Basten estas breves referencias para señalar algo en lo que sin duda habrá que profundizar mucho más con el tiempo: el amor de Guadalupe a la Eucaristía como hilo conductor de su vida
La beatificación de Guadalupe Ortiz de Landázuri tendrá lugar un 18 de mayo. En esa misma fecha hizo su Primera Comunión, se trasladó a vivir por primera vez a un centro del Opus Dei, e hizo su incorporación definitiva en la Obra (la Fidelidad). Coincidencias que sacan a relucir entre otros un rasgo muy acentuado de su santidad: un amor intenso a la Eucaristía que le llevó a una enorme identificación con Jesús sacramentado.
El 13 de mayo de 1950, Guadalupe Ortiz de Landázuri escribe desde México a san Josemaría en estos términos: “Padre: Ya quisiera poder decirle que el día 18 tendremos el Señor en casa, pero no es seguro. Depende del dorador que está arreglando el retablo donde está la Virgen, y el altar. Cuánto me gustaría que ese día tan grande de la Ascensión tuviéramos la primera Misa. Acuérdese un poco y pida ese día por esta casa y un poco también por mí: ese día hice la Primera Comunión, vine a vivir a Casa, y también hice la Fidelidad. [...]”.
Llama enormemente la atención la coincidencia en una misma fecha (18 de mayo) de varios acontecimientos que marcaron la vida de Guadalupe tan profundamente que quedarían grabados para siempre en su corazón: el día de su Primera Comunión, el día que se trasladó a vivir por primera vez a un centro de la Obra, y el día en el que hizo su incorporación definitiva al Opus Dei (la Fidelidad). No se trata de eventos sueltos; son fechas que se concatenan y se relacionan unas con otras formando parte de la misma historia de amor. Son hitos de una vocación que ella vivió generosamente desde el principio, con una confianza absoluta en el Señor.
Ya antes, desde Bilbao, había escrito a san Josemaría el 30 de abril de 1947: “Padre: [...] Como de la marcha de la casa, etc. ya le hablo siempre, hoy voy a ser un poco egoísta y le contaré cosas mías. Lo primero es que el día de la Ascensión hará ya muchos años que vine a vivir a Casa, y quiero con toda mi alma hacer la Fidelidad. Se lo estoy pidiendo mucho al Señor, y no crea usted que, aunque soy muy chiquilla por mi modo de ser, no me doy cuenta de lo que es. Padre, tendré miles de defectos, pero tengo una fe en mi vocación y en la ayuda de Dios muy grande, se lo aseguro, y estoy dispuesta a hacer todo lo que me digan siempre con alegría”. En realidad, cuando Guadalupe dice aquí que hacía “muchos años que vine a vivir a Casa”, habían pasado… ¡tres años! Pero la intensidad en su modo de vivir la vocación hacía que aquella exageración, fruto de lo que sentía, describiera una misteriosa realidad: lo relativo que es el tiempo cuando se trata de medir el amor. Más aún en el caso del Amor de Dios.
Se entiende así que, movida por ese entusiasmo desbordante, muy pocos días después, el 17 de mayo, necesitara volver a escribirle ya desde Madrid: “Padre: Esta mañana vino don Pedro a Zurbarán y me dijo que puedo hacer la fidelidad. ¡Qué alegría más grande! Pida usted mucho para que el Señor esté siempre contento y sepa quererle con toda mi alma. [...] No sé qué decirle, soy muy feliz, tengo mucha paz, y todo se lo debo a usted y a la Obra, así que todo lo que Dios me ha dado (salud, alegría, etc.) quisiera gastarlo únicamente en trabajar mucho, mucho. Me dijeron también lo de la Asesoría; esto, Padre, me impresionó menos. Quizá no soy capaz de darme cuenta todavía de lo que es. Yo sólo sé que, en donde usted quiera, estoy dispuesta a obedecer, a discurrir y a trabajar todo lo que soy capaz. [...]”.
De estos pocos textos cabe colegir ya la enorme vida eucarística de Guadalupe. No ya sólo su piedad eucarística, sino su identificación con la Eucaristía. En efecto, ante la Eucaristía el valor del tiempo es muy relativo (la Eucaristía como memorial consiste precisamente en romper los lazos de espacio y tiempo), nos habla de la fidelidad de Dios (“yo estaré con vosotros hasta el final de los tiempos”), de gastarse únicamente en trabajar mucho (“esto es mi cuerpo… esta es mi sangre… que se entrega por vosotros…”), de servicio y humildad (es lógico que ocupar un cargo de gobierno en la Asesoría a ella le impresionara menos), de alegría, de paz… A partir de ahí, la “coincidencia” de fechas ya no es tan casual. Todas ellas forman parte del mismo relato, del mapa de su vida.
