Ernesto Juliá
También en tiempos en los que la Fe parece debilitarse en el corazón y en la mente de muchas personas, no faltan hombres y mujeres que anhelan descubrir algún rastro de Dios en sus vidas, y en su entorno
A veces caen en la tentación de pedir al Señor pruebas contundentes, sensibles, palpables de su interés por los seres humanos; y para encontrarlas se lanzan a peregrinaciones a santuarios lejanos para vivir una “experiencia de Dios” que les conmueva y reconforte.
El Señor, que es verdaderamente paciente con las pequeñeces de los hombres, se hace presente en nuestras vidas por caminos muy normales, muy sencillos, muy a nuestro alcance, aunque en tantas ocasiones nos pasan del todo inadvertidos. ¿Qué caminos?
Tantos como seres humanos hay sobre la tierra. Y, me atrevería a decir, de manera particular podemos encontrar el aroma de Dios, y a Dios mismo ahora que tantos lo quieren quitar de sus perspectivas, en la sonrisa de las personas que nos encontramos diariamente en nuestro camino. Su sonrisa nos pueden manifestar la sonrisa de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La sonrisa de un niño, de una niña Down, cuando le da un beso a su madre, a su padre, que le tratan con el mismo cariño que a sus otros cinco hermanos.
La sonrisa de un abuelo, de una abuela que se han vestido con todo esmero y pulcritud para vivir el bautismo de su primer biznieto.
La sonrisa de una madre al contemplar al niño recién salido de sus entrañas, besarlo, acariciarlo, darle el calor de su cuerpo, de su alma; y acompañarle en los primeros latidos de su corazón fuera del seno materno.
La sonrisa de un padre al gozar del buen resultado de un hijo que estrena su profesión venciendo su primer pleito; terminando su primera operación quirúrgica arreglando las válvulas de un corazón extenuado.
La sonrisa de un padre de familia, de una madre, que agradecen a Dios poder gozar de la armonía y buen aire entre sus hijos, y ver que el empeño y la dedicación que han vivido en transmitirles la Fe ha dado frutos profundos en el corazón de todos ellos. La alegría evangélica de saber que “sus hijos caminan en la Verdad”.
La sonrisa de un abuelo que, ya en el lecho de muerte, y después de haber recibido la Unción de los enfermos, se despide de hijos, de nietos, de biznietos, con un sencillo “hasta el cielo”.
La sonrisa de un pecador arrepentido, al vivir el amor misericordioso de Dios, después de recibir la absolución de sus pecados en el sacramento de la Reconciliación.
La sonrisa de un hombre que se lanza al mar para salvar a un náufrago, y se encomienda a su Ángel de la Guarda para que todo salga bien, al devolver a la madre el cuerpo vivo de su hijo que ya daba por muerto.
La sonrisa de un hombre al celebrar las Bodas de Oro, y después de llorar al dar gracias a Dios por el don que ha sido para él la compañía de su esposa, contempla el rostro de su mujer, y sonríe.
La sonrisa de una mujer agradecida a la Virgen Santísima, por el gesto de una persona que ha sabido de su precaria situación económica y le ha hecho llegar un sobre de forma anónima e imposible de ser identificada.
La lista de sonrisas semejantes sería casi infinita. En medio de la falta de moral, del mal ejemplo de personas corrompidas de muchas maneras, del egoísmo e individualismo reinante, el palpitar del amor de Dios a los hombres sigue vibrando en las sonrisas de los hombres y de las mujeres que aman a Dios.