Ernesto Juliá
La evangelización necesita un cara a cara, un testimonio de que lo que se anuncia se ha encarnado en la vida del que lo anuncia
Juan Pablo II acuño la fórmula “nueva evangelización”, en Polonia, el año 1979, en el santuario de la Santa Cruz, de Mogilia, en las celebraciones del milenario de la evangelización de aquellas tierras. Dijo textualmente: “Se ha dado comienzo a toda una nueva evangelización, como si se tratara de un segundo anuncio, aunque en realidad es siempre el mismo”.
He subrayado las últimas palabras para señalar que con la “nueva evangelización”, los cristianos estamos llamados a transmitir la Fe en la misma Persona, Cristo; la Esperanza en el mismo Mensaje, de Cristo; la Caridad del mismo Corazón de Cristo, que transmitieron los Apóstoles, y que la Iglesia, por mandato de Cristo, ha ido esclareciendo, reafirmando a los largo de los veinte siglos que llevamos en esta tarea. O sea, enseñar el Credo −el de los Apóstoles y el de Nicea−, y animar a todos los bautizados para que lo aprendan de memoria.
En otro momento, Juan Pablo II, hablando de nuevo sobre esta evangelización, dijo que tenía que ser: “Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”. (al Celam, 9.3.1983). O sea, NO en su contenido.
Desde entonces, casi podemos decir que no se ha dejado de hablar de “nueva evangelización”; se han propuesto y ensayado todo tipo de reuniones de gestos, de actos, y a todos los niveles, y por casi todos los cauces: redes sociales, videos, reuniones de equipo, peregrinaciones, etc., etc., sin dejar conferencias, libros, folletos, encuentro ecuménicos, etc., con el anhelo de hacer eficaz esta “nueva evangelización”.
Con el optimismo y la esperanza que nos da la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, no podemos negar que la pérdida de la fe sigue creciendo en Europa y América −objetivos fundamentales de la “nueva evangelización”−; las vocaciones sacerdotales siguen decreciendo, las familias continúan deshaciéndose, la plaga de los abortos y de la eutanasia −“el aborto de los ancianos”−, sigue adelante en este mundo occidental.
El “contenido” de la evangelización se ha diluido entre “diálogos”, “solidaridades”, “abrazos”, “declaraciones conjuntas”, etc. ¿No será necesario volver con ardor, y con toda claridad, al anuncio del Credo, de los Sacramentos, de los Mandamientos, de la Vida Eterna?
A veces pienso que si san Pedro, Santiago, san Pablo, san Juan y todos los demás apóstoles y discípulos de la primera hora hubieran hecho las reuniones, estudios, análisis, etc., etc., que hemos hecho −y seguimos haciendo− para evangelizar, apenas hubieran salido de las murallas de la ciudad vieja de Jerusalén.
“Nueva evangelización”. La Iglesia está en “nueva evangelización” desde los comienzos de su historia, y lo seguirá estando hasta el fin de los tiempos porque seguiremos bautizando a los niños, evangelizándoos en la Fe, y animándoles para que ellos sigan evangelizando a sus hijos.
Ante esta tarea en la que participamos todos los creyentes, todos los cristianos, nos podemos preguntar: ¿Qué hemos de evangelizar? ¿Cómo hemos de evangelizar?
Muchas veces se nos recuerda, y lo ha hecho también el Papa Francisco, las palabras de Pablo VI, "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan −decíamos recientemente a un grupo de seglares−, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio" (Discurso al Consejo de los laicos, 2-X-1974).
Los primeros cristianos anunciaron a Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y Resucitado. Y anunciaron la vida eterna: Cielo, Purgatorio, Infierno. Y anunciaron a judíos y a gentiles, a cualquiera que les oyera, que debían pedir perdón de sus pecados −y les ayudaron a reconocerlos− y abandonar a sus ídolos y dioses familiares, y acoger en su corazón al único Dios Verdadero, Jesucristo. Y hablaron de los Sacramentos, de los Mandamientos.
Y se adelantaron veinte siglos a las palabras de Pablo VI. Ellos transmitieron su Fe, hablando y dando testimonio de que la Fe en Jesucristo y en sus enseñanzas, les había convertido, les había cambiado la vida, y estaban dispuestos a sufrir martirio para dar testimonio de Jesucristo.
Volvamos con sencillez y humildad, a lo que estos hombres nos enseñaron. ¿Cómo? Conozcamos la vida de Cristo. ¿Cuántos bautizados leen con frecuencia el Nuevo Testamento, y tratan personalmente a Jesús, viviendo con Él, esas escenas tan normales y sencillas que nos narran los cuatro evangelios? ¿Quién se acuerda de que Cristo empezó su vida pública invitando a sus oyentes a “convertirse”, a arrepentirse, a pedir perdón por sus pecados, porque el Reino de los Cielos estaba cercano? ¿Damos testimonio de nuestra Fe, arrodillándonos con devoción ante el Sagrario?
Palabra, testimonio y piedad popular
Las nuevas tecnologías son muy útiles para enviar información, no siempre real y verdadera, es cierto; sirven para comunicar próximas reuniones, acontecimientos, etc., y permiten relacionarse con personas en cualquier lugar del mundo, No son, sin embargo, “testimonio personal de nada”. Y la evangelización necesita un cara a cara, un testimonio de que lo que se anuncia se ha encarnado en la vida del que lo anuncia. Como lo vivió el buen samaritano con el hombre asaltado por ladrones; como lo los esposos fieles que sacan adelante a sus hijos con sonrisas y sacrificios.
El reverdecer del “camino de Santiago”, entre otros, es un ejemplo patente de la necesidad de la piedad popular.
“En la piedad popular puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo. En algún tiempo mirada con desconfianza, ha sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al Concilio. Fue Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi quien dio un impulso decisivo en ese sentido. Allí explica que la piedad popular “refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer”[ y que “hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe”. Más cerca de nuestros días, Francisco, en América Latina, señaló que se trata de un “precioso tesoro de la Iglesia católica” y que en ella “aparece el alma de los pueblos latinoamericanos” (Francisco, Evangelii gaudium, n. 123).
La Iglesia está a punto de concluir el año del centenario de la presencia de la Virgen María en Fátima. María, como su Hijo, nos invitó a todos a “convertirnos”; a dejar el pecado y a rezar por todos los pecadores. Sin el anuncio del pecado al mundo, a los creyentes, a los que han abandonado la Fe, a quienes no conocen a Cristo, la evangelización no echará raíces.
“A la Madre del Evangelio viviente le pedimos que interceda para que esta invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad eclesial. Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la fe” (Francisco, ib. n.287).