Javier Vidal-Quadras
Teníamos claro que queríamos querernos para siempre, lo cual no atenúa un ápice el vértigo que se experimenta ante cualquier decisión de vida y de por vida
Nos conocimos el año previo a entrar en la universidad. Procedíamos de un entorno social similar y, tanto nosotros como nuestras familias, teníamos amigos en común y muchos más puntos de unión que de separación.
Sin embargo, la biografía de cada uno, el estilo particular, las diferentes fortalezas y debilidades, las pequeñas manías que el tiempo podía intensificar, el peso e influencia de cada cual en el perfil familiar que tendríamos que construir, esa tendencia -¡tan difícil de vencer!- a pensar que lo ‘mío’ es siempre mejor que lo ‘suyo’, las dificultades e inesperadas sorpresas que el futuro depara, las sugestiones y los aparentes destellos que ciegan por momentos desde fuera… y tantas otras fuerzas y desafíos estaban ahí, agazapadas, amenazando con enfriar y enturbiar la relación hasta desfigurarla, como, por desgracia, les ha sucedido a tantos que han emprendido un camino en común.
Sin mucha formación específica más allá de las propias experiencias familiares sobre lo que significa estar casado, teníamos claro que queríamos querernos para siempre, lo cual no atenúa un ápice el vértigo que se experimenta ante cualquier decisión de vida y de por vida.
Los primeros meses, y aun años, fueron de acomodamiento: “en mi casa lo hacemos así”, “anda, pues en la mía no”, “¿tú crees que esto es lo correcto?”, “es que mi padre siempre…”, “ya, y mi madre nunca…” Y así, paso a paso, construyendo un proyecto propio, impregnado de influencias externas e internas, pero, sobre todo, “nuestro” y de nadie más. Sin premisas que condicionen, sin imposiciones, sin apriorismos ni prejuicios. Poniendo todo, ¡todo!, en el tamiz de nuestro matrimonio, para contrastarlo, decantarlo y asumirlo como propio, sin dejar entrar a nadie sin permiso de los dos. A nadie más que fuera humano, claro, porque Dios siempre formó parte de nuestro proyecto.
Desde el principio, gracias a los buenos ejemplos recibidos, procuramos movernos en la lógica de la gratuidad y no en la lógica de los equivalentes. Nos propusimos (¡aunque no siempre lo lográramos!) desterrar el cálculo y la comparación. Dos lavadoras no equivalen a tres lavaplatos, ni se cargan las maletas a cambio de hacerlas, porque los dos quisimos poner todo lo que éramos, por poco que fuera. Y, así, sin contar ni sumar ni restar, procuramos dar todo lo que teníamos, tan distinto, tan igual. Y cuando, por cualquier circunstancia, uno no podía dar (¡qué compleja y azarosa puede llegar a ser la vida!) el otro luchaba, aunque le costara, por seguir dando y supliendo, sin limitarse a esperar y exigir. ¡Ah!, y el perdón, un perdón pedido, dado, y recibido una y otra vez.
Cuando fueron llegando, ¡y creciendo!, nuestros hijos, hubo que adaptarse a circunstancias inéditas, negociando mucho, previendo, formándose con lecturas, con amigos, con experiencias y cursos de orientación familiar, escribiendo incluso pequeños objetivos para nosotros y para nuestros hijos, revisando planteamientos, levantando la cabeza en las derrotas, bajándola en los éxitos, aprendiendo con afán de mejora, equivocándonos y acertando, pidiendo ayuda, preguntando, acercándonos a quienes veíamos avanzar por un camino seguro… y, sobre todo, hablando, hablando siempre para construir nuestra propia biografía familiar.
Y el trabajo, ¡los trabajos!, el de casa, los de fuera, procurando integrarlos en la familia sin separarlos ni enfrentarlos, compartiendo todo y cada día, intentando poner siempre por delante a la familia, conscientes de que familia y trabajo no están al mismo nivel porque perder el trabajo es una seria adversidad, pero perder la familia es una tragedia.
Y llegaron éxitos y fracasos, fallecimientos, enfermedades, dificultades, alegrías, metas cumplidas y también amigos, muchas y nuevas amistades, trayectorias vitales que se fueron y se van entrelazando en nuestras vidas hasta crear una gran comunidad de amistad y cercanía que percibimos siempre a nuestro lado, esté o no físicamente próxima. ¡Qué tranquilidad saberse querido, mimado por tanta gente, tantas personas que forman ya parte de nuestra biografía matrimonial y a quienes poder acudir en cualquier circunstancia!
Y, a pesar de este largo recorrido, aquí solo esbozado, que tantos que conozco podrían suscribir y que hoy cumple 33 años (¡más 5 de novios, que ya ni recuerdo haber sido soltero!), no soy capaz de detallar mucho más el pasado…, y no solo por mi mala memoria, sino, muy especialmente, porque sigo teniendo la vista puesta en el futuro. ¡Qué importante es no confundir nunca el punto de partida con el punto de llegada!
Ese amor un poco tosco de los comienzos, empujado por una pasión apenas incoada y en el que no era siempre fácil distinguir la entrega del interés, lejos de menguar ha ido creciendo y enriqueciéndose, aquilatándose con los mil matices y tonalidades que la vida vivida proyecta sobre todo lo humano, hasta adquirir una intensidad y una calidad absolutamente insospechadas cuando, a mis 22 años, me casé convencido de que era imposible amar con más pasión que la que en aquel momento me invadía.
Y ahora, asomándome a estos 33 años, no veo la hora de escribir y publicar este post para clamar a los cuatro vientos lo que tantos como yo sentimos y tantos otros se empeñan en negar; y también para animar a los matrimonios jóvenes a que quemen de verdad las naves y se atrevan a descubrir que a los 33 años de matrimonio les espera un grado de felicidad que, lo siento, por más que se empeñen, no pueden ni siquiera soñar; y, por último, escribo también para sosegar mi alma, inquieta solo con pensar adónde es capaz de llegar esta locura, este delirio hecho realidad de un amor para siempre hecho una carne.
¡Si esto es así a los 33 años, me digo, qué no será a los 50!