Primera meditación del Papa en el retiro del Jubileo Sacerdotal
“Buen día queridos Sacerdotes, iniciamos esta jornada de retiro espiritual en la que nos hará bien rezar los unos por los otros, en comunión, todos. He elegido el tema de la misericordia, como pequeña introducción, la misericordia en su aspecto más femenino, es el entrañable amor materno, que se conmueve ante la fragilidad de su criatura recién nacida y la abraza, supliendo todo lo que le falta para que pueda vivir y crecer (rahamim); y en su aspecto más masculino, es la fidelidad fuerte del Padre que sostiene siempre, perdona y vuelve a poner en camino a sus hijos.
La misericordia es tanto el fruto de una alianza por eso se dice que Dios se acuerda de su (pacto de) misericordia (heded) – como un acto gratuito de benignidad y bondad que brota de nuestra psicología más profunda y se traduce en una obra externa (eleos, que se convierte en limosna). Esta inclusividad hace que esté siempre a la mano de todos el «misericordiar», el compadecerse del que sufre, conmoverse ante el necesitado, indignarse, que se revuelvan las tripas ante una injusticia patente y ponerse inmediatamente a hacer algo concreto, con respeto y ternura, para remediar la situación.
Y partiendo de este sentimiento visceral, está al alcance de todos mirar a Dios desde la perspectiva de este atributo primero y último con el que Jesús lo ha querido revelar para nosotros: el nombre de Dios es Misericordia.
Cuando meditamos sobre la Misericordia sucede algo especial. La dinámica de los Ejercicios Espirituales se potencia desde dentro. La misericordia hace ver que las vías objetivas de la mística clásica -purgativa, iluminativa y unitiva- nunca son etapas sucesivas, que se puedan dejar atrás.
Siempre tenemos necesidad de una nueva conversión, de más contemplación y de un amor renovado. Nada une más con Dios que un acto de misericordia, ya sea que se trate de la misericordia con que el Señor nos perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da para practicar las obras de misericordia en su nombre. Nada ilumina más la fe que el purgar nuestros pecados y nada más claro que Mateo 25, y aquello de «Dichosos los misericordiosos porque alcanzarán misericordia» (Mt 5,7), para comprender cuál es la voluntad de Dios, la misión a la que nos envía.
A la misericordia se le puede aplicar aquella enseñanza de Jesús: «Con la medida que midan serán medidos» (Mt 7,2). La misericordia nos permite pasar de sentirnos misericordiados a desear misericordiar. Pueden convivir, en una sana tensión, el sentimiento de vergüenza por los propios pecados con el sentimiento de la dignidad a la que el Señor nos eleva.
Podemos pasar sin preámbulos de la distancia a la fiesta, como en la parábola del Hijo Pródigo, y utilizar como receptáculo de la misericordia nuestro propio pecado. La misericordia nos impulsa a pasar de lo personal a lo comunitario. Cuando actuamos con misericordia, como en los milagros de la multiplicación de los panes, que nacen de la compasión de Jesús por su pueblo y por los extranjeros, los panes se multiplican a medida que se reparten.
Tres sugerencias
La alegre y libre familiaridad que se establece a todos los niveles entre los que se relacionan entre sí con el vínculo de la misericordia —familiaridad del Reino de Dios, tal como Jesús lo describe en sus parábolas— me lleva a sugerirles tres cosas para su oración personal de este día.
La primera tiene que ver con dos consejos prácticos que da san Ignacio, me disculpo por la publicidad de familia, y que dice: «No el mucho saber llena y satisface el alma, sino el sentir y gustar las cosas de Dios interiormente».
San Ignacio agrega que allí donde uno encuentra lo que quiere y siente gusto, allí se quede rezando «sin tener ansia de pasar adelante, hasta que me satisfaga». Así que, en estas meditaciones sobre la misericordia, uno puede comenzar por donde más le guste y quedarse allí, pues seguramente una obra de misericordia le llevará a las demás.
Si comenzamos dando gracias al Señor, que maravillosamente nos creó y más maravillosamente aún nos redimió, seguramente esto nos llevará a sentir pena por nuestros pecados. Si comenzamos por compadecernos de los más pobres y alejados, seguramente necesitaremos de recibir misericordia.
