4/26/09

Ejemplos para una "sociedad desorientada"

Homilía de Benedicto XVI al proclamar cinco nuevos santos




Queridos hermanos y hermanas:
En este tercer domingo del tiempo pascual, en el centro de nuestra atención, la liturgia pone una vez más el misterio de Cristo resucitado. Victorioso sobre el mal y la muerte, el autor de la vida, que se inmoló como víctima de expiación por nuestros pecados, "no cesa de ofrecerse por nosotros, de interceder por todos; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre." (Cf. Prefacio Pascual III) Dejémonos inundar interiormente por el resplandor de este gran misterio, y con el salmo responsorial, imploremos: "Resplandezca sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro".
La luz del rostro de Cristo resucitado resplandece hoy sobre nosotros en particular a través de los rasgos evangélicos de los cinco beatos, que en esta celebración son inscritos en la lista de los santos: Arcangelo Tadini, Bernardo Tolomei, Nuno de Santa María Álvares Pereira, Gertrude Comensoli y Caterina Volpicelli. Con gusto me uno al homenaje que les rinden los peregrinos, aquí reunidos de varias naciones, a los que con gran afecto dirijo un cordial saludo. Las diferentes vicisitudes humanas y espirituales de estos nuevos santos nos muestran la renovación profunda que, en el corazón del hombre, realiza el misterio de la resurrección de Cristo; misterio fundamental que orienta y guía toda la historia de la salvación. Por este motivo, la Iglesia nos invita siempre, y particularmente en este tiempo pascual, a dirigir nuestra mirada a Cristo resucitado, realmente presente en el Sacramento de la Eucaristía.
En la página evangélica, san Lucas refiere una de las apariciones de Cristo resucitado (24,35-48). Precisamente al inicio del pasaje, el evangelista anota que los dos discípulos de Eamús, al regresar de prisa a Jerusalén, contaron a los once cómo le habían reconocido "al partir el pan" (versículo 35). Y mientras narraban la extraordinaria experiencia de su encuentro con el Señor, "se presentó en medio de ellos" (versículo 36). A causa de esta imprevista aparición a los apóstoles, quedaron atemorizados y asustados, hasta el punto de que Jesús, para tranquilizarles y evitar todo titubeo y duda, les pidió que le tocaran --no era un fantasma, sino un hombre de carne y hueso-- y les pidió después algo para comer. Una vez más, como sucedió a los dos de Emaús, en la mesa, mientras come con los suyos, Cristo resucitado se manifiesta a los discípulos, ayudándoles a comprender las Escrituras y a volver a interpretar los acontecimientos de la salvación a la luz de la Pascua. "Es necesario --dice-- que se cumpla todo lo que está escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos acerca de mí" (versículo 44). Y les invita a mirar hacia el futuro: "se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones" (versículo 47).
Cada comunidad revive esta experiencia en la celebración eucarística, especialmente en la dominical. La Eucaristía, el lugar privilegiado en el que la Iglesia reconoce "al autor de la vida" (Cf. Hechos 3, 15), es la "fracción del pan", como es llamada en los Hechos de los Apóstoles. En ella, a través de la fe, entramos en comunión con Cristo, que es "sacerdote, víctima y altar" (CF. Prefacio Pascual V). Nos reunimos a su alrededor para hacer memoria de sus palabras y de los eventos contenidos en la Escritura; revivimos su pasión, muerte y resurrección. Al celebrar la Eucaristía, comunicamos con Cristo, víctima de expiación, y en Él encontramos el perdón y la vida. ¿Qué sería nuestra vida de cristianos sin la Eucaristía? La Eucaristía es la herencia perpetua y viva que nos dejó el Señor en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, en la que tenemos que profundizar constantemente para que, como afirmaba el venerado Papa Pablo VI, pueda "imprimir su inagotable eficacia en todos los días de nuestra vida mortal" (Insegnamenti, V [1967], p. 779). Alimentados por el Pan eucarístico, los santos que hoy veneramos llevaron a cumplimiento su misión de amor evangélico en los diferentes campos, en los que actuaron con sus peculiares carismas.
Largas horas pasaba en oración ante la Eucaristía san Arcangelo Tadini, quien teniendo en cuenta siempre en su ministerio pastoral a la persona humana en su totalidad, ayudaba a sus parroquianos a crecer humana y espiritualmente. Este santo sacerdote, hombre de Dios, dispuesto en toda circunstancia a dejarse guiar por el Espíritu Santo, estaba al mismo tiempo disponible para acoger las necesidades urgentes del momento y encontrar remedio. Asumió por este motivo muchas iniciativas concretas y valientes, como al organización de la Sociedad Obrera Católica del Mutuo Socorro, la construcción de la fábrica hilandera, de la casa de asistencia para obreras, y la fundación, en 1900, de la Congregación de las Hermanas Obreras de la Santa Casa de Nazaret, con el objetivo de evangelizar el mundo del trabajo, compartiendo el cansancio y siguiendo el ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret. Cuán profética fue la intuición carismática de don Tadini y cuán actual permanece hoy su ejemplo, en una época de grave crisis económica. Él nos recuerda que sólo cultivando una constante y profunda relación con el Señor, especialmente en el Sacramento de la Eucaristía, podemos ser capaces de brindar la levadura del Evangelio a las diferentes actividades laborales y a cada ámbito de nuestra sociedad.
También en san Bernardo Tolomei, iniciador de un singular movimiento monástico benedictino, destaca el amor por la oración y por el trabajo manual. Vivió una existencia eucarística, totalmente dedicada a la contemplación, que se traducía en humilde servicio al prójimo. Por su singular espíritu de humildad y de acogida fraterna, los monjes le reeligieron abad durante veintisiete años consecutivos, hasta la muerte. Además, para asegurar el porvenir de su obra, obtuvo de Clemente VI, el 21 de enero de 1344, la aprobación de su nueva congregación benedictina llamada de Santa María del Monte Oliveto. Con motivo de la gran epidemia de peste del año 1348, dejó la soledad del Monte Oliveto para visitar el monasterio de san Benito en Puerta Tufi, en Siena, y asistir a sus monjes enfermos, y murió contagiado él mismo por la enfermedad, como auténtico mártir de la caridad. El ejemplo de este santo es para nosotros una invitación a traducir nuestra fe en una vida dedicada a Dios en la oración y total entrega al servicio del prójimo, con el impulso de una caridad dispuesta incluso al sacrificio supremo.

