R. Valdés
San Josemaría predicó incansablemente que todos los bautizados están llamados a la santidad, y que esta se puede alcanzar en el ejercicio de cualquier trabajo honesto. La profesión, al colocarnos en un determinado lugar dentro de la comunidad humana, supera el ámbito privado y alcanza una dimensión social. Los cristianos están llamados a demostrar, con hechos, que se pueden desarrollar trabajos productivos que, al mismo tiempo, ayuden a las personas del entorno laboral a perfeccionarse
Hace poco más de un año, el Prelado del Opus Dei señalaba que el Año de la fe era una oportunidad inmejorable para dar un fuerte impulso a la nueva evangelización que necesita el mundo, comenzando por nuestra mejora diaria[1]. En esta serie de artículos sobre la nueva evangelización hemos considerado la importancia de transmitir nuestra fe de un modo más incisivo, dando un testimonio de alegría cristiana en nuestra vida de familia y en nuestro trabajo, para así salir al encuentro de las almas y ofrecerles la luz y fortaleza que necesitan[2].
La invitación a la nueva evangelización no es solo una reacción ante un cierto oscurecimiento de las raíces cristianas. Es algo que va mucho más allá: «el Evangelio, este mensaje de salvación, tiene dos objetivos que se encuentran relacionados: el primero, suscitar la fe, y esta es la evangelización; el segundo, transformar el mundo según el diseño de Dios (…). Pero no son dos cosas separadas: se trata de una única misión: ¡llevar el Evangelio con el testimonio de nuestra vida transforma el mundo!»[3]. Es algo, pues, que está ínsito en la vocación cristiana: «Esta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social»[4].
Transformar el mundo
La fe vivida con coherencia transforma el mundo. Por eso, la nueva evangelización no se reduce a llegar a los individuos uno a uno, sino que tiene también la misión de «alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad»[5]. Esta tarea, en definitiva, aspira a cambiar y elevar la cultura de cada civilización.
A lo largo de la historia, el Evangelio ha ejercido su influjo en las sociedades donde era anunciado. Lo vemos ya en los primeros siglos, cuando los cristianos enriquecieron el patrimonio filosófico y jurídico de la antigüedad clásica. La verdad de la dignidad humana se abrió paso al cobijo de la llamada a la filiación divina, dirigida a todos por igual: «todos sois hijos de Dios por medio de la fe en Cristo Jesús (…). Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús»[6]. A la luz de la Revelación, el trabajo se fue comprendiendo como realidad humana fundamental, pues –como gustaba recordar a san Josemaría– el hombre fue creado por Dios ut operaretur[7]: para cultivar la tierra, es decir, para trabajar.
El arte, el derecho, el desarrollo de las ciencias… atestiguan una verdadera evangelización de la creatividad y la inteligencia humanas. «La fuerza y la influencia soberanas del espíritu cristiano habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en las costumbres de los pueblos y en la organización del Estado»[8], hasta llegar a conformar «un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella»[9].
Un mensaje capaz de configurar la cultura
No obstante, hoy podría dar la impresión de que ese “tejido cultural” inspirado por el cristianismo en algunos ambientes se ha deteriorado. Lejos de desanimarnos, esta situación se convierte en una llamada a la responsabilidad personal de cada bautizado de frente al mundo: «No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta»[10].
Al contemplar la suerte de algunos de sus contemporáneos, que buscan acallar –con la seguridad material, el hedonismo o la frivolidad– el espíritu que busca respuestas definitivas sobre la vida y vocación del ser humano, el cristiano no puede sino sentirse impulsado a compartir su fe. Debe de volver a proponer esa luz que da unidad a los afanes diarios de los hombres y mujeres: «Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. (…) La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo»[11]. El mensaje cristiano no es un consuelo ilusorio para las penas de esta vida, sino una fuerza que transforma la existencia personal y colectiva, y que, en consecuencia, se materializa en los estilos de vida, las instituciones, las expresiones artísticas: en definitiva, se hace cultura.
Es ciertamente amplio el concepto de “cultura”. Designa la manifestación del pensamiento y de la acción humana, más allá de lo que nos otorga la mera naturaleza. Cuaja en comportamientos, actitudes y opiniones que se difunden entre los hombres y mujeres, y que muchas veces son presupuestos para la vida ordinaria. En este sentido, la cultura nos acompaña durante toda nuestra existencia, y configura el modo en que crecemos y percibimos la realidad. No nos condiciona absolutamente, pues es la persona quien, con su libertad, asimila o rechaza lo que recibe, a la vez que contribuye al crecimiento o al cambio de una cultura.
La cultura es algo característico del hombre. La Palabra de Dios está viva en los miembros de una sociedad cuando la cultura refleja los valores del Evangelio, que «con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida, perfecciona y restaura en Cristo. Así, la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye, por lo mismo, a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad, incluida la litúrgica, educa al hombre en la libertad interior»[12].