La segunda sugerencia para rezar tiene que ver con una forma de utilizar la palabra misericordia. Como se habrán dado cuenta, al hablar de la misericordia a mí me gusta usar la forma verbal: «Hay que dar misericordia, misericordiar en español, para ser misericordiados» hay que forzar el idioma. Pero padre esto no es italiano, es verdad, pero es el modo que encuentro para explicarlo.
El hecho de que la misericordia ponga en contacto una miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción surja inmediatamente. No se puede meditar sobre la misericordia sin que todo se ponga en acción. Por tanto, en la oración, no hace bien intelectualizar.
Con prontitud, y con la ayuda de la gracia, nuestro diálogo con el Señor tiene que concretarse en algún pecado mio qué tiene que tocar su misericordia en mí, dónde siento, Señor, más vergüenza y más deseo reparar; y rápidamente tenemos que hablar de aquello que más nos conmueve, de esos rostros que nos llevan a desear intensamente poner manos a la obra para remediar su hambre y sed de Dios, de justicia, de ternura. A la misericordia se la contempla en la acción. Pero un tipo de acción que es omni-inclusiva: la misericordia incluye todo nuestro ser -entrañas y espíritu- y a todos los seres.
La última sugerencia para la jornada de hoy se refiere al fruto de los ejercicios, es decir de la gracia que tenemos que pedir y que es, directamente, la de convertirnos en sacerdotes más misericordiados y más misericordiosos.
De las cosas más linda que más me conmueve es la confesón de un sacerdote, es una cosa grande y bella, porque este hombre que se acerca para confesr sus pecados es la misma persona que después presta su oído para confesar a otros.
Nos podemos centrar en la misericordia porque ella es lo esencial, lo definitivo. Por los escalones de la misericordia (cf. Laudato si’, 77) podemos bajar hasta lo más bajo de la condición humana -fragilidad y pecado incluidos- y ascender hasta lo más alto de la perfección divina: «Sean misericordiosos (perfectos) como vuestro Padre es misericordioso».
Pero siempre para «cosechar» sólo más misericordia. De aquí deben venir los frutos de conversión de nuestra mentalidad institucional: si nuestras estructuras no se viven ni se utilizan para recibir mejor la misericordia de Dios y para ser más misericordiosos para con los demás, se pueden convertir en algo muy extraño y contraproducente. Y de esto algunos documentos de la Iglesia y discursos de los papas hablan, piden la conversión pastoral
Este retiro espiritual, por tanto, irá por el lado de esa «simplicidad evangélica» que entiende y practica todas las cosas en clave de misericordia. Y de una misericordia dinámica, no como un sustantivo cosificado y definido, ni como adjetivo que decora un poco la vida, sino como verbo -misericordiar y ser misericordiados- que nos lanza a la acción del corazón en medio del mundo.
Y además, como misericordia «siempre más grande», como una misericordia que crece y aumenta, dando pasos de bien en mejor, y yendo de menos a más, ya que la imagen que Jesús nos pone es la del Padre siempre más grande ‘semper maior’ y cuya misericordia infinita «crece», si se puede decir así, y no tiene techo ni fondo, porque proviene de su soberana libertad.
Ahora pasemos a la primera meditación la que se hace en la fiesta, y le he puesto como título de la distancia a la fiesta
Si la misericordia del Evangelio es, como hemos dicho, un exceso de Dios, un desborde inaudito, lo primero es mirar dónde el mundo de hoy y cada persona, necesita más un exceso de amor así. Lo primero es preguntarnos cuál es el receptáculo para tal misericordia; cuál es el terreno desierto y seco para tal desborde de agua viva; cuáles las heridas para ese aceite balsámico; cuál es la orfandad que necesita tal desvivirse en cariños y atenciones; cuál la distancia para tanta sed de abrazo y de encuentro…
La parábola que les propongo para esta meditación es la del padre misericordioso (cf. Lc 15,11-31). Nos situamos en el ámbito del misterio del Padre. Y me viene al corazón comenzar por ese momento en que el hijo pródigo está en medio del chiquero, en ese infierno del egoísmo, que hizo todo lo que quiso y en vez de ser libre, se encuentra esclavo. Mira a los chanchos que comen bellotas…, siente envidia y le viene la nostalgia.
