5/02/19

“¿Me amas más que éstos?”

ENRIQUE DÍAZ DÍAZ

III Domingo de Pascua

¿Dónde ponemos nuestra fe? Parece contradictorio que un mundo de tantos avances, de tanta tecnología, que muchas veces ha criticado las religiones y defiende en sus avances científicos, de repente presente muestras evidentes de supersticiones y fantasías seudo religiosas que vienen a suplantar la verdadera fe cristiana. La “santa muerte”, multitud de ángeles, santos inventados, veladoras, horóscopos y energías, piedras y perfumes, son solamente algunos de los innumerables objetos de un nuevo culto que se basa en exterioridades y que lejos de ofrecer verdadera salvación, esclavizan, enajenan y destruyen la integridad de la persona y de la comunidad. Los textos de estos días nos llevan a buscar a Jesús como la piedra angular sobre la que descanse nuestra fe y nuestra esperanza. Él es el único capaz de dar una salvación integral a cada persona. Resulta hasta ridículo que, dejando este “Nombre”, nos colguemos amuletos y fetiches para protegernos del mal, cuando tenemos el Nombre de quien es nuestra fortaleza. Cristo debe ser el centro de nuestra vida y por eso el Apocalipsis nos presenta a Jesús como el eje de una liturgia celestial donde se alaba y se canta al Cordero Resucitado: “Digno es el Cordero, que fue inmolado, de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría y la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”. En el pasaje evangélico, después de una noche de fracasos, de inútil trabajo sin pescar absolutamente nada, Pedro y sus compañeros, al mandato de Jesús, lanzan nuevamente la red y obtienen una pesca milagrosa. Hoy Cristo, vivo y resucitado, se nos presenta como el único camino. Ya hemos errado durante mucho tiempo, ya nos hemos confiando a nuestras propias fuerzas, ya hemos fracasado en la oscuridad de la noche ¿Por qué no nos acercamos a Jesús, nuestra única y verdadera esperanza? Este tiempo de resurrección, Cristo se nos presenta como el único nombre que nos trae salvación integral y plena.
La segunda parte de este texto me parece de una sencillez y una profundidad grandes: “Tan pronto como saltaron a tierra, vieron unas brasas y sobre ellas un pescado y pan”.  Es el Jesús humano que le da toda la importancia a la comida y se apunta diligentemente a saciar las necesidades de sus amigos. Sentarse juntos en torno a un fuego, a compartir el pan y el pescado, es unión, cohesión, armonía, plenitud de la experiencia humana y abarca la totalidad de lo humano. Jesús ha preparado la comida para sus discípulos en un gesto que manifiesta el perdón y la restauración de aquellas relaciones que la pasión y muerte habían logrado fracturar. Ningún reclamo, ningún reproche, sólo la oferta de pan y unos pescados que sanan las heridas y restablecen la relación. Porque la comida y la participación son experiencias determinantes en la vida de todo ser humano, por eso Jesús, el revelador de Dios, en sus comidas nos da a conocer las dimensiones entrañables de la misericordia y bondad de Dios. Así es Jesús el Resucitado, retoma los aspectos más humanos, supera los fracasos y las traiciones con los signos más elementales. Así debe ser todo testigo del Resucitado: compartir el dolor y el hambre de los más pequeños y desposeídos, superar las divisiones y los rencores basándose en los detalles más pequeños y más humanos, compartiendo la mesa y la palabra con todos. Experiencia de resurrección en torno a una hoguera, compartiendo la Palabra y el pan, con los hermanos. ¿Es así nuestra experiencia de Resurrección?
Al calor de la hoguera y después de compartir los alimentos se pueden hacer las confidencias y las preguntas más íntimas: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” ¿Dudará Jesús del amor de Pedro? ¿Es un reproche por las negaciones en los momentos de la Pasión? La pregunta de Jesús tiene mucha más importancia. No es un reproche, no tendría caso después de haber rescatado una noche de fracasos y después de haber compartido los alimentos, su pregunta va mucho más lejos: las consecuencias del amor. Desde los antiguos profetas hasta Juan el Bautista siempre se ha manifestado que el amor a Dios tiene consecuencias muy concretas en el amor a los hombres: “Apacienta mis corderos”.  No le habla Jesús de lo mucho que tendrá que padecer por su nombre, no le dice que tendrá que sufrir cárceles, sino que la consecuencia de amar a Jesús va en relación directa con el cuidado y la atención a las ovejas. De la misma manera que Jesús es Pastor, quien lo ama se convertirá en pastor que sea capaz de dar vida a las ovejas y dar la vida por las ovejas. En que graves contradicciones caemos los cristianos cuando reducimos nuestra fe a unas cuantas oraciones, a algún rito, a una imagen. Seguir a Cristo implica amarlo y comprometerse con sus ovejas queridas, las más pobres y desvalidas. Defenderlas de toda injusticia y de todo lobo hambriento mentiroso. Luchar porque tengan vida.
El verdadero cristiano no se puede conformar con una devoción tranquila e indiferente frente a las graves injusticias de nuestra sociedad. Debe ser un cristiano que en su ambiente y en su medio, busca la verdad, la justicia y la verdadera paz. El amor a Cristo se manifiesta en el verdadero amor al prójimo. Hoy también a nosotros hasta por tres veces nos pregunta si de verdad lo amamos. Meditemos nuestra respuesta y miremos nuestras acciones y nuestro amor a favor de los hermanos, en especial de los más necesitados. Entonces podremos decirle a Jesús: “Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero”. Nuestra respuesta implica que seamos  consecuentes con el Evangelio tanto en nuestra vida interna como externa. El Evangelio de Jesús nos exige coherencia. Por eso hoy nos queda una gran pregunta que debemos responder con nuestra vida: ¿Cómo influye mi amor y mi fe en Jesús, en mi vida diaria, social, familiar y política? Miremos a Jesús Resucitado y experimentemos su presencia que hoy se nos manifiesta en tres signos muy concretos: 1° Nos rescata de nuestros fracasos; 2° Nos comparte el alimento y nos enseña que un pan y un pescado compartidos dan vida y fortalecen la comunidad; y 3° Nos exige  que su amor se concrete en el amor a los hermanos. Su pregunta queda resonando en nuestro corazón y en nuestros oídos: “¿Me amas más que éstos?”
Padre Bueno, que nos has renovado en el espíritu al devolvernos la dignidad de hijos tuyos, concédenos  construir, llenos de júbilo y esperanza, el Reino de tu Hijo y aguardar el día glorioso de la resurrección. Amén.