la Iglesia es la juventud del mundo
Visita “ad Limina” de los obispos de Brasil Este
Venerados Hermanos en el Episcopado:
Os doy la bienvenida, feliz de recibiros a todos en el transcurso de la visita ad Limina Apostolorum que estáis haciendo en nombre y a favor de vuestras diócesis de la Región Este 1, para reforzar los lazos que las unen al Sucesor de Pedro. De esto mismo se hizo eco monseñor Rafael Cifuentes en las palabras de saludo que me ha dirigido en vuestro nombre y que le agradezco, apreciando mucho las oraciones que día a día se elevan al Cielo por mí y por la Iglesia entera en las diversas comunidades familiares, parroquiales, religiosas y diocesanas de las provincias eclesiásticas de Río de Janeiro y de Niterói. Sobre todos y cada uno descienda, radiante, la benevolencia del Señor: que Él “haga brillar su rostro sobre ti y muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz” (Nm 6, 25-26).
Sí, amados Hermanos, que el resplandor de Dios irradie de todo vuestro ser y vida, a semejanza de Moisés (cf. Ex 34, 29.35) y más que él, pues ahora todos nosotros “reflejamos, como en un espejo, la gloria del Señor, y somos transfigurados a su propia imagen con un esplendor cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es Espíritu” (2 Cor 3, 18). Así lo sentían los Padres conciliares cuando, al final del Vaticano II, presentan a la Iglesia en estos términos: “Rica de un largo pasado siempre vivo, y caminando para la perfección humana en el tiempo y para los destinos últimos de la historia e de la vida, ella es la verdadera juventud del mundo. (…) Miradla y encontraréis en ella el rostro de Cristo, el verdadero héroe, humilde y sabio, el profeta de la verdad y del amor, el compañero y el amigo de los jóvenes” (Mensaje del Concilio a la humanidad: A los jóvenes). Dejando transparentar el rostro de Cristo, la Iglesia es la juventud del mundo.
Pero será muy difícil convencer a alguien de esto, si no se revela en la generación joven de hoy. Por ello, como ciertamente os habréis dado cuenta, un tema habitual en mis conversaciones con vosotros es la situación de los jóvenes en vuestras respectivas diócesis. Confiado en la providencia divina que amorosamente preside los destinos de la historia sin dejar de preparar los tiempos futuros, me complace ver el amanecer de mañana en la juventud de hoy. Ya el Venerable Papa Juan Pablo II, viendo a Roma volverse “joven con los jóvenes” en el año 2000, les saludó como “los centinelas de la mañana” (Carta ap. Novo millennio ineunte, 9; cf. Homilía en la Vigilia de Oración de la XV Jornada Mundial de la Juventud, 19/VIII/2000, 6), con la tarea de despertar a sus hermanos para que remen mar adentro en el vasto océano del tercer milenio. Y, para demostrarlo, más que nunca llega a la memoria la imagen de las largas colas de jóvenes esperando a confesar en el Circo Máximo y que volvió a dar confianza a muchos sacerdotes en el sacramento de la Penitencia.
Como bien sabéis, amados Pastores, el núcleo de la crisis espiritual de nuestro tiempo tiene sus raíces en el oscurecimiento de la gracia del perdón. Cuando este no es reconocido como real y eficaz, se tiende a liberar a la persona de la culpa, haciendo de modo que las condiciones para su posibilidad nunca se verifiquen. Pero, en lo más íntimo, las personas así “liberadas” saben que esto no es verdad, que el pecado existe y que ellas mismas son pecadoras. Y, aunque algunas líneas de la psicología sienten gran dificultad en admitir que entre los sentimientos de culpa, puedan darse también los debidos a una verdadera culpa, quien sea tan frío que no pruebe sentimientos de culpa ni siquiera cuando debe, que procure recuperarlos por todos los medios, porque en el orden espiritual son necesarios para la salud del alma. De hecho Jesús vino a salvar, no a aquellos que ya se libraran por sí mismos pensando que no tienen necesidad de Él, sino a cuantos sienten que son pecadores y que le necesitan (cf. Lc 5, 31-32).
La verdad es que todos tenemos necesidad de Él, como Escultor divino que quita las incrustaciones de polvo y basura que se posan sobre la imagen de Dios inscrita en nosotros. Necesitamos el perdón, que constituye el núcleo de toda verdadera reforma: reconstruyendo a la persona en su interior, se convierte también en el centro de la renovación de la comunidad. En efecto, si se retiraran el polvo y la basura que hacen irreconocible en mí la imagen de Dios, me vuelvo verdaderamente semejante al otro, que es también imagen de Dios, y sobre todo me vuelvo semejante a Cristo, que es la imagen de Dios sin defecto ni límite alguno, el modelo según el cual todos nosotros fuimos creados. San Pablo expresa esto de modo muy concreto: “y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gl 2, 20). Soy arrancado de mi aislamiento y acogido en una nueva comunidad-sujeto; mi “yo” es insertado en el “yo” de Cristo y así se uno al de todos mis hermanos. Solamente a partir de esta profundidad de renovación del individuo nace la Iglesia, nace la comunidad que une y sustenta en la vida y en la muerte. Ella es una compañía en la subida, en la realización de esa purificación que los hace capaces de la verdadera altura de ser hombres, de la compañía con Dios. A medida que se realiza la purificación, también la subida – que al principio es ardua – se va volviendo más jubilosa. Esta alegría debe transparentarse cada vez más en la Iglesia, contagiando al mundo, porque ella es la juventud del mundo.
Venerados hermanos, una obra semejante no puede ser realizada con nuestras fuerzas, sino que son necesarias la luz y la gracia que proceden del Espíritu de Dios y actúa en lo íntimo de los corazones y de las conciencias. Que ellas os amparen a vosotros y a vuestras diócesis en la formación de las mentes y de los corazones, Llevad mi saludo afectuoso a vuestros jóvenes y respectivos animadores sacerdotales, religiosos e laicales. Dirijo la mirada a la Inmaculada Concepción, Nuestra Señora Aparecida, a cuya protección os entrego, y de corazón os concedo, extensiva a todos vuestros fieles diocesanos, la Bendición Apostólica.