Enrique García-Máiquez
Una de las grandes gracias de la Iglesia es resistir, desde sus dos mil años largos de existencia, el espíritu de cada época
El 15 de julio, en la Catedral de Colonia, se celebró el funeral del Cardenal Joachim Meisner. Se leyeron unas palabras de Benedicto XVI que tienen una importancia capital, más allá incluso de que todas las suyas nos interpelen e interesen. En un precioso elogio a la figura del cardenal, donde no faltaron menciones a su amor a la Eucaristía y a su debido respeto, el Papa emérito advirtió: "La Iglesia se encuentra en una necesidad particularmente apremiante de pastores convincentes que puedan resistir la dictadura del espíritu de la época".
Una de las grandes gracias de la Iglesia es ésa: resistir, desde sus dos mil años largos de existencia, el espíritu de cada época. Característica que influyó de forma decisiva en la conversión de Chesterton y de tantos. Para el gran inglés, el catolicismo es "la única religión que libera al hombre de la degradante esclavitud de ser un hijo de nuestro tiempo". Esa fuerza liberadora es la que Benedicto XVI, nada menos, ve peligrar. No haber entendido este carisma ha conducido al aggiornamento y a que éste siempre resulte, por la fuerza de la ley de la gravedad, un anonadamiento. Si la Iglesia ofrece lo del día, para eso, ya tengo el día, tal cual es, a la puerta, en la televisión, por todas partes. Una Iglesia a la última tiene el mismo sentido que un helado que, para no molestar a los que padecen hipersensibilidad dentinaria, se sirve a temperatura ambiente.
Por fortuna, Chesterton exageraba algo. La Iglesia no es la única libertadora. También la gran literatura, los clásicos, nos libran de los tópicos de cada tiempo. Lo malo es que la literatura está sufriendo su propio aggiornamento a dos bandas, por la sobrevaloración de los best-sellers y por la falta de tiempo (la gran trampa del tiempo) para leer y pensar. Otra manera de darle esquinazo a la época es recordar a nuestros muertos, aunque también está asediada por la desmemoria y por el tabú (tan contemporáneo, encima) que pesa sobre la muerte.
Contra el tiempo, tenemos la verdad, que no caduca como las modas, y el buen gusto. Ya en los 70, escribió Valentí Puig que las cosas se estaban poniendo de tal modo que empezaba a ser más confortable ir a contracorriente que dejarse llevar. Hay, pues, motivos para la esperanza, además del esencial, que no se deja atrás Benedicto XVI en su discurso: la barca de la Iglesia no zozobrará en el "temporal". Es un discurso muy estimulante.