Paul O'Callaghan
I.- Jesús, ¿qué debemos hacer?
En este primer artículo sobre las virtudes humanas consideramos cómo todos nuestros deseos pueden encontrar su armonía en Dios. Descubrirlo lleva su tiempo, pero es liberador
Puede parecer extraño que san Agustín, a lo largo de sus memorias, en un momento comience a describir la influencia del «peso» en las cosas físicas que tiene a su alrededor. Con los conocimientos propios del siglo IV, quien más tarde sería obispo de Hipona nota que existe algo que hace que el fuego siempre se dirija hacia arriba, mientras que una piedra lo haga hacia abajo. Después se fija en que el aceite siempre tiende a colocarse por encima del agua cuando son mezclados o en que, de alguna manera, todo lo que está desordenado busca el orden y allí descansa. San Agustín intuye que, en todos estos movimientos, a las cosas las guía su «peso». Y es entonces cuando, con lenguaje poético, confiesa: «Mi peso es mi amor, él me lleva doquiera que soy llevado». Se trata de una experiencia universal: aquello que deseamos, que buscamos, que queremos, es lo que nos mueve. Buscamos siempre la satisfacción de un deseo que aspira a ser duradero. Ese «peso» nos lleva a la felicidad, más o menos plena, así que no queremos dejarnos engañar por un simple y fugaz pasarlo bien. ¿Cómo descubrir ese amor por el que san Agustín se sentía llevado?
El proceso de toda historia
«¿Qué debo hacer para ir al cielo?», preguntó un joven a Jesús (cfr. Lc 18,18). Se trata de un pasaje de la Escritura ante el cual guardamos un silencio expectante, porque plantea un interrogante que nos involucra a todos. ¿Qué responderá aquel que es Dios y Hombre? Sin embargo, justo antes de su intervención, el joven había empleado una frase en la que el Señor detecta algo extraño: se dirige a Jesús llamándolo «maestro bueno». La respuesta nos puede parecer un poco tajante: «Nadie es bueno sino uno solo: Dios» (Lc 18,19). El Señor había percibido, no sabemos cómo, que ciertamente el joven buscaba algo más en su vida, pero que en realidad pensaba que eso se lo daría un bien creado, algo que podía controlar, algo a lo que podía aferrarse aquí en la tierra. Por eso, aunque en la siguiente pregunta Jesús se asegura de que el joven se esfuerza por cumplir la ley de Dios, quiere ir más allá, quiere que el joven rompa definitivamente con la secreta complacencia de este cumplimiento y con los ídolos de la prosperidad humana: «Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme» (Lc 18,22). En esta escena observamos la llamada del Señor, después intuimos la batalla interior del joven, hasta concluir con su triste retiro. Jesús tal vez había soñado con un gran discípulo, pero el muchacho regresó a la comodidad de su casa, su riqueza y sus conocidos.
Aquella felicidad grande anhelada por el joven no está inmediatamente al alcance de nuestra mano. No la podemos gestionar ni dominar. Solo la podemos recibir mediante el abandono en Dios. Dice san Juan Pablo II que «si Dios es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más rigurosa de los mandamientos, logra cumplir la Ley, es decir, reconocer al Señor como Dios y tributarle la adoración que a él solo es debida. El cumplimiento puede lograrse solo como un don de Dios». Por eso, quizá, sobre todo se requiere paciencia, saber esperar activamente. El amor del cristiano no es un fogonazo momentáneo −aunque también pueda existir−, sino una historia de amor, y todas las historias tienen su proceso. «La gracia, normalmente, sigue sus horas, y no gusta de violencias». El joven tal vez busca la satisfacción inmediata de su deseo, se impacienta, no se da cuenta de que el amor de Dios, como el grano sembrado, necesita tiempo para crecer junto a Cristo. Sin embargo, vemos en el Evangelio cómo Jesús preparaba a los suyos gradualmente, sin prisas, pero también sin pausas. Desde la cárcel, san Juan Bautista, quizá algo impaciente, manda preguntar a Cristo por medio de sus discípulos: «¿Eres tú el que va a venir, o esperamos a otro?» (Lc 7,20). A nosotros nos puede parecer, a veces, que Jesús no tiene la suficiente prisa, y nos impacientamos por ser buenos de la noche a la mañana.