Nostalgia, nostalgia, palabra clave, nostalgia por el pan recién horneado que los empleados de su casa, la casa de su padre, comen en el desayuno. La nostalgia… La nostalgia es un sentimiento poderoso. Tiene que ver con la misericordia porque nos ensancha el alma. Nos hace recordar el bien primero -la patria de donde salimos- y nos despierta la esperanza de volver. Nuestra salvación. En este horizonte amplio de la nostalgia, este joven -dice el Evangelio- entró en sí y se sintió miserable.
Cada uno de nosotros, puede buscar o dejarse llevar a ese punto en el que se siente más miserable, cada uno de nosotros tiene su secreto de miseria dentro, pedir la gracia de encontrarlo.
Sin detenernos ahora a describir lo mísero de su estado, pasemos a ese otro momento en que, después de que su Padre lo abrazó y lo besó efusivamente, él se encuentra sucio pero vestido de fiesta. Porque el padre no le dice ve y báñate. O sea sucio pero vestido de fiesta.
Da vueltas en su dedo al anillo de par con su padre. Tiene sandalias nuevas en los pies. Está en medio de la fiesta, entre la gente. Algo así como nosotros, si alguna vez nos pasó, que nos confesamos antes de la misa y ahí nomás nos encontramos «revestidos» y en medio de una ceremonia.
Es un estado de avergonzada dignidad
Detengámonos en esa «avergonzada dignidad» de este hijo pródigo, de este hijo y predilecto. Si nos animamos a mantener serenamente el corazón entre esos dos extremos -la dignidad y la vergüenza-, sin soltar ninguno de ellos, quizás podamos sentir cómo late el corazón de nuestro Padre.
Un corazón que batía con ansia, subía todos los días a la terraza para ver si el hijo volvía. Y en este punto, y en este lugar en donde hay vergüenza, podemos imaginar que la misericordia le brota como sangre. Que él sale a buscarnos -pecadores- nos atrae a sí, nos purifica y nos lanza de nuevo, renovados, a todas las periferias a misericordiar a todos.
Su sangre es la sangre de Cristo, sangre de la Nueva y Eterna Alianza de misericordia, derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Esta sangre la contemplamos entrando y saliendo de su corazón, y del corazón del Padre. Esto es nuestro único tesoro, lo único que tenemos para dar al mundo: la sangre que purifica y pacifica todo y a todos. La sangre del Señor que perdona los pecados. La sangre que es verdadera bebida, que resucita y da la vida a lo que está muerto debido al pecado.
En nuestra oración serena, que va de la vergüenza a la dignidad, de la dignidad a la vergüenza, las dos juntos, pedimos la gracia de sentir esa misericordia como constitutiva de nuestra vida entera; la gracia de sentir cómo ese latido del corazón del Padre se aúna con el latir del nuestro. No basta sentirla como un gesto que Dios tiene de vez en cuando, perdonándonos algún pecado gordo, y luego nos las arreglamos solos, autónomamente.
San Ignacio propone una imagen caballeresca propia de su época, pero, como la lealtad entre amigos es un valor perenne, puede ayudarnos. Dice que, para sentir «confusión y vergüenza» por nuestros pecados (y no perdernos de sentir la misericordia), podemos usar un ejemplo: imaginemos que un caballero se hallase delante de su rey y de toda su corte, avergonzado y confundido en haberle mucho ofendido, siendo que por parte del rey había recibido muchos dones y muchas mercedes. Imaginemos esta imagen.
No obstante, siguiendo la dinámica del hijo pródigo en la fiesta, imaginemos a este caballero como alguien que, en vez de ser avergonzado delante de todos, el rey lo toma inesperadamente de la mano y le devuelve su dignidad. Y vemos que no sólo lo invita a seguirlo en su batalla, sino que lo pone al frente de sus compañeros. ¡Con qué humildad y lealtad lo servirá este caballero de ahora en adelante! Esto me hace pensar al último párrafo del capítulo XVI de Ezequiel.