"El Señor hizo milagros en mi favor, y el Señor me escuchará cuando lo invoque" (Salmo 4, 4). Estas palabras del salmo responsorial expresan el secreto de la vida del beato Nuno de Santa María, héroe y santo de Portugal. Los setenta años de su vida se enmarcan en la segunda mitad del siglo XIV y en la primera mitad del siglo XV, en los que aquella nación consolidó su independencia de Castilla y se extendió después en los océanos --por un designio de Dios--, abriendo nuevas rutas para propiciar la llegada del Evangelio de Cristo hasta los más lejanos confines de la tierra. San Nuno se sintió un instrumento de esta voluntad superior y se enroló en la Milicia de Cristo, es decir, en el servicio de testimonio que todo cristiano está llamado a dar en el mundo. Sus características son una intensa vida de oración y la confianza absoluta en el auxilio divino. A pesar de ser un óptimo militar y un gran líder, no permitió que sus dotes personales se opusieran a la acción suprema que procede de Dios. San Nuno se esforzaba por no poner obstáculos a la acción de Dios en su vida, imitando a Nuestra Señora, de la que era sumamente devoto, y a quien atribuía públicamente sus victorias. En la última fase de su vida se retiró al convento del Carmelo, que se había construido por orden suya. Me siento feliz al poder presentar a toda la Iglesia esta figura ejemplar, marcada por una vida de fe y de oración en contextos aparentemente poco favorables a la misma, prueba de que en cualquier situación --incluso de carácter militar o bélico-- es posible actuar y realizar los valores y principios de vida cristiana, sobre todo si ésta se pone al servicio del bien común y de la gloria de Dios.

Una particular atracción por Jesús presente en la Eucaristía advirtió desde niña santa Gertrude Comensoli. La adoración del Cristo eucarístico se convirtió en el objetivo principal de su vida, casi podríamos decir la condición habitual de su existencia. Ante la Eucaristía santa Gertrude comprendió su vocación y misión en la Iglesia: dedicarse sin reservas a la acción apostólica y misionera, especialmente a favor de la juventud. Nació así, en obediencia al Papa León XIII, su Instituto para traducir la "caridad contemplada" en el Cristo Eucarístico, en "caridad vivida", dedicándose al prójimo necesitado. En una sociedad desorientada y muchas veces herida, como la nuestra, santa Gertrude indica como punto firme de referencia el Dios que en la Eucaristía se hizo nuestro compañero de viaje a una juventud como la de nuestros tiempos, en búsqueda de valores y de sentido para la existencia. Nos recuerda que "la adoración debe prevalecer sobre todas las obras de caridad", porque del amor por Cristo muerto y resucitado, realmente presente en el Sacramento eucarístico, mana esa caridad evangélica que nos impulsa a considerar hermanos a todos los hombres.
Testigo del amor divino fue también santa Caterina Volpicelli, quien se esforzó por "ser de Cristo, para llevar a Cristo" a cuantos encontró en Nápoles a finales del siglo XIX, en un tiempo de crisis espiritual y social. También para ella el secreto fue la Eucaristía. A sus primeras colaboradoras les recomendaba cultivar una intensa vida espiritual en la oración y, sobre todo, en el contacto vital con Jesús eucarístico. Esta es también hoy la condición para continuar la obra y la misión por ella iniciada y dejada como herencia a las Esclavas del Sagrado Corazón. Para ser auténticas educadoras de la fe, deseosas de transmitir a las nuevas generaciones los valores de la cultura cristiana, es indispensable, como le gustaba repetir, liberar a Dios de las prisiones en las cuales lo han confinado los hombres. Solamente en el Corazón de Cristo la humanidad puede encontrar su "morada estable". Santa Caterina muestra a sus hijas espirituales y a todos nosotros el camino exigente de una conversión que cambie de raíz el corazón, y se traduzca en acciones coherentes con el Evangelio. Es posible así poner las bases para construir una sociedad abierta a la justicia y a la solidaridad, superando ese desequilibrio económico y cultural que todavía permanece en gran parte de nuestro planeta.
Queridos hermanos y hermanas: demos gracias al Señor por el don de la santidad, que hoy resplandece en la Iglesia con singular belleza en Arcangelo Tadini, Bernardo Tolomei, Nuno de Santa María Álvares Pereira, Gertrude Comensoli y Caterina Volpicelli. Dejémonos atraer por sus ejemplos, dejémonos guiar por sus enseñanzas, para que también nuestra existencia se convierta en un canto de alabanza a Dios, siguiendo las huellas de Jesús, adorado con fe en el misterio eucarístico y servido con generosidad en nuestro prójimo. Que nos permita realizar esta misión evangélica la maternal intercesión de María, Reina de los Santos, y de estos nuevos cinco luminosos ejemplos de santidad que hoy veneramos con alegría. ¡Amén!