6/06/19

“Los migrantes son hermanos: No los dejemos ir con las manos vacías”

Mons. Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de San Cristóbal de Las Casas

El presidente Donald Trump la trae contra México y nos quiere obligar a detener a todos los migrantes que pasan por nuestro país, para que no lleguen a Estados Unidos. Y como es un señor que todo lo maneja bajo el signo económico, intenta imponer aranceles a todo lo que exportamos de aquí hacia allá, como un mecanismo coercitivo para que hagamos lo que él quiere. No tiene una visión humanitaria de la política, sino que todo lo ve, lo juzga y lo decide con criterios monetarios. No le importan las personas y las familias, sino sus intereses económicos. Y como muchos de sus paisanos tienen esa misma visión, economicista y racista, con esto trata de ganarse adeptos para su reelección.
Nuestro país, que ha vivido en carne propia lo que implica la migración de millones de mexicanos al Norte, tiene, en general, una actitud de más apertura y de apoyo a tantos migrantes que pasan por aquí, sobre todo del Triángulo Norte de Centroamérica (Honduras, El Salvador y Guatemala). Sin embargo, ante la llegada masiva de miles de ellos, muchos mexicanos han asumido también actitudes repulsivas. En las fronteras norte y sur, mucha gente ha abierto su corazón y les ha compartido techo, comida, medicinas y protección. El gobierno, de antes y de ahora, ha implementado medidas para atenderles en cuanto ha sido posible. Pero también es cierto que no se dan abasto a tanta demanda; están rebasados. Nuestros albergues no alcanzan a recibir a tantos que llegan. Algunos los ven como un peligro, una invasión, un abuso de nuestras fronteras abiertas. Ciertamente no faltan polleros explotadores y criminales que aprovechan el momento para huir de la justicia en su país. Con todo, la inmensa mayoría salen para huir de la violencia, la inseguridad y la falta de oportunidades en su región.
PENSAR
El Papa Francisco, el domingo pasado, durante su visita a Rumanía, se encontró con la comunidad gitana, llamada también rom, o romaní, y les dijo algo que vale también para nuestra actitud ante los migrantes:
“En la Iglesia hay lugar para todos. Si no fuera así, no sería la Iglesia de Cristo. El Evangelio de la alegría se transmite en la alegría del encuentro y de saber que tenemos un Padre que nos ama. Mirados por él, entendemos cómo hemos de mirarnos entre nosotros. Con este espíritu, he deseado estrechar vuestras manos, poner mis ojos en los vuestros, haceros entrar en el corazón… Sin embargo, llevo un peso en el corazón. Es el peso de las discriminaciones, de las segregaciones y de los maltratos que han sufrido. La historia nos dice que también los cristianos, también los católicos, no son ajenos a tanto mal. Quisiera pedir perdón por eso. Pido perdón, en nombre de la Iglesia, al Señor y a vosotros por todo lo que os hemos discriminado, maltratado o mirado en forma equivocada, con la mirada de Caín y no con la de Abel, y no fuimos capaces de reconoceros, valoraros y defenderos en vuestra singularidad. A Caín no le importa su hermano. La indiferencia es la que alimenta los prejuicios y fomenta los rencores. ¡Cuántas veces juzgamos de modo temerario, con palabras que hieren, con actitudes que siembran odio y crean distancias! No somos en el fondo cristianos, ni siquiera humanos, si no sabemos ver a la persona, antes que sus acciones, antes que nuestros juicios y prejuicios” (2-VI-2019).
Y en su mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y Refugiado, nos dice: Las sociedades económicamente más avanzadas desarrollan en su seno la tendencia a un marcado individualismo que, combinado con la mentalidad utilitarista y multiplicado por la red mediática, produce la “globalización de la indiferencia”. En este escenario, las personas migrantes, refugiadas, desplazadas y las víctimas de la trata, se han convertido en emblema de la exclusión porque, además de soportar dificultades por su misma condición, con frecuencia son objeto de juicios negativos, puesto que se las considera responsables de los males sociales. La actitud hacia ellas constituye una señal de alarma, que nos advierte de la decadencia moral a la que nos enfrentamos si seguimos dando espacio a la cultura del descarte. De hecho, por esta senda, cada sujeto que no responde a los cánones del bienestar físico, mental y social, corre el riesgo de ser marginado y excluido.
Por esta razón, la presencia de los migrantes y de los refugiados, como en general de las personas vulnerables, representa hoy en día una invitación a recuperar algunas dimensiones esenciales de nuestra existencia cristiana y de nuestra humanidad, que corren el riesgo de adormecerse con un estilo de vida lleno de comodidades. Al mostrar interés por ellos, nos interesamos también por nosotros, por todos; cuidando de ellos, todos crecemos; escuchándolos, también damos voz a esa parte de nosotros que quizás mantenemos escondida porque hoy no está bien vista“.
ACTUAR
No los dejemos ir con las manos vacías. Compartamos al menos algo de lo que tenemos, para que no les falte “el pan de cada día”.