2/06/14

Carta del Prelado del Opus Dei

(febrero 2014)


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Con el anuncio de la fecha de la beatificación del queridísimo don Álvaro, el próximo 27 de septiembre, hemos comenzado la cuenta atrás para ese acontecimiento. Es un don de Dios que enriquecerá espiritualmente a la Iglesia, a la Obra y a cada uno de nosotros. Por eso, al tiempo que elevamos nuestra gratitud al Cielo, tratemos de esmerarnos —cada una y cada uno— en seguir con mayor fidelidad diaria la llamada a la santidad que Jesucristo anunció; la senda de santificación en la vida cotidiana, que san Josemaría abrió con su correspondencia heroica a la gracia de Dios y que don Álvaro, y otros muchos fieles de la Prelatura, han recorrido ya en plena sintonía con esas enseñanzas.

La Iglesia, al declarar que don Álvaro practicó en grado heroico las virtudes cristianas, afirma que «encarnó plena, ejemplar e íntegramente (...) el espíritu del Opus Dei, que llama a los cristianos a buscar la plenitud del amor a Dios y al prójimo a través de los deberes ordinarios que forman la trama de nuestras jornadas». Por eso, con motivo del centenario de su nacimiento, el próximo 11 de marzo, os sugiero que pongamos los ojos con detenimiento en la figura de este siervo bueno y fiel, a quien el Señor encomendó el gobierno de la Prelatura del Opus Dei después del tránsito de san Josemaría al Cielo. Procedamos con afán de conocer mejor su correspondencia a la vocación cristiana, y tratemos de reproducirla en nuestras jornadas: meditemos sus escritos, aprendamos de su respuesta a la gracia, solicitando su intercesión para encarnar sin fisuras el espíritu de la Obra.

Para los fieles del Opus Dei, para los Cooperadores y para todos aquellos que desean santificarse según este espíritu, la conducta constante de don Álvaro nos muestra un modo bien concreto de seguir a Jesucristo, el único Maestro y Modelo de toda perfección. Y seguirlo nosotros por el conducto reglamentario, como decía a veces con su buen humor característico; es decir, asumiendo lo mejor posible el mismo espíritu de caminar con Cristo que san Josemaría nos transmitió por querer divino.

En este mes, además de la presentación de Jesús en el templo y la purificación de Nuestra Señora, vivamos la fiesta del 14 de febrero, en la que reluce de modo especial la unidad del Opus Dei. Ese día, como sabemos, rememoramos el aniversario del comienzo de la labor de la Obra entre las mujeres y de la fundación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, en años distintos. Por disposición de la Santa Sede, en la Prelatura la celebramos como fiesta de la Virgen: Mater Pulchræ Dilectionis, Madre del Amor Hermoso.

En el acta de consagración de un altar, en 1972, san Josemaría escribió que lo consagraba en honor y alabanza de Nuestro Señor Jesucristo, que quiso coronar su Obra con el santo signo de la Cruz; lo hizo en un Centro de mis hijas y en el aniversario de su fundación: en eso vi un nuevo mandamiento divino de unidad para nuestra Familia, teniendo en cuenta que los sacerdotes habían de ordenarse para servir a las dos Secciones de la Obra.

En María Santísima tenemos el ejemplo acabado de una criatura que, durante toda su existencia, se identificó completamente con el querer de Dios; lo contemplamos especialmente en el momento en que recibió el anuncio de que iba a ser Madre de Dios y en su perseverancia, llena de fortaleza, de fe, esperanza y caridad, junto a la Cruz donde moría su Hijo para nuestra salvación. Escribe el Santo Padre: hablar de fe comporta a menudo hablar también de pruebas dolorosas, pero precisamente en éstas san Pablo ve el anuncio más convincente del Evangelio, porque en la debilidad y en el sufrimiento se hace manifiesto y palpable el poder de Dios que supera nuestra debilidad y nuestro sufrimiento.

San Josemaría nos invitaba a pensar hasta qué punto somos amigos de la Cruz de Cristo, de esa Cruz con la que Jesús quiso coronar su Obra (...). Quiso coronarla como coronan los reyes su palacio en lo más alto: con la Cruz. Quiso poner la realeza suya para que el mundo viera que la Obra era Obra de Dios. Fue un catorce de febrero. Yo comencé la Misa sin saber nada, como otras veces, y acabé sabiendo que el Señor quería la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que el Señor quería que coronásemos nuestro edificio sobrenatural, que nuestra familia espiritual llevara en lo alto esta señal de la realeza divina.

