Homilía del Papa en la Vigilia de Pentecostés
También esta noche, la víspera del último día del tiempo de Pascua, la fiesta de Pentecostés, Jesús está en medio de nosotros y proclama en voz alta: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí. Como dice la Escritura, ríos de agua viva brotarán de tu vientre” (Jn 7, 37-38). Es el “río de agua viva” del Espíritu Santo que brota del vientre de Jesús, de su costado traspasado por la lanza (cf. Jn 19,36), y que lava y fecunda a la Iglesia, la Esposa Mística, representada por María, la nueva Eva, al pie de la cruz.
El Espíritu Santo brota del vientre de la misericordia de Jesús Resucitado, llenando nuestro seno de una “buena medida, suave, llena y desbordante” de misericordia (cf. Lc 6,38) y nos transforma en una Iglesia-madre de misericordia, es decir, en una “madre de un corazón abierto” para todos! Cuánto me gustaría que la gente que vive en Roma reconociera a la Iglesia, que nos reconociera por esto más por la Misericordia, no por otra cosa, por esto lo más de humanidad y ternura, de lo cual hay tanta necesidad! Uno se sentiría como en casa, en la “casa materna” donde siempre se es bienvenido y donde siempre se puede volver. Se sentiría siempre bien recibida, escuchada, bien interpretada, ayudada a dar un paso adelante en la dirección del reino de Dios… Como sabe hacer una madre, incluso con sus hijos que han crecido.
Este pensamiento sobre la maternidad de la Iglesia me recuerda que hace 75 años, el 11 de junio de 1944, el Papa Pío XII hizo un acto especial de acción de gracias y súplica a la Virgen María, para la protección de la ciudad de Roma. Lo hizo en la iglesia de San Ignacio, donde había sido traída la venerada imagen de Nuestra Señora del Divino Amor. El Amor Divino es el Espíritu Santo, que brota del Corazón de Cristo. Él es la “roca espiritual” que acompaña al pueblo de Dios en el desierto para que sacando de él agua viva sacie su sed a lo largo del camino (cf. 1 Co 10,4).
En la zarza que no se consume imagen de la Virgen María y Madre está el Cristo resucitado que nos habla, nos comunica el fuego del Espíritu Santo, nos invita a descender en medio de la gente para escuchar el grito, nos envía a abrir el sendero a caminos de libertad que conducen a las tierras prometidas por Dios.
Lo sabemos: también hoy, como en todos los tiempos, hay quienes intentan construir “una ciudad y una torre que lleguen hasta el cielo” (cf. Gn 11,4). Son proyectos humanos, también nuestros proyectos, al servicio de un yo cada vez mayor, hacia un cielo donde ya no hay lugar para Dios. Dios nos deja hacerlo por un tiempo, para que podamos experimentar hasta qué punto del mal y de la tristeza podemos llegar sin Él…. Pero el Espíritu de Cristo, Señor de la historia, no puede esperar para tirarlo todo por la borda, para que volvamos a empezar de nuevo. Siempre somos un poco cortos de vista y de corazón;
Abandonados a nosotros mismos, terminamos perdiendo el horizonte; llegamos a convencernos de que lo hemos entendido todo, y acabamos de tomar en consideración todas las variables, y nos preguntamos, qué cosa sucederá y cómo va a pasar….
Estas son todas construcciones nuestras que se engañan a sí mismos de tocar el cielo. En cambio, el Espíritu irrumpe en el mundo desde lo alto, desde el vientre de Dios, donde nació el Hijo, y hace nuevas todas las cosas.
