naturaleza, o, dicho de otro modo, por el descubrimiento y fomento de los deseos que verdaderamente elevan y liberan. Cada uno tiene que descubrir cuáles son estas auténticas necesidades; tiene que descubrir, por ejemplo, que el amor es una necesidad más auténtica que el sexo, o que no se puede ser feliz y libre dejando insatisfecha su inmensa necesidad de bondad, y de verdad, y de belleza...
Si la libertad incluye el desarrollo máximo de las mejores de nuestras potencias (inteligencia y voluntad), evidentemente va dirigida hacia un estado donde, por fin —así esperamos—, seremos verdaderamente nosotros mismos, donde habremos desarrollado todas las potencialidades de nuestra naturaleza y nos poseeremos a nosotros mismos plenamente. Ahora bien, está claro que todavía no poseemos ese estado. Cuando hablamos de la libertad en este sentido estamos hablando de una libertad futura, meta definitiva de nuestra vida, hacia la cual intentamos tender y de la cual procuramos no apartarnos.

La importancia de lo que se elige

Pero vamos a observar de cerca esa libertad presente que es nuestro libre albedrío, nuestro poder de escoger entre distintas alternativas, nuestro poder de decir “Sí” o “No‟. Esta libertad es la que caracteriza a todo hombre, formando la base de su dignidad y convirtiéndole en un ser capaz de asumir responsabilidades. Es libre y responsable porque puede escoger. Si el encarcelamiento es un castigo tan grande es porque priva al hombre de numerosas elecciones. Su libertad de elección se ve brutalmente reducida. Puede dar un paseo por el patio de la cárcel, pero no por las calles de la ciudad, ni por el campo. Puede comer la comida que le ofrecen o pasar hambre; pero no puede salir a comerse un buen bistec.
Otro punto es que mientras unas decisiones nos desarrollan más, otras nos desarrollan menos, y hay incluso algunas que impiden nuestro desarrollo. No tenemos personalidad estática. Cambiamos a lo largo del tiempo, querámoslo o no, nos guste o no. Hasta cierto punto, las circunstancias nos obligan a cambiar. Pero lo que fundamentalmente afecta a esta constante variación de nuestra personalidad son nuestras decisiones libres: un “Sí‟ en lugar de un “No‟; un “No‟ en lugar de un “Sí‟. Somos como caminantes que constantemente encontramos cruces de varios caminos (cada elección es un cruce) y debemos elegir. Evidentemente, por tanto, es importante saber qué tipo de cosas escoge uno y cómo afectan a su desarrollo como persona, a su personalidad, dado que ninguna elección, como ningún camino, es indiferente. Todas tienden a llevarte a algún sitio, arriba o abajo, hacia tu meta (si la tienes) o lejos de ella... Pueden también no llevarte a ninguna parte; ser un callejón sin salida, un camino que se hunde en un pantano o que se pierde en las arenas del desierto.

Gente subdesarrollada

Si echamos una mirada atrás a cualquier etapa de nuestra vida —los últimos cuatro o cinco años, por ejemplo— y observamos nuestra conducta personal, vemos que hemos escogido ciertas cosas que podíamos no haber escogido, y que, en ese caso, hoy seríamos otra persona. Mi historia personal podía haber sido totalmente diferente, para mejor y para peor... Si, con la experiencia adquirida, pudiéramos volver a vivir esos años de nuevo, me imagino que la mayor parte de nosotros variaría más o menos algunas decisiones —porque eran decisiones pobres, que no nos ayudaron—, convencidos de que alguna otra alternativa hubiera sido mejor. Evidentemente, no podemos cambiar el pasado, pero sí podemos aprender de la experiencia, con la esperanza de acertar en nuestras decisiones futuras.
Se nos habla hoy mucho de países subdesarrollados. Por regla general, se está hablando de países que hacen enormes esfuerzos precisamente para desarrollarse, mostrando quizá mayores síntomas de vitalidad que muchos países “desarrollados”. Pero, ¡cuánta gente subdesarrollada existe en este mundo nuestro! Personas cuyas vidas se mueven en círculos estrechísimos, cuyos horizontes se limitan a pequeños intereses y satisfacciones personales; gente aburrida de su trabajo y aburrida de su casa; gente cuya vida parece centrarse en un equipo de fútbol, en una quiniela, en sus cuatro comodidades...; gente que, en definitiva, no está haciendo ningún esfuerzo para desarrollarse.