Para formar un deseo firme
Sabemos que los discípulos −al igual que todos− necesitaban tiempo porque, como el joven rico, primero debían purificar las vanas imaginaciones que se habían forjado: la tentación del éxito, del prestigio, de la gloria humana, de la vida cómoda. Necesitaban comprender cosas importantes como el empeño por «orar siempre y no desfallecer» (Lc 18,1) o por aprender a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22). Pero, una vez que el Señor vio que los apóstoles ya tenían una mínima preparación, después de haber rezado toda la noche, les envió, uno por uno (cfr. Mt 10,1-5; Lc 6,12). Eso no significa que el camino formativo de los discípulos ya había acabado, ni mucho menos. San Josemaría repetía muchas veces que la formación de un apóstol no termina nunca. Era evidente que, en muchos, la llamada de Dios no había penetrado con profundidad: hubo quienes perdieron el interés en su doctrina, «se echaron atrás y ya no andaban con él» (Jn 6,66), o quienes abandonaron a Jesús incluso durante su prueba final. En definitiva, en unos y en otros, sus deseos todavía no eran firmes, estables, disciplinados.
Poco a poco, con paciencia divina, Dios se acerca a nuestro corazón, nos llama y nos envía a comunicar el Evangelio a todos los hombres y mujeres. Lo hace a través de los momentos de meditación personal, de la adoración eucarística, de las oraciones vocales en las que tomamos las palabras que nos propone la Iglesia y también por medio de la contemplación continua a lo largo del día. Descubrimos la intimidad con él, saboreamos su amistad, su mirada, su firmeza, su comprensión… Dios nos prepara también a través de las contradicciones, un proceso consciente y nada automático con el que vamos poco a poco rompiendo nuestros ídolos, pequeños y grandes, internos y externos, para hacer más espacio a Jesús en nuestra alma. Se acerca a nuestro corazón, finalmente, a través del trabajo continuo que llena nuestro día: «Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo» (Jn 5,17). El mismo que ha puesto el deseo del bien en nuestro corazón −el «peso» que guiaba a san Agustín− será quien dará cumplimiento a ese anhelo.
La armonía de los bienes
A lo largo de nuestra vida, muchas veces nos equivocamos buscando bienes efímeros que no llenan el corazón, bienes aparentes que no nos llevan Dios, fuente de todo bien. Al recordar la inquietud del joven rico sobre qué se debe hacer para alcanzar el cielo, san Juan Pablo II señala que «solo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque él es el Bien. En efecto, interrogarse sobre el bien significa, en último término, dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad. Jesús muestra que la pregunta del joven es, en realidad, una pregunta religiosa y que la bondad, que atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios, más aún, es Dios mismo».
Jesús, cuando no pocos le abandonaron, pregunta a los doce si también ellos se iban a ir. Pedro responde: «Señor, ¿a quién iremos? (…). Tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69). En aquella llamada de amor, ellos han descubierto el sentido último de su vida: el Reino de Dios, la vida eterna, el cielo. Pedro ha descubierto lo que después diría santa Teresa de Ávila: «Solo Dios basta». Ha encontrado el tesoro escondido. Es entonces cuando los demás deseos encuentran un lugar armónico, medido, razonable, en su corazón; es entonces cuando los bienes a los que miran esos deseos forman un conjunto ordenado. No tiene que huir de ellos, pero no lo dominan. Quien encuentra a Dios por encima de los demás bienes se siente ágil, desprendido, liberado para llevar la fuerza del Evangelio a todas las criaturas. Justamente, la posibilidad de no hacerlo «compone el claroscuro de la libertad humana. El Señor nos invita, nos impulsa −¡porque nos ama entrañablemente!− a escoger el bien».
San Josemaría nos animaba a amar el mundo apasionadamente, pero no porque el mundo creado sea un absoluto, sino porque es el primer don de Dios, la primera fuente de los deseos que surgen en el corazón humano. Sin embargo, esos deseos piden ser ensanchados por el amor que nos lleva a dar un sentido a todos nuestros quehaceres. Ese gran deseo divino da unidad a toda nuestra existencia, no elimina los deseos humanos −de compañía, de futuro, de proyectos−, sino que los purifica y los congrega en una llamada a la intimidad con Dios. San Agustín notaba que las virtudes morales, al conducirnos a la felicidad, en realidad se identifican con el amor a Dios. Todos nuestros esfuerzos por adquirir la facilidad y el gusto por hacer el bien son siempre esfuerzos por amar. Por eso, el obispo de Hipona definía cada una de las virtudes en servicio de ese amor: la templanza es el amor que se conserva incorruptible, la fortaleza es el amor que todo lo soporta, la justicia es el amor que no se desvía o la prudencia es el amor que discierne como querer más.
