Enrique García-Máiquez
Ese espíritu encierra una enseñanza que merece ser propuesta. Que esto me pase con la Vespa…, pero pongamos que sentimos lo mismo por el amor a Dios y que, en cualquier cosa que hacemos, lo llevamos al lado dando sustancia a lo más trivial o a lo más trabajoso
No teman. No vengo a escribir un artículo nostálgico, añorando a la Vespa que me trajo y llevó en los dorados años −oh, juventud, divino tesoro− de la Universidad de Navarra. Casi ninguno de los de mi tiempo la recordará, salvo los que se montaron conmigo alguna vez, que esos sí, por el frío indescriptible que entonces pasábamos los tres: mi acompañante, yo y la pobre Vespa, ideada para entornos más mediterráneos. Algún amigo la consideraba una prueba de fuego −¿de fuego?, ¡de hielo!− para mis pretendidas. Casi ninguna repetía en la Vespa, y me consolaba pensando que era por la nieve, el agua, el viento y el relente; y no porque yo las dejase frías.
A cambio de eso, la Vespa no me soltó jamás de su mano. Me veo acelerando por la carretera del campus, rozando los árboles, surfeando los charcos, en paralelo al río Sadar, sabiendo que llegaría a clase por los pelos y empapado, pero bien fresco. Si salía por las noches, lo mejor, en el fondo, era ir y volver por esa avenida estupenda de Pío XII y sortear sus semáforos −o meter puño o punto muerto o freno y equilibrio− cogiéndolos siempre en verde. Caigo en que nunca me caí en Pamplona: no besé el suelo, como se dice. ¡Con lo que yo aprecio el solar de mi alma mater!
Se vino conmigo de vuelta a Cádiz. Una vez hice una foto a mi entonces novia en la Vespa con mi perra encaramada a la bandeja de los pies, donde le encantaba ir. Dije, pomposamente: «Mis tres amores: la del reino inanimado, la del reino animal y la humana». Cuando revelé la foto, había cortado a mi novia la cabeza en el encuadre, ay, para sacar centrada la moto. No le vio la gracia. Pero me perdonó; y hasta ahora.
Para no estar nostálgico −apuntará el perspicaz lector− te has marcado tres párrafos, tres, de remembranzas vesperas. Sí, pero son vespertinas, y hacían falta para lo importante, que viene a continuación. No estoy nostálgico porque sigo teniendo aquella Vespa, la misma.
Y ahora, con la Vespa ya arrancada, arranca de verdad este artículo. Tanto me gusta montar en moto que no me importa hacer gestiones, si es en ella. Por eso, dulce, mi mujer acompaña sus constantes peticiones y encargos con un «Es un momento, anda, ve en Vespa…». Y no es una venganza por la olvidada decapitación, ojo, sino que ella me conoce. Salgo corriendo y contento hasta a por el pitorro de una olla exprés. Buscándolo me he cruzado el Puerto de punta a punta, de tienda en tienda, y disfrutándolo. Si puedo ir al trabajo (en otro pueblo) en moto, porque me lo permite el tiempo (que hace) y el tiempo (que tengo) ya es una aventura y voy con otro ánimo. He ido, incluso, a pagar las tasas municipales con una sonrisa y cuando me vi reflejado en un escaparate sonriendo a solas, entre mi Vespa y yo, me di cuenta de que tenía que escribir este artículo.
Porque ese espíritu encierra una enseñanza que merece ser propuesta. La afición por algo −rayana en el amor− hace que nada relacionado −fíjense ustedes, nada− te parezca tedioso o impertinente o intrascendente o idiota. ¡Ni las tasas municipales! Si puedo ir en Vespa, ya me compensa y voy tumbándome en las curvas, quemando caucho, acelerando por el placer del rugido del motor, aceptando como una caricia y un abrazo la brisa en la cara e hinchándome la camisa; y frenando con ganas en los pasos de cebra.
Que esto me pase con la Vespa no dice nada en contra de la lección, aunque lo diga de mi frivolidad. Pero pongamos que sentimos lo mismo por el amor a Dios y que, en cualquier cosa que hacemos, lo llevamos al lado dando sustancia a lo más trivial o a lo más trabajoso. O por el amor a tu mujer. O por el amor a tus hijos. O por el sentido de tu vocación profesional. O, todos juntos, de la Vespa para arriba, simultáneos y coordinados. Te cambia la vida. Lo sé por experiencia (motera). Las molestias y los contratiempos se convierten de golpe en encantadoras excusas, en pretextos pródigos, en coartadas exactas y en maravillosos motivos para disfrutar lo que sea como quien no quiere la cosa. Lo recomiendo vivamente.
Enrique García-Máiquez [Der 92] es poeta y ensayista.
Fuente: Nuestro Tiempo