Joseph Pearce
C.S. Lewis es realmente la
claridad personificada; Tolkien es el arraigo en el auténtico terreno y
alma de la realidad; y Chesterton es la ingenuidad en sabiduría,
inocencia y asombro
Una de las preguntas más interesantes y naturalmente sugerentes que me han planteado en una entrevista me la hizo un estudiante del Montreat College de Carolina del Norte. Este joven, quien me entrevistaba antes de un par de charlas sobre los Inklings en su instituto, me pidió que describiese a Tolkien, Lewis y Chesterton
con una sola palabra para cada uno. Tras un momento de vacilación,
decidí abordar la cuestión como un juego de asociación de palabras,
replicando con la primera palabra que me vino a la mente para cada
escritor. Para Lewis, dije “claridad”; para Tolkien, “arraigo”; y para
Chesterton, “ingenuidad”. A posteriori he estado meditando por qué escogí esas tres etiquetas como características definitorias de cada escritor.
Empezando por C.S. Lewis,
estoy seguro de que elegí “claridad” como su característica definitoria
por la forma sorprendente en que puede hacer que la cuestión filosófica
o teológica más abstracta resulte totalmente comprensible para el
lector medio, independientemente de su falta de formación formal en
filosofía o teología. No es que nos haga más inteligentes de lo que
somos −que nos hace−, es que nos hace ver que éramos más inteligentes de
lo que pensábamos. Por ejemplo, tras leer a Lewis, no hay ninguna razón
para que alguien sienta que la metafísica está más allá de su
entendimiento. La sencilla didáctica con la que desvela y desentraña las
doctrinas fundamentales de la fe cristiana en su libro Mero Cristianismo es un buen ejemplo.
Lewis nos enseña con una habilidad tan
natural y modesta que casi no nos damos cuenta de que estamos siendo
instruidos. Él hace que la verdad parezca tan obvia e inexorable que
sentimos que ya sabemos lo que él nos enseña, y que siempre lo hemos
sabido, al menos subconscientemente. Nos da la impresión de que Lewis
simplemente nos está recordando lo que ya sabíamos, aun si, cuando
reflexionamos sobre ello con honestidad, sabemos que en el pasado hemos
sido demasiado ciegos para ver la verdad obvia que ahora resplandece
ante nosotros. En suma, el gran fruto de la claridad de Lewis es que
muestra a sus lectores que las grandes verdades son cognoscibles
aplicando el sentido común puro y simple. ¡Las verdades de la fe y de la
razón tienen sentido porque son decididamente sensatas!
Elegí la palabra “arraigo” para describir y definir a J.R.R. Tolkien
porque el arraigo es la auténtica esencia del hombre y su presencia es
el principio animador de todas sus obras. Tolkien es alguien arraigado
etimológica, eclesiológica e históricamente. Conoce el lenguaje como
algo arraigado en la historia de toda palabra, por lo que toda palabra
tiene su propia genealogía, su propio árbol familiar. Conoce la
Cristiandad como algo enraizado en la tradición viva y en la continuidad
ininterrumpida de la Iglesia católica, a la cual comparaba con un árbol
que crece a través de los siglos desde la “semilla de mostaza” plantada
por Cristo. Conoce la Historia como la historia viva del hombre en
cuanto escrita por la mano providente de Dios, una historia que
constituye un continuo ininterrumpido a través del tiempo, caracterizado
por la naturaleza inalterable del hombre mismo como un ser roto que
vive con los fragmentos que su ruptura deja en su estela, que vive con
lo que podría denominarse los restos y deshechos de sus propios pecados y
que sin embargo aspira siempre a algo mejor que es su vocación y su
misión.
“En verdad soy cristiano, es más,
católico”, escribió Tolkien, “así que no espero de la ‘Historia’ otra
cosa que una ‘larga derrota’, aunque contenga… algunas muestras o
destellos de la victoria final”. La ‘larga derrota’ es la presencia
permanente de la oscuridad del pecado en los vaivenes de esa historia
humana a la que llamamos Historia; las muestras y destellos de la
victoria final son los ejemplos de santidad −de ese sacrificio heroico
que es la auténtica “materia” de la santidad− brillando como candelas de
luz divina en el tiempo cargado de pecados, hasta que el Escritor de la
Historia la conduzca hasta un “final para siempre feliz” que concluye
con Su propia Victoria Final.
Y esto nos lleva al “ingenuidad” de G.K. Chesterton.
¿Por qué elegiría yo ese adjetivo como la palabra más apropiada para
describir, ella sola, a tal hombre? ¿Por qué no “sabiduría” o
“inocencia”, las dos palabras que elegí para el título de mi biografía
sobre él? ¿Por qué no “asombro”? Cualquiera de ellas hubiera servido,
sin duda, pero todas ellas están incorporadas en el adjetivo que escogí.
La sabiduría de Chesterton es ingenua, como lo son su inocencia y su
sentido del asombro. En la raíz de su ser, Chesterton poseía un profundo
sentido de la gratitud por su propia existencia y por la existencia de
todo lo demás, una gratitud que es en sí misma fruto de la virtud de la
humildad, don que recibió en grado tan profundo como para capacitarle
para ver con los ojos del asombro las glorias de la Creación de Dios.
Con los ojos de un niño él podía ver que incluso las cosas más
ordinarias eran extraordinarias, porque contienen la chispa divina, la
divina presencia, que es la Grandeza de Dios brillando en Sus criaturas.
El niño es, pues, como Dios, en el sentido de que puede ver todas las
cosas que Dios ha hecho y ver que son buenas.
Tras reflexionar sobre mi forma
espontánea de etiquetar a mis héroes con la primera palabra que entró en
mi cabeza, estoy feliz de las elecciones improvisadas que hice. C.S.
Lewis es realmente la claridad personificada; Tolkien es el arraigo en
el auténtico terreno y alma de la realidad; y Chesterton es la
ingenuidad en sabiduría, inocencia y asombro. Juntos, Lewis, Tolkien y
Chesterton tal vez no sean una santísima Trinidad, pero ciertamente son
un santo triunvirato que nos prepara para ver el mundo con arraigada
claridad e ingenua sabiduría.
Josep Pearce
Fuente: religionenlibertad.com.
Artículo publicado originariamente en The Imaginative Conservative.
Traducción de Carmelo López-Arias.