Considero que don Álvaro se comportó así desde que pidió la admisión en el Opus Dei; luego, en el transcurso de los años, con su acendrada fidelidad a la gracia y su estrecha unión con nuestro Fundador, fue creciendo en amor al Santo Madero, jornada tras jornada. Después de su marcha a la casa del Cielo, hemos ido conociendo muchos detalles en los que se manifiesta su amor al sacrificio, que nos une a la Cruz de Cristo. Especialmente desde su llegada a Roma en 1946 y luego, durante bastantes años, sobre sus hombros recayó —entre otros muchos trabajos— el encargo de conseguir fondos para la edificación de la sede central del Opus Dei. Esto le provocó grandes preocupaciones que —aunque no le quitaban la paz— le ocasionaban constantes padecimientos: enfermedades del hígado, fuertes dolores de cabeza, y otras afecciones que influyeron no poco en su salud. Afrontó esas situaciones sin quejarse, con una sonrisa en los labios, feliz de poder ofrecerlas al Señor por la Iglesia y por el desarrollo de la Obra.

Recuerdo una ocasión en la que se encontraba en cama, con una fiebre muy alta, pero no tuvo más remedio que levantarse y salir a la calle para resolver un problema económico urgente que sólo podía solucionar personalmente. Una de las mujeres que cuidaban la atención doméstica de la sede central de la Obra, conocedora de que don Álvaro había estado con fiebre el día anterior, y no sabía si todavía continuaba con esa afección, al enterarse de este suceso, comentó a san Josemaría: "Ayer estaba con mucha fiebre". A lo que paternalmente comentó nuestro Fundador: a ti, no te hubiera dejado ir; a él, sí. Hasta tal punto sabía que podía apoyarse en ese hijo suyo, al que muchos años antes había calificado de saxum, roca.

¿Y cuál era la profunda razón de este comportamiento? En el decreto sobre las virtudes heroicas, se lee que «la dedicación del Siervo de Dios al cumplimiento de la misión que había recibido estaba radicada en un profundo sentido de la filiación divina, que le llevaba a buscar la identificación con Cristo en un abandono confiado a la voluntad del Padre, lleno de amor al Espíritu Santo, constantemente inmerso en la oración, fortificado por la Eucaristía y por un tierno amor a la Santísima Virgen María». A continuación, ese documento de la Santa Sede afirma que don Álvaro «dio pruebas de heroísmo en el modo como afrontó las enfermedades —en las que veía la Cruz de Cristo— (...) y los ataques que sufrió por su fidelidad a la Iglesia. Era hombre de profunda bondad y afabilidad, que transmitía paz y serenidad a las almas. Nadie recuerda un gesto poco amable de su parte, un movimiento de impaciencia ante las contrariedades, una palabra de crítica o de protesta por alguna dificultad: había aprendido del Señor a perdonar, a rezar por los perseguidores, a abrir sacerdotalmente sus brazos para acoger a todos con una sonrisa y con cristiana comprensión».

El Papa Francisco comentaba hace pocas semanas que los santos no son superhombres, ni nacieron perfectos. Son como nosotros, como cada uno de nosotros, son personas que antes de alcanzar la gloria del cielo vivieron una vida normal, con alegría y dolores, fatigas y esperanzas. Pero, ¿qué es lo que cambió su vida? Cuando conocieron el amor de Dios, le siguieron con todo el corazón, sin condiciones e hipocresías; gastaron su vida al servicio de los demás, soportaron sufrimientos y adversidades sin odiar y respondiendo al mal con el bien, difundiendo alegría y paz. Ésta es la vida de los santos: personas que por amor a Dios no le pusieron condiciones a Él en su vida.

Estas palabras del Santo Padre componen, a mi parecer, un retrato de don Álvaro. Recurramos —insisto— a su intercesión para que sepamos mantenernos fuertes ante las dificultades y contradicciones, con la confianza puesta en nuestro Padre Dios.

Aparte de ser saxum, soporte para san Josemaría en tantas ocasiones, don Álvaro constituyó con su modo de hacer, sobre todo, un apoyo firme para sacar la Obra adelante. Y no sólo con su colaboración en el gobierno del Opus Dei o con sus trabajos para conseguir la adecuada configuración jurídica de la Obra como Prelatura personal, sino en la tarea de facilitar la fidelidad de todos al espíritu en las diferentes circunstancias. Muchas veces repitió nuestro Padre que, a menudo, don Álvaro, movido por el Espíritu Santo, le recordaba algún punto del espíritu del Opus Dei que san Josemaría deseaba tocar en una conversación: la práctica de la corrección fraterna, la necesidad de comportarse como un padre o una madre con las personas que coinciden con nosotros, la acogida bondadosa y serena de quienes experimentan alguna pena o preocupación...

