Alfonso Aguiló
Si, al plantearnos responder a la llamada de Dios, nos encontramos regateando el precio de la entrega, o contando y recontando la calderilla de la propia vida (…), entonces hemos de considerar si quizá nuestro problema no es de discernimiento de la vocación, sino sobre todo de generosidad…
Rabindranath Tagore cuenta la famosa historia de un mendigo que se encontró con el carruaje del rey. "Posaste tu mirada en mí y bajaste sonriente. Sentí llegada la suerte de mi vida. De repente, tendiste hacia mí tu mano derecha y dijiste: ¿qué vas a darme?". El mendigo se quedó confuso y perplejo ante la petición del rey. Y cedió a la tentación del egoísmo y de la pequeñez: le dio un grano de trigo. "Al declinar el día y vaciar mi saco, hallé una minúscula pepita de oro entre el puñado de granos vulgares. Entonces lloré amargamente y pensé: lástima no haber tenido la generosidad de dártelo todo".
Aquel pobre mendigo consideraba que tenía poco y, ante aquella sorprendente petición, dio muy poco. Así nos sucede muchas veces a los hombres ante las peticiones de Dios. Y al final del día, de la vida, lamentamos no haber tenido la generosidad de darle más, de darle todo.
−Pero supongo que Dios llama, sobre todo, a personas de especiales cualidades.
Quizá pensamos siempre en ese otro que es más inteligente, mejor persona, con más simpatía o más fe que nosotros. ¿Por qué Dios va a elegirme precisamente a mí? ¿A Dios, qué más le da? ¿No podría, mejor, elegir a ese otro, que es mucho mejor que yo? ¿Por qué, entre millones y millones de personas, tengo que ser precisamente yo?
No hay respuesta fácil a esa pregunta. En el Evangelio se lee bien claro que Jesucristo eligió a los que quiso, no a los mejores. Su elección forma parte del misterio insondable del designio divino, y es natural que muchas veces escape a nuestra comprensión.
En el episodio de la vocación de Mateo, por ejemplo, puede verse que Dios llama a personas en situaciones bastante poco predecibles. Jesucristo llama a ser apóstol a un hombre que, según la concepción de aquel tiempo en Israel, era considerado un pecador público. Pero Jesucristo no excluye a nadie de su amistad. Quien se encontraba aparentemente más lejos de la santidad, se convierte en un gran apóstol y evangelista. Mateo responde inmediatamente a aquella llamada, pese a que suponía abandonar su trabajo, que era una ganancia de dinero seguro, aunque con frecuencia injusto. Entendió así que el seguimiento de Jesucristo es incompatible con una actividad que desagrada a Dios, como es el caso de las riquezas injustas.
No debemos exigir explicaciones a Dios sobre el porqué de su llamada. Pero, sobre todo, debemos pensar por qué hacemos a veces un planteamiento negativo de esa llamada. Hay que pensar en lo que Dios nos da con nuestro sí, no tanto en lo que nosotros damos a Dios, que, además, tampoco es tanto. Cuando Dios llama, ese camino es el que nos otorgará mayor felicidad. No hace falta tener dotes extraordinarias ni un nivel extraordinario de santidad.
−Pero supongo que, para ser llamado por Dios, habrá que tener un cierto nivel de perfección personal.
"Para responder a la llamada de Dios −afirma Benedicto XVI− y ponernos en camino, no es necesario ser ya perfectos. Sabemos que la conciencia del propio pecado permitió al hijo pródigo emprender el camino del retorno y experimentar así el gozo de la reconciliación con el Padre. La fragilidad y las limitaciones humanas no son obstáculo, con tal de que nos ayuden a hacernos cada vez más conscientes de que tenemos necesidad de la gracia redentora de Cristo. Ser santo no comporta ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede ser muy débil y contar con numerosos errores en su vida".
No te preocupes por tu falta de cualidades personales. Basta con esforzarse por mejorar. En la Francia del siglo XIX había miles de jóvenes de grandes virtudes que buscaban a Dios y, de entre todos, la Virgen eligió a una aldeana enfermiza e ignorante de un lugar sin importancia del Pirineo llamado Lourdes. Bernadette Soubirous era una chica muy atrasada en los estudios para sus catorce años, pues aún no había aprendido a leer ni a escribir, solo hablaba en su dialecto local y no sabía nada de catecismo.
