(Junio de 2016)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis
hijas y a mis hijos!
Han transcurrido dos semanas desde la
Ascensión de Jesucristo al Cielo y resuenan todavía en nosotros sus últimas
palabras en la tierra: id al mundo entero y predicad el Evangelio a
toda criatura. Contamos con la asistencia del Espíritu Santo, que el Señor
envió a los Apóstoles en el Cenáculo y que sigue animando a la Iglesia, como en una nueva Pentecostés. Había prometido: el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará
en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he
dicho. Y cumplió su promesa. Nos toca a nosotros, que somos discípulos
suyos, llevar por todo el mundo, con nuestra palabra y nuestro ejemplo, el
mensaje de salvación que ha confiado a los cristianos.
Éste,
y no otro, es el fin de la Iglesia: la salvación de las almas, una a una. Para
eso el Padre envió al Hijo, y Yo os envío también a vosotros (Jn 20,
21). De ahí el mandato de dar a conocer la doctrina y de bautizar, para que en
el alma habite, por la gracia, la Trinidad Beatísima. El mandato de Cristo encontró en el corazón de nuestro Padre, por la
bondad divina, una acogida pronta y alegre. Y nuestro Fundador nos ha transmitido,
con garbo, ese empuje apostólico que no conoce fronteras.
San Josemaría nos enseñó siempre que,
entre las pasiones dominantes que han de dirigir nuestra
conducta, figura la de difundir las enseñanzas de Jesucristo. La actividad principal del Opus Dei —afirmaba— consiste en dar a sus miembros, y a las personas que
lo deseen, los medios espirituales necesarios para vivir como buenos cristianos
en medio del mundo. Les hace conocer la doctrina de Cristo, las enseñanzas de
la Iglesia; les proporciona un espíritu que mueve a trabajar bien por amor de
Dios y en servicio de todos los hombres. Se trata, en una palabra, de
comportarse como cristianos: conviviendo con todos, respetando la legítima
libertad de todos y haciendo que este mundo nuestro sea más justo.
Esta pasión dominante tiene
especial actualidad en este Jubileo extraordinario de la misericordia, pues
«cuando, en el ocaso de la vida, se nos pregunte si hemos dado de comer al
hambriento y de beber al sediento, también se nos preguntará si hemos ayudado a
las personas a salir de sus dudas, si nos hemos comprometido a acoger a los
pecadores, amonestándolos o corrigiéndolos, si hemos sido capaces de luchar
contra la ignorancia, especialmente la relativa a la fe cristiana y a la vida
buena».
Hay muchos modos de comunicar el
contenido de la fe. San Josemaría insistía en el apostolado personal, de tú a
tú, mediante una conversación amistosa que no pretende dar lecciones a
nadie, sino manifestar sencillamente lo que nos llena el alma y es fuente de
perenne alegría.
En otras ocasiones os he recordado aquel
consejo de nuestro Padre: antes de hablar a las almas de Dios, hablad mucho a
Dios de las almas. El trato personal con Jesucristo en la
oración es la fuente de la que se nutre nuestro entusiasmo por comunicar a
todos la belleza de la fe, por dar luz donde los hombres viven a oscuras. Es la
cercanía a Dios la que permite iluminar el mundo. Por eso decía nuestro Padre
que, cuanto
más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios.
San Josemaría nos ha transmitido una
visión positiva del mundo, de las tareas humanas nobles. Por eso nuestra actitud,
más que defensiva, ha de ser propositiva. El cristiano no tiene
miedo a la verdad, a acometer las preguntas difíciles que le plantea el
ambiente o la sociedad. Sabe que, aunque él mismo no tenga siempre todas las
respuestas, el Evangelio posee la capacidad de iluminar los dilemas y problemas
más difíciles. Este amor a la verdad hace que el cristiano transmita su fe como
lo que es: un sí inmenso al hombre, a la mujer, a la vida, a la libertad, a la
paz, al desarrollo, a la solidaridad, a las virtudes. Si Cristo nos ha hecho
felices, es normal que esa misma alegría se transmita en nuestra actitud. De
hecho, «la fuerza con que la verdad se impone tiene que ser la alegría, que es
su expresión más clara. Por ella deberían apostar los cristianos y en ella
deberían darse a conocer al mundo».