¿Qué celebramos hoy, todos juntos, en nuestra ciudad de Roma? Celebramos la primacía del Espíritu, que nos hace estar callados ante lo imprevisible del designio de Dios, y luego nos estremece la alegría: “Entonces esto fue lo que Dios tuvo en su seno para nosotros”, este camino de la Iglesia, este pasaje, este Éxodo, esta llegada a la tierra prometida, la ciudad-Jerusalén con puertas siempre abiertas a todos, donde las diversas lenguas del hombre se componen en la armonía del Espíritu, porque el Espíritu es la armonía. Y si tenemos en mente los dolores del parto, entendemos que nuestro gemido, el de la gente que vive en esta ciudad y el gemido de toda la creación no son más que el gemido del mismo Espíritu: es el nacimiento del nuevo mundo. Dios es el Padre y la madre, Dios es la partera, Dios es el gemido,
Dios es el Hijo engendrado en el mundo y nosotros, la Iglesia, estamos al servicio de este nacimiento, no al servicio de nosotros mismos, no al servicio de nuestras ambiciones, de tantos sueños de poder, no, al servicio de esto, de lo que hace Dios, de estas maravillas que hace Dios.
“Si el orgullo y la presunta superioridad moral nos ofuscan nuestro oído, nos daremos cuenta que bajo el grito de tanta gente no hay nada más que un auténtico gemido del Espíritu Santo. Es el Espíritu que nos impulsa una vez más a no contentarnos, a tratar de volver a nuestro camino; es este Espíritu que nos salvará de toda “reorganización” diocesana (Discurso a la Convención Diocesana, 9 Mayo de 2019). El peligro es este, querer confundir la novedad del Espíritu con un método de organizar todo, no, esto no es el Espíritu de Dios, el Espíritu de Dios cambia todo, nos hace comenzar, no desde el inicio sino de un nuevo camino
Dejémonos llevar por la mano del Espíritu y llevemos en medio del corazón de la ciudad para escuchar su grito, su gemido. A Moisés Dios le dice que este clamor oculto del pueblo ha llegado hasta Él: Lo ha escuchado, ha visto la opresión y el sufrimiento…. Y ha decidido intervenir enviando a Moisés para levantar y alimentar el sueño de libertad de los israelitas y para revelarles que este sueño es su voluntad: hacer de Israel un pueblo libre, su pueblo, un pueblo unido a él por una alianza de amor, llamado a dar testimonio de la fidelidad del Señor ante todas las naciones.
Pero para que Moisés pueda llevar a cabo su misión, Dios quiere que él “descienda” con él en medio de los israelitas. El corazón de Moisés debe volverse como el de Dios, atento y sensible a los sufrimientos y sueños de los hombres, a lo que gritan en secreto cuando levantan la mano al Cielo, porque ya no tienen ningún asidero en la tierra. Es el gemido del Espíritu, y Moisés debe escuchar, no con el oído sino con el corazón.
Hoy nos pide a nosotros cristianos a aprender a escuchar con el corazón. El Maestro de esta escucha es el Espíritu, abrir el corazón para que él nos enseñe a escuchar con el corazón, abrirlo.
Para escuchar el grito de la ciudad de Roma, necesitamos que el Señor nos lleve de la mano y nos haga “descender” descender de nuestras posiciones, bajar en medio de los hermanos que viven en nuestra ciudad para escuchar su necesidad de salvación, el grito que llega hasta Él y que nosotros normalmente no escuchamos. No se trata de escuchar ni explicar cosas intelectuales ni ideológicas Me hace llorar cuando veo a una Iglesia que cree que es fiel al Señor, para actualizarse cuando se buscan caminos puramente funcionalistas, caminos que no provienen del Espíritu de Dios. Esta Iglesia no sabe descender, no sabe bajar y si no descienden no es el Espíritu quien manda. Se trata de una cuestión de abrir los ojos y los oídos, pero sobre todo el corazón, escuchando con el corazón. Entonces nos pondremos en camino. Entonces sentiremos dentro de nosotros el fuego de Pentecostés, que nos impulsa a gritar a los hombres y mujeres de esta ciudad que su esclavitud ha terminado y que Cristo es el camino que conduce a la ciudad del cielo. Para esto necesitamos la fe, hermanos y hermanas. Hoy pedimos el don de la fe para poder ir por este camino. Amén!