El Papa en el Ángelus
Queridos hermanas y hermanos, buenos días!
La liturgia de hoy nos presenta las últimas réplicas del discurso
misionero del capítulo 10 del evangelio de Mateo (cf. 10,37-42), con el
cuál Jesús instruye a los Doce en el momento donde por primera vez él
les envía en misión por los pueblos de Galilea y de Judea. En esta parte
final Jesús subraya dos aspectos esenciales para la vida del discípulo
misionero: la primera, que su unión con Jesús es más fuerte que todo
otro lazo; la segunda, que el misionero no se aporte el mismo, sino a
Jesús y a través de Él el amor del Padre Celestial. Estos dos aspectos
están ligados, porque cuanto más sea Jesús el centro de nuestro corazón y
de la vida del discípulo, más este discípulo es “transparente” a su
presencia. Los dos van juntos.
“El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí”
(v.37). El afecto de un padre, la ternura de una madre, la dulce amistad
entre hermanos y hermanas, todo esto aun siendo muy bueno y legítimo,
no puede ser antepuesto a Cristo. No porque Él nos quiera sin corazón y
privados de reconocimiento, al contrario, sino porque la condición del
discípulo exige una relación prioritaria con el Maestro. Cualquier que
sea el discípulo, bien un laico, una laica, un sacerdote, un obispo: la
relación prioritaria. La primera pregunta que deberíamos hacer a un
cristiano puede ser: Tú te encuentras con Jesús? Tú oras a Jesús? La
relación. Casi se podría parafrasear el libro del Génesis: Por tanto,
dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a Jesucristo y los
dos serán uno (cf. Gn 2, 24).
Quien se deje atraer por este vínculo de amor y de vida con el Señor
Jesús, se convierte en su representante, su “embajador”, sobre todo con
su manera de ser, de vivir. Hasta el punto que Jesús mismo, enviando a
los discípulos en misión, les dice: “El que os acoge a vosotros me acoge
a mí, y el que me acoge a mí, acoge a aquel que me ha enviado” (Mt 10,
40). Es necesario que las personas puedan percibir que para este
discípulo, Jesús es verdaderamente “el Señor”, es verdaderamente el
centro, el todo de la vida. No importa si después, como toda persona
humana, tiene sus límites y sus errores- con la condición de que él
tenga la humildad de reconocerlo-; lo importante es que no tenga el
corazón “doble”, es peligroso. Yo soy cristiano, soy discípulo de Jesús,
soy sacerdote, soy obispo, pero tengo el corazón falso. Esto no es así.
No hay que tener un corazón “doble”, sino simple, unificado; que no se
esté en dos cosas a la vez, sino que sea honesto con el mismo y con los
otros. La duplicidad no es cristiana. Por eso Jesús ora al Padre a fin
que los discípulos no caigan en el espíritu del mundo. O tú estás con
Jesús, con el espíritu de Jesús, o estás con el espíritu del mundo.
Y aquí esta experiencia de sacerdotes nos enseña una cosa muy bella,
una cosa muy importante: es esta acogida del santo pueblo fiel de Dios,
es este “vaso de agua fresca” (v. 42) dado con una fe afectuosa, que te
ayuda a ser un buen sacerdote. Hay una reciprocidad también en la
misión: si tu dejas todo por Jesús, las personas reconocerán en ti al
Señor, pero al mismo tiempo ellas te ayudarán a convertirte cada día a
Él, a renovarte y a purificarte de los compromisos y a superar las
tentaciones. Cuanto más un sacerdote sea cercano al pueblo de Dios, más
se sentirá cercano a Jesús, y cuanto más un sacerdote esté cerca de
Jesús, se sentirá cerca del pueblo de Dios.
La Virgen María ha experimentado ella misma lo que significa amar a
Jesús desprendiéndose de sí misma, dando un nuevo sentido a los lazos
familiares, a partir de la fe en Él. Que con su intercesión materna, nos
ayude a ser libres y a ser misioneros del Evangelio.