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Ese camino por encontrar la armonía de nuestros deseos se consolida a lo largo de la vida, pues se trata siempre de una historia. Muchas veces tenemos demasiada prisa, tomamos decisiones precipitadas, buscamos gratificaciones inmediatas… Pero esa no es una buena lógica para emprender esta ruta. En inglés a veces se dice que alguien «cae en el amor», falls in love, como algo que sucede de repente. Incluso aunque algunas veces ese fogonazo exista, no todo el camino será así. Puede sorprender que María haya respondido tan rápidamente al ángel cuando le fue anunciado que sería la madre del Mesías; como si hubiese descubierto de modo fulgurante y repentino todo el amor divino. Pero, en realidad, Dios obraba en el alma de nuestra Madre desde su concepción inmaculada y a largo de toda su vida que fue, desde el inicio, una historia de amor.
II.- El camino lo llevamos dentro
La gracia del Bautismo, las virtudes teologales o nuestra dignidad de hijos son fuerzas que nos llevan hacia Dios
Una constante búsqueda de Dios. Así fue la vida de san Agustín: una búsqueda apasionada, que no siempre daba con los senderos que verdaderamente lo llevaban hacia él. En sus años de juventud lo movía fuertemente su interés por las letras y la admiración que sus capacidades retóricas suscitaban en los demás. Algunas veces sus impulsos más bien lo alejaban, e incluso abrazó modos de pensar que lo alejaban de la fe. Sin embargo, la búsqueda de la verdad y la lectura de la Sagrada Escritura poco a poco lo acercaron al cristianismo. Tal vez teniendo este proceso en mente, y conociendo a muchas personas sabias con quienes compartió inquietudes pero que no llegaron a Cristo, san Agustín escribió que por más razonamientos adecuados que se consiga alcanzar, «no todos encuentran el camino. Los sabios del mundo comprenden que Dios es una cierta vida eterna, inmutable, pero lo ven de lejos (…). El Hijo de Dios que es siempre la Verdad y la Vida en el Padre, al asumir al hombre, se hizo camino por nosotros, que no teníamos por dónde ir a la verdad. Camina por el hombre y llegas a Dios».
Llegamos a Dios a través de Cristo
Quizá no sea difícil intuir que es a Dios a quien buscamos, que es él quien nos espera al final del viaje. Lo mismo sucede con el origen: identificamos en nuestro interior un impulso, y sospechamos que viene de él. Sin embargo, puede ser más complicado experimentar que Dios también es el camino: a Dios se llega a través de él. Y es precisamente para que podamos recorrer ese camino por lo que envió al mundo a su propio Hijo; a él no solo podemos escucharlo, mirarlo o tocarlo, sino incluso participar de su vida. Jesús «no se ha limitado a mostrarnos el camino para encontrar a Dios, un camino que podríamos seguir por nuestra cuenta, obedeciendo sus palabras e imitando su ejemplo. Cristo, más bien, para abrirnos la puerta de la liberación, se ha convertido él mismo en el camino: “Yo soy el camino” (Jn 14,6)».
Nos lo confirma la liturgia de la santa Misa cuando, al terminar la plegaria eucarística, el sacerdote proclama, levantando el Pan y el Vino: «Por Cristo, con él y en él…». A Dios solo podemos llegar por Cristo, con Cristo y en Cristo. Su persona es el camino por el que hemos de transitar, la verdad con la que podemos llegar a la meta y la vida en la que podemos vivir la nuestra propia. Por eso, desde aquella primera vez en el cenáculo, cada una de las celebraciones de la Eucaristía culmina en la comunión con el cuerpo de Jesús: Dios se hace alimento para el camino; el camino que es él mismo.
Emprender esta ruta hace posible la plenitud de la vida. «La fe nace del encuentro con el Dios vivo que nos llama (…). Se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo». San Josemaría paladeaba de manera especial la certeza de haber encontrado al mismo Cristo de los evangelios: «Jesús es el camino. Él ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos (…). ¡Cuánto me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los apóstoles y las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros».
Tres haces de luz
De Juan Bautista nos dice el cuarto evangelio que «vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino el testigo de la luz» (Jn 1,6-8). Esa luz de la que Juan daba testimonio quiere manifestarse también en cada bautizado. En efecto, si Cristo, como proclamamos en una de las versiones del credo, es «Luz de Luz», puede también decirse que los cristianos que lo reciben y «creen en su nombre» (Jn 1,12) son al mismo tiempo luz de esa Luz. Por eso, cuando pedimos a Dios luz para ver, estamos pidiendo a la vez ser nosotros mismos, como el Bautista, testigos de la Luz en el mundo.
