Cardenal Antonio Cañizares
Dabo
vobis pastores iuxta cor meum (Jer
3, 15).
“Os
daré pastores según mi corazón”. Esta promesa del Señor, que
hemos repetido en el canto de entrada, nos ha introducido en la
maravilla del amor de Dios que hoy celebramos: la ordenación
sacerdotal de 34 diáconos de distintos países del mundo. Doy
gracias a Dios y al Prelado del Opus Dei por el regalo de poder
ordenar a estos hijos suyos en Roma, en el corazón del cristianismo.
“Os
daré pastores según mi corazón”: ¿Qué quiere decirnos Dios a
través del profeta? Se trata de una promesa de esperanza en unos
momentos muy difíciles para el pueblo de Israel. Sin embargo, Dios
siempre promete futuro. Hoy también sigue anunciándonos que Él
nunca dejará de mandarnos pastores y que la ayuda del ministerio
sacerdotal nunca nos faltará. Pero, ¿qué significa ese “según
mi corazón”? ¿Cómo deben ser estos pastores que nos da hoy el
Señor? En el Evangelio que hemos leído, es el mismo Jesucristo
quien responde a nuestras preguntas, delineando algunas tareas
fundamentales del sacerdote.
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1.
“Yo
soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas” (Jn
10, 11). Queridos ordenandos: estáis
llamados a identificaros con este
buen pastor, con este pastor que es Cristo, que da su vida hasta
entregarla en la Cruz. Esta entrega no está encerrada en un pasado
lejano, sino que cada día se actualiza en la Santa Misa. En la
Sagrada Eucaristía, Jesús se nos entrega mediante las manos del
sacerdote. Por eso, en el centro de la vida de cada uno de nosotros,
sacerdotes, se encuentra la celebración de este sacramento.
La
Misa está llamada a ser, como le gustaba repetir a Benedicto XVI,
una escuela de vida; en ella aprendemos a entregar nuestra
existencia. Decía el Papa Emérito, en la homilía de una ordenación
sacerdotal: “La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y
no solamente en el momento del martirio. Debemos darla día a día.
Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día
a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a
disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento,
aunque otras cosas me parezcan más bellas o más importantes.
Precisamente así experimentamos la libertad” (BENEDICTO XVI,
Homilía ordenación sacerdotal, 7.V.2006).
El
encuentro diario con Jesús en la Eucaristía nos conduce suavemente
por esta senda de la entrega. Al recibirlo en nuestro pecho nos damos
cuenta de que, como nos recuerda la segunda lectura, es el amor de
Cristo el que nos urge (cfr. 2 Cor 5, 14). Sí, solo el amor puede
dar sentido a una vida de entrega. Un amor que procuraremos llevar
hasta el extremo, hasta el olvido de sí, que nos llevará a vivir
contentos, trabajando donde Dios nos quiera, cumpliendo con esmero su
voluntad. San Josemaría subrayaba con fuerza esa necesidad que
tenemos del amor para cumplir nuestra misión: “¡No olvidéis
–decía– que nosotros somos enamorados! ¡No somos gentes sin
amor! Si no metemos completamente a Dios en nuestras vidas,
¡enamorados!, no podemos tirar para adelante. No hagáis nada sin
poner por lo menos una chispa de amor, ¡aunque cueste! (Citado en J.
ECHEVARRÍA, Memoria
del beato Josemaría,
p. 102). Entonces, las jornadas adquieren siempre un color nuevo, por
más que la monotonía o el cansancio amenacen con obscurecer su luz.
Y somos capaces de tantas manifestaciones de la entrega cotidiana:
cambiar nuestros planes si hace falta para atender a una persona,
aprender cosas nuevas para mejorar nuestra labor pastoral, etc.
Lo
que hemos meditado hasta aquí nos ofrece el marco para entender con
más profundidad la pregunta que os haré dentro de unos momentos, al
concluir la homilía: “¿Queréis uniros cada día más
estrechamente a Cristo, Sumo Sacerdote, que por nosotros se entregó
al Padre como víctima santa, y consagraros a Dios junto con él para
la salvación de los hombres?”. Y responderéis, con humildad y
confianza, tal vez poniendo los ojos en ese Cristo que os mira desde
la Cruz del presbiterio: “Sí, quiero, con la gracia de Dios”
(Rito de ordenación, Promesa de los elegidos). No lo olvidéis: el
buen pastor es el que, como Cristo, piensa siempre en el bien de las
almas antes que en sus intereses personales. Y para esto es capaz de
los sacrificios más grandes, porque sabe amar.