El hecho de que también en esa fecha, en el año 1944, se trasladara a vivir a Jorge Manrique, primer centro de mujeres de la Obra en el mundo (y por entonces el único), con lo que supone de empezar a vivir bajo el mismo techo que Jesús Eucaristía; o que la víspera de esa fecha justo un año después se trasladara a vivir a la administración de la Moncloa; o que ya su propia vocación le hubiera sido desvelada durante la celebración de la Santa Misa, y en unas circunstancias aparentemente poco propicias para una decisión de ese tipo, pero que indicaban ya una gran madurez y vida interior… Todas esas fechas apuntan en la misma dirección: la que la orientaba al Tabernáculo. Pero si tuviéramos que ir al encuentro de ese primer Amor −como ella misma quiso siempre recordar− deberíamos remontarnos al primer beso −a su Primera Comunión−, 18 de mayo de 1924, fiesta de la Ascensión del Señor. Fue en Segovia, y con apenas 7 años. Ese fue sin duda el primer encuentro que generaría luego tantas réplicas de expansión, nuevos círculos concéntricos cada vez mayores. El último de ellos será el que tendrá lugar este 18 de mayo de 2019 con su beatificación. ¿Coincidencia extraordinaria? ¡Providencia ordinaria!
Y es que de esas coincidencias providentes se sirve también Dios para mostrar cuál es el camino de cada alma hacia Él. Y el de Guadalupe estuvo siempre muy pegado al Sagrario. Valgan para ilustrarlo estos retazos de sus cartas que ahora reproducimos, escritos desde Bilbao en diferentes fechas de un mismo curso (1945-46), para ver con qué fuerza se asentó y creció su vida eucarística desde el comienzo de su vocación: “Quisiera que el Señor estuviera contento y no pensar más que en él pero durante el día paso ratos muy grandes sin decirle nada. ¿Vendrá pronto a vivir con nosotras en el Sagrario? El otro día nos dijeron que sí, no se puede figurar lo que sentí y eso que no me doy cuenta exacta de lo que es porque sería para volvernos locos” (29 de octubre); “Ya tenemos en casa al Señor. ¡Cómo se nota! Además, está tan cerquita de mi cuarto que por fuerza tengo que pensar en Él constantemente. Cada día quiero demostrarle mejor lo que siento por Él y cómo le agradezco lo muchísimo que me quiere” (12 de diciembre); “Ahora estoy encargada del oratorio, y no puede figurarse cómo gozo. Tenemos un Niño ¡más salado!, y me siento tan cerca del Sagrario... El otro día, sin darme casi cuenta, le di un beso, ¿será falta de respeto?” (12 de enero); “Cada día procuro estar más cerca del Sagrario y tan contenta, aunque nos abran la cabeza, como usted dice” (28 de julio).
Pero quizá resulten aún más significativas las palabras con las que abría su alma de par en par a san Josemaría el 16 de mayo de 1949 −justo hace 70 años−, siendo directora de la residencia Zurbarán. Después de dolerse con humildad por la incapacidad que sentía para hacer las cosas bien y de mostrar sin tapujos sus luchas interiores, escribe sorprendentemente: “Ayer, en cambio, fue de esas veces que se ve claro todo. Pedía yo por las nuestras nuevas (tenía que darles hoy el círculo), quería que se asegurasen en su vocación totalmente (esta gracia que Dios quizá por verme más sin fundamento que las demás, me dio a mí desde el principio sin que haya habido ni un instante de duda) y veía tan claro junto al Sagrario nuestro camino, tan derecho, tan para todo el mundo que con corazón y ganas de acercarse a Dios de verdad lo conociera, que físicamente comprendía que lo único necesario es conocer la Obra a fondo para echar raíces. Padre, sentí muchas cosas que no sé escribir, pero estoy segura que usted las comprende porque las ha vivido miles de veces, igual que yo las vivía en aquellos momentos. Salí del oratorio con ganas de tragarme el mundo”.
Basten estas breves referencias para señalar algo en lo que sin duda habrá que profundizar mucho más con el tiempo: el amor de Guadalupe a la Eucaristía como hilo conductor de su vida. En realidad, más bien casi deberíamos invertir los términos y relatar cómo fue Jesús, con su presencia real en el Sagrario, quien se mantuvo constantemente muy cerca de ella a cada paso de su vocación. Como entre aquellos dos discípulos que iban camino de Emaús, la Eucaristía estuvo siempre entre san Josemaría y Guadalupe, caminando junto a ellos, y encendió constantemente su corazón sin casi darse cuenta de cómo era Él quien le iba llevando. Desde que le reconoció al partir el pan en aquella Misa en la iglesia de la Concepción de la calle Goya, ya toda su vida fue un arrimarse una y otra vez a ese fuego sacramental que ardía siempre en su alma.
Por todo ello pienso que es gráfica y simbólica esa sencilla anécdota que relata Mercedes Eguibar, y que tuvo lugar cuando Guadalupe acababa de ir a vivir a Jorge Manrique y llevaba muy poco tiempo en la Obra. Hubo un robo en la casa y no había nadie en ese momento, porque todas habían ido a la administración de la Moncloa para celebrar juntas las fiestas de Navidad, aunque el ladrón no pudo apenas llevarse nada, porque casi nada había. Gracias a Dios no entró en el Oratorio, según pudo comprobar Guadalupe inmediatamente. Aún sobresaltada por lo que hubiera supuesto ese sacrilegio, le salió de dentro este comentario: “Si hubiera estado aquí no habría permitido que se acercase al altar aunque hubiese tenido que dejar la vida ante el Santísimo”. Dejar la vida ante el Santísimo; eso fue de hecho lo que hizo Guadalupe mientras estuvo aquí, como nos muestra providencialmente el mapa de su vida, y hasta la misma fecha de su beatificación.