Ya sea sintiéndonos como el hijo pródigo festejado o como el caballero desleal convertido en superior, lo importante es que cada uno se sitúe en esa tensión fecunda en la que la misericordia del Señor nos pone: no solamente de pecadores perdonados, sino de pecadores dignificados. No que el Señor solamente nos limpia, sino que nos encorona, nos da dignidad.
Simón Pedro nos ofrece la imagen ministerial de esta sana tensión. El Señor lo educa y lo forma progresivamente y lo ejercita en mantenerse así: Simón y Pedro. El hombre común, con sus contradicciones y debilidades, y el que es piedra, el que tiene las llaves, el que conduce a los demás.
Cuando Andrés lo lleva a Cristo, así como está, vestido de pescador, el Señor le pone el nombre de Piedra. Apenas acaba de alabarle por la profesión de fe que viene del Padre, cuando ya le recrimina duramente por la tentación de escuchar la voz del mal espíritu al decirle que se aparte de la cruz.
Lo invitará a caminar sobre las aguas y lo dejará hundirse en su propio miedo, para tenderle enseguida una mano; apenas se confiese pecador lo misionará a ser pescador de hombres; lo interrogará repetidamente sobre su amor, haciéndole sentir dolor y vergüenza por su deslealtad y cobardía, y también por tres veces le confiará el pastoreo de sus ovejas. Siempre estos dos polos.
Ahí tenemos que situarnos, en ese espacio en el que conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. ¿Qué sentimos cuando la gente nos besa la mano? Y miramos nuestra miseria más íntima, mientras somos honrados por el pueblo de Dios, es otro momento para sentir esto.
Tenemos que situarnos, en ese espacio en el que conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. Sucios, impuros, mezquinos, vanidosos, egoístas, el pecado de los curas, y, a la vez, con los pies lavados, llamados y elegidos, repartiendo sus panes multiplicados, bendecidos por nuestra gente, queridos y cuidados. Sólo la misericordia hace soportable ese lugar. Sin ella, o nos creemos justos como los fariseos o nos alejamos como los que no se sienten dignos. En ambos casos, se nos endurece el corazón. Cuando nos sentimos justos como los fariseos o nos alejamos como esos que se sienten indignos, con la vergüenza y la dignidad, ambas cosas juntas.
Profundizamos un poco más. Nos preguntamos: Y, ¿por qué es tan fecunda esta tensión? Entre miseria y dignidad, entre miseria y fiesta.
Diría que es fecunda porque mantenerla nace de una decisión libre. Y el Señor actúa principalmente sobre nuestra libertad, aunque nos ayude en todo. La misericordia es cuestión de libertad. El sentimiento brota espontáneo y cuando decimos que es visceral parecería que es sinónimo de «animal». Pero en realidad los animales desconocen la misericordia «moral», aunque algunos puedan experimentar algo de esa compasión, como un perro fiel que permanece al lado de su dueño enfermo.
La misericordia es una conmoción que toca las entrañas, pero puede brotar también de una percepción intelectual aguda, directa como un rayo, pero no por simple menos compleja: uno intuye muchas cosas cuando siente misericordia.
Uno comprende, por ejemplo, que el otro está en una situación desesperada, límite; le pasa algo que excede sus pecados o sus culpas; también uno comprende que el otro es uno como yo, que él mismo podría estar en su lugar; y que el mal es tan grande y devastador que no se arregla sólo con justicia…
En el fondo, uno se convence de que hace falta una misericordia infinita, como la del corazón de Cristo, para remediar a tanto mal y tanto sufrimiento como vemos que hay en la vida de los seres humanos… Si la misericordia está debajo de este nivel, no alcanza. ¡Tantas cosas comprende nuestra mente con sólo ver a alguien tirado en la calle, descalzo, en una mañana fría, o al Señor clavado en la cruz por mí!
Además, la misericordia se acepta y se cultiva, o se rechaza libremente. Si uno se deja llevar, un gesto trae el otro. Si uno pasa de largo, el corazón se enfría. La misericordia nos hace experimentar nuestra libertad y es allí donde podemos experimentar la libertad de Dios, que es misericordioso con quien es misericordioso, como le dijo a Moisés. En su misericordia el Señor expresa su libertad. Y nosotros, la nuestra.