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2.
Así entramos en la segunda afirmación de Cristo en el Evangelio de
hoy: “Yo soy el buen pastor, conozco mis ovejas y las mías me
conocen”.
Estas
palabras de Jesús nos hablan de la tarea pastoral de acompañar a
los hombres, de salir a su encuentro, de estar abiertos a sus
necesidades y a sus interrogantes. Como afirma el Papa Francisco:
“Acompañar es la clave del ser pastores hoy en día. Se necesitan
ministros que encarnen la cercanía del Buen Pastor, de sacerdotes
que sean iconos vivientes de cercanía. Esta palabra hay que
subrayarla: “cercanía”, porque es lo que hizo Dios”
(FRANCISCO, Encuentro con el clero de Palermo, 15.IX.2018).
Esa
cercanía, ese conocimiento de las ovejas, característica del buen
pastor, supone que nuestro conocimiento debe ser siempre un
conocimiento con el corazón. Pero esto solo será posible si el
Señor ha abierto nuestro propio corazón.
En
este camino de cercanía a nuestros hermanos, en este buscar que
conozcan y se vinculen al corazón de Jesús, resulta de particular
importancia el sacramento de la Penitencia. Al respecto, nos sirve
meditar esas palabras que san Pablo dice con fuerza a los cristianos
de Corinto: “Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por
medio de Cristo y nos confirió el ministerio de la reconciliación
(…). Somos pues, embajadores en nombre de Cristo, como si Dios os
exhortase por medio de nosotros. En nombre de Cristo os rogamos,
reconciliaos con Dios” (2 Cor 5, 18.20).
El
Señor, hoy, por medio de la imposición de manos y de la plegaria de
ordenación, os hace fieles dispensadores de los misterios de Dios,
también para perdonar los pecados (cfr. Plegaria de ordenación).
Ante la maravilla de ser confesor, de ser ministro de la gracia de
Dios, considerad que todos necesitamos ese perdón; que seáis buenos
confesores y buenos penitentes. En
efecto, acompañar a los demás quiere decir que también uno mismo
se pone en camino, luchando contra los propios defectos contando con
la gracia de Dios.
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3.
Antes de concluir estas consideraciones, quisiera recordar cómo san
Josemaría –siguiendo la tradición de tantos santos- nos animaba
a sentire
cum Ecclesia;
a vivir en plena sintonía con la Iglesia. Una sintonía que lleva a
alegrarnos con sus alegrías y a sufrir con sus sufrimientos, siempre
con esperanza. En el momento histórico en el que nos encontramos,
procuremos ser buenos hijos de la Iglesia, y ayudemos con nuestra
oración al Papa en su misión de ser principio visible de unidad de
fe y comunión.
Finalmente
me dirijo a vosotros, padres, hermanos, familiares, amigos de los
ordenandos: pienso en tantas cosas como os diría san Josemaría si
estuviese físicamente aquí, y lo mismo el beato Álvaro y don
Javier. Desde el cielo os dan las gracias porque habéis colaborado
en la formación y habéis creado un ambiente donde ha podido surgir
esta vocación sacerdotal de vuestros hijos o de vuestros hermanos.
Llenaos de alegría porque el Señor se haya dignado a elegir a uno
de vuestra familia para que, siendo su ministro, procure llevar la
paz de Dios a todo el mundo.
No
olvidéis, sin embargo, que todos estamos llamados a la santidad y,
cada uno en su camino, debe procurar lo que nos ha dicho Cristo hoy
en el Evangelio: dar la vida por los demás y acompañarnos
mutuamente en este camino hacia Dios. Estos días de la ordenación
de alguien muy cercano a vosotros son días de gracia: os invito a
abrir aún más el corazón y corresponder a las llamadas del Señor.
Aprovechad esta ordenación sacerdotal, a la que muchos habréis
venido desde lugares lejanos, para renovar vuestra relación con
Jesucristo. El motivo por el que Dios nos da pastores no es otro que
la santidad de todos los cristianos, de todos nosotros.
No
dejéis de pedir por los nuevos sacerdotes para que sean siempre
fieles, piadosos, entregados y ¡alegres! Encomendadles especialmente
a Santa María, madre de la Iglesia, que extrema su solicitud de
Madre con aquellos que se empeñan, para toda la vida, en servir a su
Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.