Saber decir “Sí‟ o “No‟

¿Cómo puede caer una persona en tal estado de apatía? Generalmente, a base de sus propias decisiones libres, a base de elegir sistemáticamente las opciones fáciles, los caminos más inmediatamente atrayentes, en los cruces que encuentra. El resultado de ejercer en este sentido la libertad es, en el mejor de los casos, un estrecho callejón, una senda encajonada; a veces, un callejón sin salida; en los peores casos, puede ser un precipicio o un desierto.
Una senda encajonada, una rodera, es un modo condicionado de elegir, un modo no-libre de elegir. Se puede caer en una de estas roderas sin darse cuenta de ello. Decir siempre “Sí‟ a las mismas cosas, sin pensar en el hecho de que, en lugar de vivir realmente como un hombre libre —tomando decisiones conscientes y auténticas—, se está sencillamente yendo a la deriva. A veces una persona sí que se da cuenta de la rodera, o llega a darse cuenta, y le gustaría salir de ella. Entonces descubre que no es tan fácil, que el hábito adquirido cuesta de romper. Si, de hecho, no pudiera romperlo, no sería libre. La persona que no puede evitar el tumbarse en una butaca siempre que ve el televisor encendido..., o la persona que se da cuenta de que debería dejar de fumar y no lo consigue..., han perdido - al menos en relación con estas materias - su libertad. No pueden decir que “No‟, y para ser libre es esencial poder decir “Sí‟ o “No‟. Para constatar la libertad es esencial tener al menos dos opciones. Si uno tiene solamente una opción, si sólo puede decir que “Sí‟, o que “No‟, entonces no se deja margen al ejercicio de la libertad. Una opción, claramente, no tiene nada de opción. Es en estos casos cuando se suele comentar, no sin razón, que “no había ninguna opción”.

Libertad y sexo

Creo que aquí, en nuestra consideración del tema de la libertad, podría muy bien hacerse sentir una nota de urgencia. Somos libres para elegir, y estamos constantemente ejerciendo esta libertad de elección, escogiendo caminos que llevan a algún sitio. ¿Adónde? Un hombre está completamente perdido, en cuanto a su propia vida, si no sabe adónde le está llevando. No tiene realmente el control de ella si no se ha propuesto una meta y está empleando su libertad de opción para alcanzarla.
Sólo la persona que tiene un objetivo en su vida, un objetivo de desarrollo personal, puede emplear su libre albedrío inteligentemente. Lo puede emplear inteligentemente de una manera positiva: escogiendo aquellas cosas que le ayuden en su desarrollo, que enriquezcan su personalidad y su vida. Y lo puede emplear inteligentemente de una manera negativa: evitando aquellas decisiones que puedan limitar su desarrollo personal, evitando la elección de cosas que puedan empequeñecerlo y sumergirlo en la rutina de un estático subdesarrollo, o, lo que es mucho más grave, esclavizarlo más y más, llegando incluso a aniquilarlo.
Consideremos un apartado obvio: “Sexualidad y libertad”. Veamos el caso de la persona que ejerce alguna forma de autocontrol en materia sexual, que elige observar las normas de la moral cristiana, con las restricciones que llevan consigo; sabe que el sexo está hecho para el matrimonio y, por tanto, que es preciso controlar los pensamientos sexuales, la imaginación, etc., y también prescindir de cierto tipo de libros o películas o espectáculos. ¿Cabe decir que esta persona es menos libre que el hombre abandonado a sus instintos, que no reconoce restricción alguna y hace lo que en cada momento se le apetece?
Restricciones y libertad
¿Es menos libre una persona por el hecho de aceptar unas normas o leyes y las restricciones que lleven consigo? ¿Implica toda restricción una pérdida de libertad? ¿Sí?... Piénsalo bien... Pues ¡no! No estoy de acuerdo con que toda restricción implique necesariamente una pérdida de libertad. Ciertas restricciones son, de hecho, una garantía para conservar o para desarrollar la libertad. Una persona las acepta porque está personalmente convencida de que si no las observa puede perder su libertad.
La cabina de un avión es un espacio restringido que ofrece más bien poca libertad de movimientos. Sin embargo, el que compra un billete para Nueva York y se mete en ella no es probable que la abandone en pleno vuelo... ¡para afirmar su libertad! La libertad que le interesa es la que le permita llegar a Nueva York, y las mismas restricciones de la cabina (el aire presurizado y acondicionado, cuando fuera apenas hay oxígeno y la temperatura está a 45 grados bajo cero; el ir a 950 kilómetros por hora) le ayudan a sacar el máximo partido del ejercicio de su libertad.
Una carretera es una restricción. Su pavimento tiene una anchura determinada, curvas, peraltes. Pero el hombre que decida, de pronto, que ya está bien de ser esclavo de estas restricciones y, en vez de seguir la próxima curva, continúe recto hacia adelante, probablemente descubrirá que esta afirmación de su libertad le deja en el fondo de un barranco o aplastado contra un árbol. Una autopista es un ejemplo todavía más claro. La autopista tiene más restricciones; está cercada, tiene un número limitado de entradas y salidas, velocidades máximas, a veces incluso mínimas... Sin embargo, nadie que tenga un poco de sentido común, al decidir entrar en la autopista, considera estas restricciones como algo que limita su libertad, sino como algo que le ayuda a sacar el máximo partido de ella.
Si un hombre se enamora de una mujer, si un chico se enamora de una chica, y su amor es un amor verdadero (un amor puro, si se nos permite emplear una palabra tan clara como tradicional), querrá ser libre para amarla. Si es un hombre normal y sincero, sabrá que su naturaleza sexual —que puede ser dirigida hacia el servicio y la expresión de su amor— debe ser dirigida hacia ese fin. Sabrá que esa orientación y subordinación de la sexualidad hacia el amor exige un control que la misma sexualidad no acepta fácilmente. Su tendencia es buscar su propia satisfacción sin condiciones. Y si se la deja descontrolada, arrolla todo, destruyendo el amor y esclavizando.