Podemos vivir mucho tiempo sin la misericordia del Señor. Es decir: podemos vivir sin hacerla consciente y sin pedirla explícitamente hasta que uno cae en la cuenta de que todo es misericordia y llora con amargura no haberla aprovechado antes, siendo así que la necesitaba tanto.
La miseria de la que hablamos es la miseria moral, intransferible, esa donde uno toma conciencia de sí mismo como persona que, en un punto decisivo de su vida, actuó por su propia iniciativa: eligió algo y eligió mal. Este es el fondo que hay que tocar para sentir dolor de los pecados y para arrepentirse verdaderamente.
Porque, en otros ámbitos, uno no se siente tan libre ni siente que el pecado afecta toda su vida y por tanto no experimenta su miseria, con lo cual se pierde la misericordia, que sólo actúa con esa condición. Uno no va a la farmacia y dice: «Por misericordia, le pido una aspirina». Por misericordia pide que le den morfina para una persona sumida en los dolores atroces de una enfermedad terminal. O todo o nada, o se va hasta el fondo o no se entiende nada.
El corazón que Dios une a esa miseria moral nuestra es el corazón de Cristo, su Hijo amado, que late como un solo corazón con el del Padre y el del Espíritu.
Recuerdo cuando Pio XII escribió la encíclica Haurietis Aquas, sobre el Sagrado Corazón, alguien dijo que eso era para las monjas. El corazón de Cristo es el centro de la misericordia, quizás las monjas lo entienden mejor de nosotros porque son madres e íconos de la Virgen en la Iglesia, Haurietis Aquas. -Pero es preconciliar, -sí pero nos hará muy bien.
Es un corazón que elige el camino más cercano y que lo compromete. Esto es propio de la misericordia, que se ensucia las manos, toca, se mete, quiere involucrarse con el otro, va a lo personal con lo más personal, no «se ocupa de un caso» sino que se compromete con una persona, con su herida.
Y miremos a nuestro lenguaje, tengo un caso, o una persona, hay un poco de clericalismo en reducir el amor de Dios a un caso, así no me toca, y hago una pastoral de horarios en la que no arriesgo nada. Ni siquiera -no se escandalicen- no tengo la posibilidad de un pecado vergonzoso.
La misericordia excede la justicia y lo hace saber y lo hace sentir; queda implicado uno con el otro. Al dignificar, la misericordia eleva a aquel hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, es misericordioso el que recibió misericordia. A este se le ha perdonado mucho porque ha amado mucho.
De aquí la necesidad del Padre de hacer fiesta, para que se restaure todo de una sola vez, devolviendo a su hijo la dignidad perdida. Esto posibilita mirar al futuro de manera nueva. No es que la misericordia no tome en cuenta la objetividad del daño hecho por el mal. Pero le quita poder sobre el futuro, ese es el poder de la misericordia, le quita poder sobre la vida que corre hacia delante.
La misericordia es la verdadera actitud de vida que se opone a la muerte, que es el fruto amargo del pecado. En eso es lúcida, no es para nada ingenua la misericordia. No es que no vea el mal, sino que mira lo corta que es la vida y todo el bien que queda por hacer.
Por eso hay que perdonar totalmente, para que el otro mire hacia adelante y no pierda tiempo en culparse y compadecerse de sí mismo y los motivos de su error. En el camino de ir a curar a otros, uno irá haciendo su examen de conciencia y, en la medida en que ayuda a otros, reparará el mal que hizo. La misericordia es fundamentalmente esperanzada, es madre de esperanza.
Dejarse atraer y enviar por el movimiento del corazón del Padre es mantenerse en esa sana tensión de avergonzada dignidad. Dejarse atraer por el centro de su corazón, como sangre que se ha ensuciado yendo a dar vida a los miembros más lejanos, para que el Señor nos purifique y nos lave los pies; dejarse enviar llenos del oxígeno del Espíritu para llevar vida a todos los miembros, especialmente a los más alejados, frágiles y heridos.