No nos basta con el fogonazo que nos permitió ponernos en marcha; tampoco es suficiente aquel brillo que, proyectado al fondo de la vida, nos permite orientarnos. Necesitamos una luz que nos acompañe desde dentro. Necesitamos una fuerza que avive la nuestra. Y ese es el papel que ejercen en nuestra alma las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad, que son como tres haces de luz, como los tres colores primarios de la vida de Dios en nosotros. Estas tres virtudes, en efecto, «adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina»; con ellas «nuestro Señor nos hace suyos, nos endiosa».
Fe, esperanza y caridad corresponden, en cierto sentido, a «las tres dimensiones del tiempo: la obediencia de la fe acepta la Palabra que viene de la eternidad, y, promulgada en la historia, se transforma en amor, en presente, y abre así la puerta de la esperanza». La fe nos precede: nos dice de dónde venimos, pero también adónde vamos; no es solo memoria del pasado, sino también luz que ilumina el futuro: nos abre a la esperanza, nos proyecta hacia la vida. Y, en el centro del hilo tendido entre estos dos polos, se despliega la caridad, que se conjuga siempre en tiempo presente. Con la fuerza de la fe y la confianza de la esperanza, podemos decirnos: aquí y ahora, en esta persona, en esta situación, yo puedo ser, con todas mis limitaciones, luz de Dios, amor de Dios.
La novedad viene de vivir con él
«El mundo padece mucha necesidad, hijos míos −decía en una ocasión san Josemaría−, porque millones y millones de almas no conocen a Dios, no han visto todavía la luz del Redentor. Cada uno de vosotros debe ser −lo quiere el Señor− quasi lucernæ lucenti in caliginoso loco, como un farol encendido en medio de las tinieblas».
La luz que enciende este farol tiene dos fuentes. La primera nos pertenece por el simple hecho de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios. Esa fuente nunca nos abandona y se manifiesta en nuestra capacidad para comprender lo verdadero, en nuestra inclinación a querer lo bueno e, incluso más profundamente, en nuestra dignidad por haber salido de la mano de un creador sumamente inteligente, amoroso, libre, y no de un ciego azar. A esta fuente de luz se añade el torrente de nuestra «regeneración obrada en el Bautismo, que hace que todo cristiano tenga, ontológicamente, una nueva vida que late en su interior». Este sacramento sana la herida del pecado que heredamos de nuestros padres y nos hace más capaces de iluminar nuestro entorno.
Estas dos grandes fuentes −el ser creados a imagen de Dios y nuestro Bautismo− nos impulsan a reflejar la luz de Dios. Cuando un maestro de la ley, escondiéndose de los demás, se acercó hasta Jesús para preguntarle cómo vivir realmente cerca de Dios, le respondió: «El que obra según la verdad viene a la luz» (Jn 3,21). También nuestras acciones, llevadas por la misericordia de Dios, generan luz si nos dejamos impulsar por nuestra bondad y por su gracia, si nos despojamos de lo que nos lleva a movernos, a veces, en una dirección contraria. Esa familiaridad con la luz de Dios, esa facilidad para optar por sus bienes mayores antes que por otros aparentes, se transforma poco a poco en una «connaturalidad entre el hombre y el verdadero bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad».
La identificación con Jesucristo consiste en el desarrollo, por la gracia y por la acogida que le damos en nuestra alma, de esa connaturalidad cada vez más grande con él, de modo que podamos llegar a tener sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5), sus mismas actitudes. Cuanto más se avanza en la intimidad con Jesús, más nos damos cuenta de que buscar la santidad no consiste principalmente en la lucha por alcanzar la altura de un determinado estándar moral, sino en un camino confiado con Dios, por el que sentimos con él, sufrimos con él, vibramos con él. Qué bien lo ilustraba san Josemaría: «En momentos de agotamiento, de hastío, acude confiadamente al Señor, diciéndole, como aquel amigo nuestro: “Jesús: Tú verás lo que haces...: antes de comenzar la lucha, ya estoy cansado”». En eso consiste la responsabilidad del cristiano: en responder con él. «Jesús, aquí estoy. Contigo. Tú verás lo que haces…».
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La vida cristiana, así comprendida, no consiste en asentir a un sistema de ideas, sino en confiar en una persona: en Cristo. Así lo han vivido tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia. Hoy no poseemos ni otro mensaje ni otros medios. Como ellos, tenemos la tarea de iluminar el mundo desde dentro, como gráficamente lo describían los escritos de los primeros siglos: «Los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo (…). Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar»[12]. Ser alma del mundo: ese es nuestro camino, y el camino lo tenemos dentro. Es Jesucristo, que nos quiere, como él, muy humanos y muy divinos.
Fuente: opusdei.org