Mons. Enrique Díaz Diaz
Mal 3,1-4: Entrará en el santuario el Señor, a quien ustedes buscan Salmo 23: El Señor es el Rey de la gloria San Lucas 2,22-40: Mis ojos han visto al Salvador Llegó hace muchos años y ahora pertenece ya a la historia, al paisaje y familias de la región. ¿Cuántos años tiene? No lo sé, pero debe andar rondando los noventa. Encorvado, delgado a más no poder, pero con una luz y una alegría que le brotan por sus ojos, por sus palabras, por su generosidad.
El Tío Lole, italiano de nacimiento, mexicano por opción, Hermanito de Jesús, ha hecho de estas tierras lugar de encuentro e intimidad con el Dios que le sostiene. Ermitaño, tres o cuatro cosas son toda su riqueza y le bastan para sostenerse. Su pobre posesión la destina a la comunidad y hace brotar de su pequeña huerta alimento generoso para quien se acerca a visitarlo. Siempre habla de Dios, siempre tiene palabras de esperanza, siempre está dispuesto, aunque la ancianidad y las enfermedades ya casi lo destruyen. Sólo espero el día feliz de mi encuentro final con el Señor. Que sea cuando Él quiera. Que sea como Él quiera. Yo ya estoy en sus manos, lo dice con plena convicción y mucha esperanza. Es una vida que llega al final con plenitud y me brota la pregunta: ¿Yo he encontrado también esa paz y esa felicidad? ¿Qué te gustaría hacer antes de morir? ¿Cuál sería tu sueño, que una vez realizado, podrías decir: ahora sí, ya me voy en paz?
Sorprenden las palabras de Simeón porque revelan una paz y una armonía interior plena. Y tiene razón porque la esperanza largamente alimentada por todo un pueblo, el sueño que los ha sostenido por los siglos, la promesa que mantuvo encendidos sus anhelos, ahora está frente a él y lo considera como plenitud de su propia vida. No necesita más, ha visto al Salvador, se siente realizado y puede morir en paz. Lo acoge no como un privilegio personal, sólo para él, sino como un don que debe compartir y se atreve a presentarlo como luz, no exclusivamente del pueblo de Israel sino para todos los pueblos.
Las esperanzas de este hombre que ha vivido en justicia y rectitud, que es temeroso de Dios y aguarda el consuelo de Israel, se encarnan en el pequeño que presentan José y María. Este encuentro, aunque es un regalo, implica un esfuerzo y una aceptación. Interiormente ha vivido cerca del templo, en constante encuentro con Dios y en espera de la consolación. Vive orientado hacia lo que redime, hacia Quien ha de venir. Por eso su corazón se alegra al tomar en sus brazos a aquel Niño y bendice a Dios diciendo: Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo. Su corazón rebosa de alegría y en sus bendiciones nos enseña toda la verdad de Quien sostiene en sus brazos. Lo llama el Salvador, retomando las palabras de Navidad y haciéndolas actuales y precisas para ese momento.
Para cada uno de nosotros se hace presente el Salvador, en nuestra historia, en nuestras dificultades y en nuestro tiempo, solamente deberemos abrir bien los ojos para descubrir al que viene a salvarnos. Su grito de alegría descubre a este Salvador como el bien de todos los pueblos y la luz de todas las naciones. Es una nueva manifestación de Jesús como un amor y una luz capaz de atraer a los lejanos, como una llamada audible y amiga que convoca, moviliza y vincula más allá de las barreras levantadas por los hombres. Como un don universal no sujeto a los particularismos de los pueblos, de las culturas o de las religiones. Qué equivocados estamos nosotros cuando nos apropiamos de ese Jesús y lo enfrentamos a los pueblos. Qué miope nuestra mirada cuando solamente buscamos nuestros intereses y nuestros caprichos. Si pusiéramos toda nuestra vida, nuestra historia y nuestra economía, delante de esta luz que es Jesús, caerían esas torpes manipulaciones que protegen sólo a unos cuantos y a los demás los dejan sumidos en las sombras. Cristo es la luz que se anticipa y surge entre nosotros, que lo toca todo, a todos los hombres y todo el hombre. Seguir su resplandor implica y exige una promoción integral de cada ser humano. Por consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional.
Una auténtica fe siempre implica un profundo deseo de iluminar el mundo y a toda la humanidad. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos. Este anciano con sus palabras nos encamina en este nuevo sendero. Simeón, con el niño en brazos, tras haber alabado a Dios, se dirige con una palabra profética a María, y en ella a todos los discípulos, en la que une a este resplandor de la luz una especie de profecía de la cruz. Primeramente le descubre la contradicción que provocará este Niño, pues mientras para unos la luz es claridad, a los otros les descubre sus mentiras y corrupción. Y aquí no se habla del pasado. Todos nosotros sabemos hasta qué punto Cristo hoy es signo de contradicción. Para muchos Cristo, Dios mismo, es una especie de límite a la ambición y libertinaje del hombre que es necesario combatir. Dios, con su resplandor y verdad, se opone a la mentira del hombre, a su soberbia y a su egoísmo.
Es cierto, Dios es amor, pero también se puede odiar el amor cuando nos exige salir de nosotros mismos. El amor no es una romántica sensación de placer, el amor duele cuando es entrega, el amor duele cuando es fiel y llega a los extremos. La palabra final la dirige Simeón concretamente a María: Y a ti, una espada te atravesará el alma. La oposición contra el Hijo hiere también a la madre. Y afecta su corazón. La cruz de la contradicción, que se ha hecho radical, se convierte en ella en una espada que le traspasa el alma. Fiesta de la Candelaria no es sólo una bella tradición de tamales y candelas, sino la manifestación de Cristo como nuestra luz y la presentación clara de las exigencias para el discípulo. Quien sigue a Jesús debe dejarse iluminar en el fondo de su corazón y enfrentar la contradicción.
Con María aprendamos el significado de la verdadera compasión, libre de sentimentalismo alguno. Ella padeció-con Jesús, nosotros ahora debemos acoger el dolor ajeno como sufrimiento propio. Padecer-con Jesús en nuestros hermanos. Candelaria, día de la presentación de la luz en medio de nosotros y nuestras vidas. Dios, Padre de amor y misericordia, que nos donas a tu Hijo para que sea nuestro Salvador, concede que su luz ilumine nuestras sombras y nos sostenga en los momentos de contradicción. Amén.