Un cura contaba, esto es histórico, de una persona en situación de calle que terminó viviendo en una hospedería. Era alguien cerrado en su propia amargura que no interactuaba con los demás. Persona culta, se enteraron después. Pasado algún tiempo, este hombre fue a parar al hospital por una enfermedad terminal y le contaba al cura que, estando allí, sumido en su nada y en su decepción por la vida, el que estaba en la cama de al lado le pidió que le alcanzara la escupidera y que luego se la vaciara. Contó que ese pedido de alguien que verdaderamente lo necesitaba y estaba peor que él, le abrió los ojos y el corazón a un sentimiento poderosísimo de humanidad y a un deseo de ayudar al otro y de dejarse ayudar él por Dios y se confesó. De este modo, un sencillo acto de misericordia lo conectó con la misericordia infinita, se animó a ayudar al otro y luego se dejó ayudar él: murió confesado y en paz. Este es el misterio de la misericordia.
Así, los dejo con la parábola del padre misericordioso, una vez que nos hemos situado en ese momento en que el hijo se siente sucio y revestido, pecador dignificado, avergonzado de sí y orgulloso de su padre. El signo para saber si uno está bien situado son las ganas de ser de ahora en adelante, misericordioso con todos.
Ahí está el fuego que vino a traer Jesús a la tierra, ese que enciende otros fuegos. Si no se prende la llama, es que alguno de los polos no permite el contacto. O la excesiva vergüenza, que no «pela los cables» y, en vez de confesar abiertamente «hice esto y esto», se tapa; o la excesiva dignidad, que toca las cosas con guantes.
Una palabra para terminar, sobre los excesos de la misericordia
El único exceso ante la excesiva misericordia de Dios es excederse en recibirla y en desear comunicarla a los demás. El Evangelio nos muestra muchos lindos ejemplos de los que se exceden para recibirla: el paralítico, cuyos amigos lo hacen entrar por el techo en medio del sitio donde estaba predicando el Señor, exagera; el leproso, que deja a sus nueve compañeros y regresa glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces y va a ponerse de rodillas a los pies del Señor; el ciego Bartimeo, que logra detener a Jesús con sus gritos, y también logra vencer la aduana de los curas para ir al Señor; la mujer hemorroisa, que en su timidez se las ingenia para lograr una estrecha cercanía con el Señor y que, como dice el Evangelio, cuando tocó el manto, el Señor sintió que salía de él una dynamis…; todos son ejemplos de ese contacto que enciende un fuego y desencadena la dinámica, desencadenar la dinámica, la fuerza positiva de la misericordia.
También está la pecadora, cuyas excesivas muestras de amor al Señor al lavarle los pies con sus lágrimas y secárselos con sus cabellos, son para el Señor signo de que ha recibido mucha misericordia, y por eso lo expresa así, exagerado, pero siempre la misericordia es exagerada, excesiva. La gente más simple, los pecadores, los enfermos, los endemoniados…, son exaltados inmediatamente por el Señor, que los hace pasar de la exclusión a la inclusión plena, de la distancia a la fiesta y esto no se entiende sino en clave de esperanza, en clave apostólica, en clave del que es misericordiado para misericordiar.
Podemos terminar rezando, con el Magnificat de la misericordia, el Salmo 50 del rey David, que recitamos en los laudes todos los viernes. Es el Magnificat de «un corazón contrito y humillado» que, en su pecado, tiene la grandeza de confesar al Dios fiel que es más grande que el pecado. Dios es más grande que el pecado.
Situados en el momento en que el hijo pródigo esperaba un trato distante y, en cambio, el padre lo metió de lleno en una fiesta, podemos imaginarlo rezando el Salmo 50. Y rezarlo a dos coros con él. Con el hijo pródigo. Podemos escucharlo cómo dice: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa…». Y nosotros decir: Pues yo también reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Y a una voz, decir: «Contra ti, Padre, contra ti solo pequé».
Rezamos desde esa tensión íntima que enciende la misericordia, esa tensión entre la vergüenza que dice: «Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa»; y esa confianza que dice: «Rocíame con el hisopo y quedaré limpio, lávame; quedaré más blanco que la nieve». Confianza que se vuelve apostólica: «Devuélveme la alegría de la salvación, afiánzame con espíritu firme y enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti»”.
Al concluir rezaron el salmo Miserere, y el Santo Padre recordó que se hacía todos juntos, pero pensando como si fuera a dos coros y en el otro estuviera el hijo pródigo.