Ernesto Juliá
El hombre occidental lleva años debatiéndose en el inútil intento de sacar de su cabeza, de su corazón, a Dios, a Cristo, el Hijo de Dios que se ha hecho hombre para acercarse tanto a nosotros y llenar de Luz la obscuridad de nuestras vidas
“Dios ha sido expulsado de las aulas, de los periódicos, de los programas de televisión, de las conversaciones con los amigos, como si fuera un trasto obsoleto que alguien ha subido al desván”, escribía días atrás Salvador Sostresen su columna de ABC.
Y añadía unas palabras referidas a algunas situaciones que se dan en la predicación de algunos eclesiásticos: “parece sentirse más cómodos hablando de la doctrina social y del detalle de nuestro comportamiento diario que de la dimensión transcendente que nos diferencia de las bestias y vuelve nuestras vidas sagradas. Nos preocupa más lo que es delito que lo que es pecado, como si la Fe, y sólo la Fe, no nos justificara”.
Agradezco a Sostres sus apreciaciones, que las podemos ver como una petición a los cristianos para que en nuestras palabras y en nuestras vidas Dios esté siempre presente y con toda claridad y en la plenitud de su Ser. Dios Creador y Padre; Dios Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que vivió, murió en la tierra, Resucitó, y nos ofreció el perdón de nuestros pecados −no se preocupó de nuestros delitos−; y quiere romper todo encuadramiento meramente terrenal de la vida del hombre, y Dios Espíritu Santo −“el amor de Dios derramado en nuestros corazones”− que nos introduce en la familia de Dios, al hacernos “hijos de Dios en Cristo Jesús”.
¿Por qué se oculta, tan a menudo y por tanta gente, el Nombre y el Ser de Dios?
En esta degradación y ocultamiento del lenguaje, hace años un amigo me comentó un tanto desesperanzado: “En los años 60 del pasado siglo, se decía Cristo sí, Iglesia no. En los 70, Dios sí, Cristo no. En los 80, religión sí, Dios no. En los 90, espiritualidad sí, religión no”. Y se preguntaba, “¿Qué nos ha quedado?”, y se respondía a sí mismo: “El discernimiento. Nada”.
“O Dios o yo”, ha dicho algún que otro “pensador” celoso de su independencia y de su libertad. Realmente, ¿la presencia de Dios nos quita la libertad a los hombres? ¿No es cierto que cuando quitamos a Dios de la perspectiva de nuestra vida, de las relaciones sociales y políticas, los hombres nos quitamos la libertad los unos a los otros, y nos destrozamos por el poder de unos tiranos? El siglo XX, y lo que llevamos de XXI, nos han dejado una clara muestra de que cuando Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y Cristo, Dios y hombre verdadero, desaparece del horizonte del hombre, el próximo que desaparece, y a renglón seguido, es el mismo hombre.
El hombre occidental lleva años debatiéndose en el inútil intento de sacar de su cabeza, de su corazón, a Dios, a Cristo, el Hijo de Dios que se ha hecho hombre para acercarse tanto a nosotros y llenar de Luz la obscuridad de nuestras vidas.
¿Qué ha conseguido? ¿La libertad de suicidarse? ¿La libertad de matar a su descendencia, abortándola? ¿La libertad de no amar para no vincularse con nadie y no perder, así su “libertad”? ¿La libertad de no pensar drogándose, emborrachándose?
Y en el ejercicio corrupto de su libertad, el hombre se encuentra completamente desorientado, sin rumbo, ahogando sus energías en “fetiches”, en “felicidades” que se le van de las manos tal como llegan. Sus ojos no vislumbran ya ningún sentido de su vida, por el que valga la pena vivir, sufrir, morir; y eso porque sin Dios, sin Cristo, el hombre deja sencillamente de amar en el significado más profundo de esa palabra: como Dios nos ama. Su vida carece de pleno sentido. No alcanza a entender que la tierra es demasiado pequeña para llenar el clamor de amar que late en el fondo de cada ser humano.
Nietzsche lo vio con claridad y, después de decir “Dios ha muerto”, y que él tenía que vivir “más allá del bien y del mal”, se volvió loco; y así comenzó ya a morir.
¿Cuándo descubriremos los hombres el inmenso tesoro de un Dios Creador y Padre cercano, con Quien podemos hablar como hijos queridos; de un Dios Hijo, Cristo vivo en la Eucaristía, que quiere compartir con cada uno de nosotros nuestras penas y alegrías; de un Dios Espíritu Santo que nos enseña a perdonar, a amar a nuestro prójimo, a arrepentirnos y a pedir perdón por nuestros pecados?