El Papa ayer en el Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Jesús cuando hablaba, utilizaba un lenguaje simple y se servía también de imágenes que eran ejemplos de vida cotidiana de manera que pudiera ser comprendido fácilmente por todos. Por eso la gente le escuchaba, apreciaba su mensaje que llegaba directamente a su corazón. No era un lenguaje complicado de entender, el lenguaje que utilizaban los doctores de la ley en el Templo, a veces no se entendía bien, como normas rígidas que alejaban a la gente. Y con este lenguaje, Jesús hacía comprender el misterio del Reino de Dios. No era una teología complicada.
El Evangelio de hoy es un ejemplo: la parábola del sembrador (cf. Mt. 13, 1-23). El sembrador es Jesús: notemos como con esta imagen él se presenta como uno que no se impone, se propone; no nos atrae conquistándonos, sino dándose; él esparce con paciencia y generosidad su Palabra, que no es una jaula o una trampa, sino una semilla que puede dar fruto. De qué manera puede dar fruto? Si lo acogemos.
Por lo tanto la parábola tiene que ver mucho con nosotros: habla del terreno más que del sembrador, Jesús realiza, por así decir, una “radiografía espiritual” de nuestro corazón, que es el terreno sobre el que cae la semilla de la Palabra. Nuestro corazón, como un terreno puede ser bueno, entonces la palabra da fruto, pero también puede ser duro, impermeable. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra, pero esta nos resbala como sobre un camino. No entra.
Entre el terreno bueno y el camino, que es el asfalto, si tiramos una semilla allí no sale nada, el terreno bueno y la carretera existen pero hay dos terrenos intermedios que podemos tener en nosotros de manera distinta, por ejemplo, el primero puede ser el terreno pedregoso, intentemos imaginar, el terreno pedregoso es un terreno donde no hay mucha tierra” (cf. v.5) por lo tanto la semilla germina pero no consigue tener raíces profundas. Es el corazón superficial, que acoge al Señor, quiere orar, amar y testimoniar, pero no persevera, se cansa y no “despega” nunca. Es un corazón sin espesor, donde las piedras de la pereza prevalecen sobre la buena tierra, donde el amor es inconstante y pasajero. Pero el que acoge al Señor solo cuando le apetece no da fruto.
Hay un último terreno, espinoso, lleno de zarzas que asfixian a las buenas plantas. Qué representan estas zarzas? “Las preocupaciones del mundo y la seducción de la riqueza” (v. 22), dice Jesús explícitamente. Las zarzas son los vicios que pelean, que luchan con Dios, que sofocan su presencia: antes que nada los ídolos de la riqueza mundana, la vida, ávida para sí mismo, para el tener y el poder. Si cultivamos estas zarzas, asfixiamos el crecimiento de Dios en nosotros. Cada uno puede reconocer sus pequeñas y grandes zarzas, los vicios que habitan en su corazón, esos arbustos más o menos enraizados que no le agradan a Dios e impiden tener un corazón limpio. Es necesario arrancarlos, sino la Palabra no da fruto, la semilla no crecerá.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús nos invita hoy a mirar en nosotros: a darle gracias por esa buena tierra y a trabajar sobre esas tierras que aún no son buenas. Preguntémonos si nuestro corazón está abierto para acoger con fe la semilla de la Palabra de Dios. Preguntémonos si en nosotros las piedras de la pereza son todavía muchas y grandes; identifiquemos y llamemos por su nombre a las zarzas de los vicios, tengamos el valor de hacer un buen saneamiento del terreno, llevando al Señor en la confesión y en la oración nuestras piedras y nuestras zarzas. Haciendo esto, Jesús el buen sembrador, estará feliz de cumplir un trabajo suplementario: purificar nuestro corazón, quitando las piedras y los espinos que asfixian su Palabra.
Que la Madre de Dios, que hoy recordamos con el título de Nuestra Señora del Monte Carmelo, incomparable en la acogida de la Palabra de Dios y en su puesta en práctica (cf. Lc 8,21) nos ayude a purificar nuestro corazón y a proteger la presencia del Señor.