5/07/19

Homilía ordenación sacerdotal, San Eugenio 4.V.2019




Cardenal Antonio Cañizares



Dabo vobis pastores iuxta cor meum (Jer 3, 15). “Os daré pastores según mi corazón”. Esta promesa del Señor, que hemos repetido en el canto de entrada, nos ha introducido en la maravilla del amor de Dios que hoy celebramos: la ordenación sacerdotal de 34 diáconos de distintos países del mundo. Doy gracias a Dios y al Prelado del Opus Dei por el regalo de poder ordenar a estos hijos suyos en Roma, en el corazón del cristianismo.
Os daré pastores según mi corazón”: ¿Qué quiere decirnos Dios a través del profeta? Se trata de una promesa de esperanza en unos momentos muy difíciles para el pueblo de Israel. Sin embargo, Dios siempre promete futuro. Hoy también sigue anunciándonos que Él nunca dejará de mandarnos pastores y que la ayuda del ministerio sacerdotal nunca nos faltará. Pero, ¿qué significa ese “según mi corazón”? ¿Cómo deben ser estos pastores que nos da hoy el Señor? En el Evangelio que hemos leído, es el mismo Jesucristo quien responde a nuestras preguntas, delineando algunas tareas fundamentales del sacerdote.
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1. “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas” (Jn 10, 11). Queridos ordenandos: estáis llamados a identificaros con este buen pastor, con este pastor que es Cristo, que da su vida hasta entregarla en la Cruz. Esta entrega no está encerrada en un pasado lejano, sino que cada día se actualiza en la Santa Misa. En la Sagrada Eucaristía, Jesús se nos entrega mediante las manos del sacerdote. Por eso, en el centro de la vida de cada uno de nosotros, sacerdotes, se encuentra la celebración de este sacramento.
La Misa está llamada a ser, como le gustaba repetir a Benedicto XVI, una escuela de vida; en ella aprendemos a entregar nuestra existencia. Decía el Papa Emérito, en la homilía de una ordenación sacerdotal: “La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el momento del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas o más importantes. Precisamente así experimentamos la libertad” (BENEDICTO XVI, Homilía ordenación sacerdotal, 7.V.2006).
El encuentro diario con Jesús en la Eucaristía nos conduce suavemente por esta senda de la entrega. Al recibirlo en nuestro pecho nos damos cuenta de que, como nos recuerda la segunda lectura, es el amor de Cristo el que nos urge (cfr. 2 Cor 5, 14). Sí, solo el amor puede dar sentido a una vida de entrega. Un amor que procuraremos llevar hasta el extremo, hasta el olvido de sí, que nos llevará a vivir contentos, trabajando donde Dios nos quiera, cumpliendo con esmero su voluntad. San Josemaría subrayaba con fuerza esa necesidad que tenemos del amor para cumplir nuestra misión: “¡No olvidéis –decía– que nosotros somos enamorados! ¡No somos gentes sin amor! Si no metemos completamente a Dios en nuestras vidas, ¡enamorados!, no podemos tirar para adelante. No hagáis nada sin poner por lo menos una chispa de amor, ¡aunque cueste! (Citado en J. ECHEVARRÍA, Memoria del beato Josemaría, p. 102). Entonces, las jornadas adquieren siempre un color nuevo, por más que la monotonía o el cansancio amenacen con obscurecer su luz. Y somos capaces de tantas manifestaciones de la entrega cotidiana: cambiar nuestros planes si hace falta para atender a una persona, aprender cosas nuevas para mejorar nuestra labor pastoral, etc.
Lo que hemos meditado hasta aquí nos ofrece el marco para entender con más profundidad la pregunta que os haré dentro de unos momentos, al concluir la homilía: “¿Queréis uniros cada día más estrechamente a Cristo, Sumo Sacerdote, que por nosotros se entregó al Padre como víctima santa, y consagraros a Dios junto con él para la salvación de los hombres?”. Y responderéis, con humildad y confianza, tal vez poniendo los ojos en ese Cristo que os mira desde la Cruz del presbiterio: “Sí, quiero, con la gracia de Dios” (Rito de ordenación, Promesa de los elegidos). No lo olvidéis: el buen pastor es el que, como Cristo, piensa siempre en el bien de las almas antes que en sus intereses personales. Y para esto es capaz de los sacrificios más grandes, porque sabe amar.