La cultura, siendo fruto de la libertad de los hombres, está sujeta a evoluciones y cambios. Esto implica que la evangelización de este campo es una tarea que se realiza en cada época y en distintos contextos. Se requiere pues, una gran capacidad de discernimiento, que llevará a valorar la justa la diversidad, siempre que no sea incompatible con la fe en Cristo. En ocasiones, será necesario purificar los valores y modos de comportamiento imperantes; para esto, es importante cuidar la propia formación cristiana, que permita confrontar la cultura y las modas imperantes con la Palabra de Dios, siguiendo el consejo de san Pablo: «No extingáis el Espíritu, ni despreciéis las profecías; sino examinad todas las cosas, retened lo bueno y apartaos de toda clase de mal»[13].
En cualquier caso, no sería lógico que, al constatar un cierto ambiente adverso, los cristianos nos retrajéramos del mundo de la cultura. Al contrario, las dificultades serán señal clara de la urgencia que tiene de recibir la Buena Nueva. En este sentido, el Papa Francisco invita a fomentar una cultura del encuentro: «Esta es una propuesta: cultura de la cercanía. El aislamiento y la cerrazón en uno mismo o en los propios intereses jamás son el camino para devolver esperanza y obrar una renovación, sino que es la cercanía, la cultura del encuentro. El aislamiento, no; cercanía, sí. Cultura del enfrentamiento, no; cultura del encuentro, sí»[14]. En este encuentro sabremos rescatar lo positivo de cada postura, y reconoceremos que, en un ambiente de aparente desilusión o cinismo, en las almas se esconde el afán de algo más. Es verdad que hay quienes no son capaces de ver a Cristo que pasa, como los discípulos de Emaús, cuyos «ojos eran incapaces de reconocerle»[15]. Sin embargo, hemos de mantener el diálogo, siguiendo el ejemplo de Cristo, que: «comparte su camino, escucha su lectura de la realidad, su desilusión, y dialoga con ellos; precisamente de este modo reenciende en su corazón la esperanza, abre nuevos horizontes que estaban ya presentes, pero que sólo el encuentro con el Resucitado permite reconocer»[16].
Se trata, en definitiva, de demostrar que los valores evangélicos están a favor de la causa del hombre, que lo conducirán a su felicidad personal y al progreso de la civilización. Al mismo tiempo, en ninguna iniciativa se busca imponer o programar modos de vida desde arriba; son más bien propuestas a las que se invita a adherirse con libertad. Son aspectos sobre el apostolado de la cultura que conviene no perder de vista en una sociedad caracterizada por la pluralidad.
El ámbito del arte y las humanidades
Existen manifestaciones de las culturas de los pueblos que tradicionalmente se consideran como la realización más elevada de su genio, y que se expresan en la literatura, el teatro, el cine, la música, etc. Por este motivo, las obras de estas disciplinas encuentran un lugar especial dentro del patrimonio cultural de una sociedad. Es un campo, por lo tanto, especialmente relevante para la tarea de la nueva evangelización.
Entre la labor artística y la fe existe una natural sintonía, pues ambos tratan sobre las cuestiones humanas fundamentales, que dan sentido al día a día de las personas. Así se dirigía el beato Juan Pablo II a los artistas: «Toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo. Por ello, constituye un acercamiento muy válido al horizonte de la fe, donde la vicisitud humana encuentra su interpretación completa. Este es el motivo por el que la plenitud evangélica de la verdad suscitó desde el principio el interés de los artistas, particularmente sensibles a todas las manifestaciones de la íntima belleza de la realidad»[17].
Ante las posiciones ideológicas que pudieran considerar la fe como un freno para la tarea artística o humanística, los cristianos podemos demostrar que el Evangelio es una fuerza luminosa que continúa fecundando estos campos. Las exigencias intelectuales y morales del mensaje cristiano no constituyen un límite para el artista, sino una invitación a que se supere a sí mismo, a mirar a la Belleza. Así, el trabajo artístico hecho con perfección –y, de este modo, santificado– se convierte en un testimonio objetivo del impulso inspirador de la fe, que lleva al artista a plasmar en su obra las verdades más profundas, que son las que hombres y mujeres buscan contemplar.
Estas manifestaciones de la cultura, por lo tanto, no son indiferentes para la fe ni tampoco para los cristianos. No deben de faltar quienes se dediquen profesionalmente al arte y a las humanidades, a pesar de desenvolverse en ambientes que privilegian las profesiones técnicas. Y será lógico que estos reciban el apoyo de sus demás hermanos en la fe. También porque se beneficiarán de su labor, para cultivar el propio espíritu, pues el arte, la historia, la filosofía contribuyen al desarrollo integral de todas las personas. La cultura es de todos y, de modo especial, de los cristianos: no deben de dejar de influir en aquellas obras que son puntos de referencia para los pueblos, y que aportan el sustrato sobre el que se apoya la civilización.
Los modos de contribuir a la evangelización en este ámbito son muy variados. Sin duda, ocupa un puesto singular el apostolado personal con los artistas. También cabe promover iniciativas de impacto cultural, que sigan un enfoque de acuerdo con los valores del Evangelio. En todos los casos, para que estas iniciativas sean eficaces habrá que acompañarlas de la oración, que lleva a ponerlas con confianza en las manos del Señor: «todos los valores humanos que te atraen con una fuerza enorme -amistad, arte, ciencia, filosofía, teología, deporte, naturaleza, cultura, almas...-, todo eso deposítalo en la esperanza: en la esperanza de Cristo»[18]. De este modo, transformaremos el mundo, llevándolo a Dios.