Pregúntate, pues, hija mía, hijo mío:
¿estoy contento de que Dios me haya llamado a darle a conocer a los demás? ¿Es
mi apostolado una
siembra de paz y de alegría? ¿Tengo iniciativa en
mi formación doctrinal, para dar más profundidad y vibración a mi vida
interior?
San Josemaría nos enseñó a dar doctrina
de manera que todos entiendan el mensaje del Evangelio, independientemente de
su nivel cultural o de su formación religiosa. Lo llamaba don de
lenguas, por analogía con lo que sucedió cuando el Paráclito descendió
visiblemente sobre la Iglesia. En los Apóstoles y en los primeros discípulos se
manifestó en forma de lenguas como de fuego, que se dividían y se
posaban sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y
comenzaron a hablar en otras lenguas.
El Fundador del Opus Dei explicaba que
el don de lenguas, que pedía a Dios para todos, consiste en saberse adaptar a la capacidad de los
oyentes (...). Hay que proporcionar doctrina con prudencia, con la suficiente
picardía para que el que la reciba la pueda digerir. Hay que dar doctrina a
todo el mundo, pero sin atragantar a la gente; en dosis razonables, según la
capacidad de asimilación de cada uno. También esto es parte del don de lenguas.
Como lo es igualmente el saberse renovar: saber decir lo mismo cada día con
gracia nueva.
El don de lenguas es
una gracia del Espíritu Santo, que cuenta también con nuestra iniciativa. El
estudio y el repaso de la teología, realizado con responsabilidad e ilusión
apostólica, nos permite saborear las verdades de la fe y descubrir modos de
presentarlas en todo su atractivo. Y el diálogo con nuestros amigos y colegas,
en un clima de apertura a sus preguntas, nos permitirá salir al encuentro de
sus inquietudes. «Para
esto es fundamental escuchar (...), ser capaces de compartir preguntas y dudas,
de recorrer un camino al lado del otro, de liberarse de cualquier presunción de
omnipotencia y de poner humildemente las propias capacidades y los propios
dones al servicio del bien común.
»Escuchar
nunca es fácil. A veces es más cómodo fingir ser sordos. Escuchar significa
prestar atención, tener deseo de comprender, de valorar, respetar, custodiar la
palabra del otro (...). Saber escuchar es una gracia inmensa, es un don que se
ha de pedir para poder después ejercitarse practicándolo».
Comunicar la fe no es discutir para
vencer, sino dialogar para convencer, pues «las ideas no se imponen, sino que
se proponen». Dialogar lleva a mostrar mejor una Verdad que ilumina
decisivamente nuestras vidas. Toda la vida de Jesús no es más que un maravilloso
diálogo, hijos míos, una estupenda conversación con los hombres. Si aprendemos a vivir así, ayudaremos y nos ayudarán en nuestra vida
cotidiana y humilde, a que el Evangelio sea, para todos, luz del mundo.
Me ilusiona recordaros que el día 23, en
las vísperas de la fiesta de san Josemaría —solemnidad en la Prelatura—, se
cumplen setenta años de la llegada de nuestro Padre a Roma. Acuden a mi memoria
los recuerdos —se los oí contar muchas veces— de sus primeros días en la Ciudad
Eterna: la intensidad de su oración por el Papa, ya en la primera noche de
estancia en la Urbe; la ilusión con que recibió un autógrafo de Pío XII, a las
pocas fechas de su llegada; la fe con que acudió a una audiencia con el Santo Padre,
el 16 de julio... Y las veces que, en esas primeras semanas, iba a rezar a la
Plaza de San Pedro, tan cercana al pequeño apartamento de Città Leonina, donde
habitaba.
Me imagino bien la fe y el amor con que
rezaría, en aquellas semanas, la jaculatoria con la que —desde el comienzo de
la Obra— resumía los anhelos de su alma: Omnes, cum Petro, ad Iesum per Mariam!; todos, con Pedro, a Jesús por María. Os invito a repetirla a menudo,
uniéndoos a mi oración por el Papa Francisco, por sus colaboradores, por la
Iglesia entera. Especialmente en este mes de junio, que se cierra con la
solemnidad de los Apóstoles Pedro y Pablo, columnas de la Iglesia y patronos de
la Obra.
Con todo cariño, os bendice vuestro
Padre + Javier