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2. Así entramos en la segunda afirmación de Cristo en el Evangelio de hoy: “Yo soy el buen pastor, conozco mis ovejas y las mías me conocen”. Estas palabras de Jesús nos hablan de la tarea pastoral de acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de estar abiertos a sus necesidades y a sus interrogantes. Como afirma el Papa Francisco: “Acompañar es la clave del ser pastores hoy en día. Se necesitan ministros que encarnen la cercanía del Buen Pastor, de sacerdotes que sean iconos vivientes de cercanía. Esta palabra hay que subrayarla: “cercanía”, porque es lo que hizo Dios” (FRANCISCO, Encuentro con el clero de Palermo, 15.IX.2018).
Esa cercanía, ese conocimiento de las ovejas, característica del buen pastor, supone que nuestro conocimiento debe ser siempre un conocimiento con el corazón. Pero esto solo será posible si el Señor ha abierto nuestro propio corazón.
En este camino de cercanía a nuestros hermanos, en este buscar que conozcan y se vinculen al corazón de Jesús, resulta de particular importancia el sacramento de la Penitencia. Al respecto, nos sirve meditar esas palabras que san Pablo dice con fuerza a los cristianos de Corinto: “Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos confirió el ministerio de la reconciliación (…). Somos pues, embajadores en nombre de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros. En nombre de Cristo os rogamos, reconciliaos con Dios” (2 Cor 5, 18.20).
El Señor, hoy, por medio de la imposición de manos y de la plegaria de ordenación, os hace fieles dispensadores de los misterios de Dios, también para perdonar los pecados (cfr. Plegaria de ordenación). Ante la maravilla de ser confesor, de ser ministro de la gracia de Dios, considerad que todos necesitamos ese perdón; que seáis buenos confesores y buenos penitentes. En efecto, acompañar a los demás quiere decir que también uno mismo se pone en camino, luchando contra los propios defectos contando con la gracia de Dios.
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3. Antes de concluir estas consideraciones, quisiera recordar cómo san Josemaría –siguiendo la tradición de tantos santos- nos animaba a sentire cum Ecclesia; a vivir en plena sintonía con la Iglesia. Una sintonía que lleva a alegrarnos con sus alegrías y a sufrir con sus sufrimientos, siempre con esperanza. En el momento histórico en el que nos encontramos, procuremos ser buenos hijos de la Iglesia, y ayudemos con nuestra oración al Papa en su misión de ser principio visible de unidad de fe y comunión.
Finalmente me dirijo a vosotros, padres, hermanos, familiares, amigos de los ordenandos: pienso en tantas cosas como os diría san Josemaría si estuviese físicamente aquí, y lo mismo el beato Álvaro y don Javier. Desde el cielo os dan las gracias porque habéis colaborado en la formación y habéis creado un ambiente donde ha podido surgir esta vocación sacerdotal de vuestros hijos o de vuestros hermanos. Llenaos de alegría porque el Señor se haya dignado a elegir a uno de vuestra familia para que, siendo su ministro, procure llevar la paz de Dios a todo el mundo.
No olvidéis, sin embargo, que todos estamos llamados a la santidad y, cada uno en su camino, debe procurar lo que nos ha dicho Cristo hoy en el Evangelio: dar la vida por los demás y acompañarnos mutuamente en este camino hacia Dios. Estos días de la ordenación de alguien muy cercano a vosotros son días de gracia: os invito a abrir aún más el corazón y corresponder a las llamadas del Señor. Aprovechad esta ordenación sacerdotal, a la que muchos habréis venido desde lugares lejanos, para renovar vuestra relación con Jesucristo. El motivo por el que Dios nos da pastores no es otro que la santidad de todos los cristianos, de todos nosotros.
No dejéis de pedir por los nuevos sacerdotes para que sean siempre fieles, piadosos, entregados y ¡alegres! Encomendadles especialmente a Santa María, madre de la Iglesia, que extrema su solicitud de Madre con aquellos que se empeñan, para toda la vida, en servir a su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.