“Yo escogí la esclavitud”

Los que no quieren admitir ninguna restricción en el campo sexual corren el peligro de perder su libertad para amar, incluso de perderla por completo. Al decir que „Sí‟ a un instinto tan imperioso como el sexual, y tantas veces cuantas se hace sentir, pierden su capacidad de decir “No‟. Y —hay que insistir en este punto— un hombre no es libre a no ser que también pueda decir que No. “Puedo resistir cualquier cosa menos la tentación”, decía Oscar Wilde, con su característica ironía. No era libre. Era un esclavo (aunque, por lo menos, se daba cuenta de ello). ¿No habrá muchas personas en este mundo de hoy que están voluntaria y rápidamente forjando su propia esclavitud? (aunque —posiblemente— bastantes de ellas no se den cuenta).
Yo escogí la libertad fue el título de un conocido best-seller de hace veinticinco o treinta años. Alguien —no recuerdo quién— puso pegas al título: que no tenía sentido, que no se puede escoger la libertad. ¡Pues sí se puede! Como se puede escoger lo contrario de la libertad. Me temo que la autobiografía de muchos, hoy día, pudiera tristemente intitularse Yo escogí la esclavitud.
La elección de una persona al hacer esto, al ver o leer aquello, etc., puede ser una elección libre; ahí está su responsabilidad. Pero en muchos casos no es, bajo ningún concepto, una elección en favor de la libertad. Es una elección en favor de la esclavitud.
¡Elegir la esclavitud!, y elegirla libremente... Suena a absurdo. Y, desde luego, no cabe duda de que, en cierto sentido, lo es; absurdo e irracional. Pero no más absurdo ni imposible que el caso de un pueblo que, con un voto libre y democrático, escoja un gobierno comunista. Libremente habrá escogido la esclavitud.
No puedo evitar la impresión de que muchos de los que hoy día presumen a los cuatro vientos de su libertad se encuentran, de hecho, como en un coche fuera de control bajando velozmente por una cuesta que termina en precipicio. Lo que les pasa, sencillamente, es que no saben parar. Como consecuencia, intentan darse ánimo afirmando que han alcanzado una nueva dimensión de la libertad. Lo cierto es todo lo contrario: han perdido el control sobre sus propias vidas; sus elecciones son cada día más previsibles y más determinadas; están encaminados hacia una total destrucción o un definitivo cautiverio.

* * *
[1] “Nunca ha tenido el hombre un sentido tan agudo de su libertad, y entretanto surgen nuevas formas de esclavitud social y psicológica” (Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 4).
[2] El autor se siente obligado, por un deber de justicia y de agradecimiento, a decir que sus ideas acerca de la libertad, en su mayoría, y probablemente en su totalidad, han sido inspiradas por las palabras y los escritos de San Josemaría Escrivá de Balaguer. Y aconseja las obras de Monseñor Escrivá a todos los que quieren entender lo que la libertad —y especialmente la mayor libertad de todas: la libertad cristiana— significa verdaderamente.