A veces, incluso le pedía alguna sugerencia para ahondar en su trato personal con Dios. Lo explicaba nuestro Padre, abriendo su alma ante un pequeño grupo de hijos suyos; y comentaba en una ocasión: hoy, después de la acción de gracias, le he dicho a don Álvaro que me hiciera alguna consideración de piedad, que me removiera para amar más a Jesucristo en el Sagrario. Y me ha hecho presente que allí está María también, de alguna manera, necesariamente de alguna manera; y con María, José. De alguna manera inefable, pero allí están: no pueden separarse de su Hijo.

El 19 de febrero es el santo de don Álvaro, y me viene a la memoria una observación de nuestro Padre. Decía precisamente en esa fecha de 1974, refiriéndose a ese fidelísimo hijo suyo: a don Álvaro le pasa una cosa muy buena: que no tiene santo, sino beato. De modo que, si no se hace santo él, no sé cómo lo vamos a arreglar.... Ese deseo de san Josemaría está a punto de cumplirse: si Dios quiere, a partir de la beatificación podremos celebrar su santo en la fecha que la Santa Sede designe para conmemorarlo litúrgicamente.

Vuelvo a repetir que la consideración de la respuesta diaria de don Álvaro puede ayudarnos, más aún en los meses próximos, a poner nuestros pasos en las huellas de san Josemaría; así imitaremos más perfectamente a Cristo. Recojo algunas palabras de mi predecesor, que nos ayudarán a hacer un examen personal hondo y lleno de paz.

«En todos los años de su vida terrena, nuestro Padre caminó como zarandeado por el Espíritu Santo; tanto en los primeros tiempos, cuando aún no podía darse cuenta, como después, plenamente consciente y correspondiendo de una manera heroica a la acción del Espíritu de Dios (...). Afirmaba que desde el 2 de octubre de 1928 lo único que había tenido que hacer era dejarse llevar. Se dice fácilmente; pero si repasamos con calma su vida, advertimos que ese dejarse llevar, esa única cosa que tuvo que hacer, requirió de él innumerables sacrificios, burlas, incomprensiones, soledad, calumnias, antes y después de la fundación de la Obra.

»Vamos a hacer el propósito de dejarnos llevar también nosotros por Dios, de esta manera (cfr. Rm 8, 14). La correspondencia de nuestro Padre fue en todo momento heroica, aunque le quitase importancia con esa afirmación suya. Procuremos imitarle, si no como gigantes, por lo menos como buenos hijos. Nuestro Padre fue un gigante de la santidad; nosotros, hijos que procuran seguir los pasos de tan buen padre, también hemos de ser santos».

Sigamos rezando por el Papa, por sus intenciones y por sus colaboradores inmediatos. De modo especial, encomendemos los frutos del Consistorio que se celebrará en la segunda parte de este mes, para que redunde en gran bien para la Iglesia, para el mundo, para las almas. Y continuad muy unidos también a mis intenciones, que son muchas, para que se vayan realizando como Dios quiere. Siento la urgencia de preguntaros: ¿cómo y cuánto rezáis por la persona de Francisco? ¿Cómo le ayudáis con un espíritu generoso de sacrificio? ¿Vivís con frecuencia el omnes cum Petro ad Iesum per Maríam?: todos, con Pedro, a Jesús por María.

Encomendad la expansión de la Obra a nuevos países, desde donde no cesan de llamarnos. Durante el viaje a Jerusalén tuve la alegría de rezar con vosotras y con vosotros en el Santo Sepulcro, en Getsemaní, en la Basílica de la Natividad... Me venía a la mente el profundo júbilo de don Álvaro mientras visitaba esos lugares. Y pocos días después he estado en Sri Lanka y en la India. Demos muchas gracias a Dios y renovemos el propósito de participar en la expansión apostólica, cada uno desde su puesto, con la oración y el trabajo convertido en oración, amando a todas las almas, a toda la humanidad: ¡qué tarea tan maravillosa la de nuestra Madre santa, la Iglesia!

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre

+ Javier