Piensa también en los pastorcillos de Fátima. Los tres recibieron la misma gracia, aunque de un modo distinto para cada uno: Lucia hablaba, Jacinta escuchaba, Francisco solo veía. ¿Por qué Dios lo hizo así? No esperes una respuesta simple. Él sabe bien cómo debe hacer las cosas. Y los tres fueron santos, y no porque se les apareciera la Virgen, ni por sus grandes dotes personales, sino porque hicieron lo que Ella les dijo de parte de Dios.
−Pero muchas veces será mejor esperar a tener más formación, dedicar unos años a profundizar un poco, antes de tomar esas decisiones, para así tener un conocimiento más detallado sobre el camino al que Dios parece que nos llama. Así sabremos más exactamente a qué nos comprometemos.
En principio, son consideraciones muy razonables. Pero cada uno debe ver si no encubren un miedo a comprometerse, o si enmascaran un cierto egoísmo con la excusa de la falta de una formación adecuada. Porque todos necesitamos formación, pero procurando que eso no se convierta en un pretexto para decir que no, y procurando también que esa necesidad de formarse se concrete en medios concretos para lograrlo. Podríamos referirnos a la figura del Santo Cura de Ars, que luego veremos con más detalle: también advertía su falta de formación mientras hacía sus estudios teológicos, pero puso todos los medios para alcanzarla y acabó teniendo una gran sabiduría y siendo un gran santo.
Hay que leer, pensar, preguntar, informarse, tomarse tiempo, pero siempre afrontando de cara los deseos de Dios, buscando la máxima rectitud por nuestra parte. Y todo eso quizá no lleve demasiado tiempo. Lo decisivo suele ser la fe y la cercanía a Dios: cuando se cultiva, cuando se ponen los medios, Dios hace el resto.
Y, en cuanto a saber exactamente a qué nos comprometemos, tampoco hay que exagerar. Cuando una persona piensa en casarse, es bueno que procure conocer con profundidad a la otra persona, para saber bien con quién se casa, pero, si se detuviera demasiado a indagar a qué se compromete exactamente al casarse con ella, y quisiera saber con demasiado detalle a qué está obligado con el matrimonio y a qué no, y enumerara exhaustivamente qué es lo que la otra persona puede pedirle o no a lo largo de toda su vida matrimonial, a todos nos parecería que ese no es el lenguaje del amor y de la entrega.
−Pero es natural que cueste dar ese paso y que, por eso, se retrase la decisión. Al fin y al cabo, es entregar mi vida, toda mi vida, como quien tira una moneda al agua.
Sí, es toda tu vida, pero tu vida y la mía son un regalo inmerecido de Dios. Y el mejor destino que podemos darle es averiguar cuanto antes qué ha pensado Dios para ella, y seguir su designio. Y no solo porque esa vida nos la ha dado Dios previamente −igual que el amor y la generosidad que hay en nuestro corazón−, sino porque Dios nos ha creado con una misión y es para esa misión para lo que mejor estamos dispuestos.
Si, al plantearnos responder a la llamada de Dios, nos encontramos regateando el precio de la entrega, o contando y recontando la calderilla de la propia vida, o apurando la nostalgia de unos pequeños proyectos que nos cuesta cambiar, o una parcela de autonomía que nos cuesta perder, o un pedazo del corazón que nos cuesta entregar a Dios, entonces hemos de considerar si quizá nuestro problema no es de discernimiento de la vocación, sino sobre todo de generosidad y de miedo al sacrificio.
"Ser santo −afirma Benedicto XVI− significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia. Esta es la vocación de todos nosotros. Para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales, sino que es necesario, ante todo, escuchar la llamada de Dios y seguirla sin desalentarse ante las dificultades. Y cualquier forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, por el camino de la renuncia a uno mismo. Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres que han afrontado a veces pruebas y sufrimientos, y su ejemplo es para nosotros un estímulo para seguir el mismo camino y experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de Él."
−¿Y si digo que no, es un pecado, una ofensa a Dios?
Entiendo que, si ese rechazo es abierto y consciente, no puede dejar de suponer una ofensa. De todas formas, la vocación se presenta, sobre todo, como una invitación, no tanto como una exigencia moral. Pero su rechazo no dispone muy bien para responder a otras cosas que sí son exigencias morales.
En todo caso, debe ser el amor y no el miedo lo que te lleve a decir que sí a la llamada de Dios. "La fe no quiere infundirnos miedo −continúa Benedicto XVI−, quiere llamarnos a la responsabilidad. No debemos desperdiciar nuestra vida, ni abusar de ella, ni conservarla solo para nosotros mismos".