4/08/09

“He querido abrazar a todos los pueblos africanos”



CIUDAD DEL VATICANO, audiencia miércoles 1 de abril de 2009.

Queridos hermanos y hermanas
Como lo anuncié el pasado domingo en el Angelus, hoy me detengo a hablar del reciente viaje apostólico a África, el primero de mi pontificado a este continente. Éste se limitó al Camerún y a Angola, pero idealmente, con mi visita, he querido abrazar a todos los pueblos africanos y bendecirles en el nombre del Señor. He experimentado la tradicional calurosa acogida africana, que se me ha dispensado en todas partes, y aprovecho con gusto esta ocasión para expresar nuevamente mi viva gratitud a los episcopados de ambos países, a los Jefes de Estado, a todas las autoridades y a cuantos de diversos modos se han prodigado por el éxito de esta visita pastoral mía.
Mi estancia en tierra africana comenzó el 17 de marzo en Yaoundé, capital del Camerún, donde me encontré inmediatamente en el corazón de África, y no sólo geográficamente. Este país de hecho reúnes muchas características de ese gran continente, la primera de ellas su alma profundamente religiosa, que une a los numerosísimos grupos étnicos que lo pueblan. En Camerún, más de una cuarta parte de la población son católicos, y conviven pacíficamente con las demás comunidades religiosas. Pro esto mi amado Predecesor Juan Pablo II, en 1995, eligió precisamente la capital de esta nación para promulgar la Exhortación Apostólica Ecclesia in Africa, tras la primera Asamblea sinodal dedicada precisamente al continente africano. Esta vez, el Papa ha vuelto para entregar el Instrumentum laboris de la Segunda Asamblea sinodal para África, prevista en Roma para el próximo octubre y que tendrá por tema: “La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz: 'Vosotros sois la sal de la tierra.... vosotros sois la luz del mundo' (Mt 5,13-14)”.
En los encuentros que, a dos días de distancia, he tenido con los episcopados, respectivamente, de Camerún y de Angola y Santo Tomé y Príncipe, quise – mucho más en este año paulino– hablar sobre la urgencia de la evangelización, que compete en primer lugar precisamente a los obispos, subrayando la dimensión colegial, fundada en la comunión sacramental. Les exhorté a ser siempre ejemplo para sus sacerdotes y para todos los fieles, y a seguir atentamente al formación de los seminaristas, que gracias a Dios son numerosos, y de los catequistas, que cada vez son más necesarios para la vida de la Iglesia en África. Animé a los obispos a promover la pastoral del matrimonio y de la familia, de la liturgia y de la cultura, también para poner a los laicos en grado de resistir al ataque de las sectas y de los grupos esotéricos. Les quise confirmar con afecto en el servicio de la caridad y de la defensa de los derechos de los pobres.
Recuerdo después la solemne celebración de Vísperas que tuvo lgar en Yaoundé, en la iglesia de María Reina de los Apóstoles, Patrona de Camerún, un templo grande y moderno, que surge en el lugar donde trabajaron los primeros evangelizadores de Camerún, los Misioneros Espiritanos. En la vigilia de la Solemnidad de san José, a cuya atenta custodia Dios confió sus más preciosos tesoros, María y Jesús, dimos gloria al único Padre que está en los cielos, junto a los representantes de otras Iglesias y comunidades eclesiales. Contemplando la figura espiritual de san José, que consagró su existencia a Cristo y a la Virgen María, invité a los sacerdotes, a las personas consagradas y a los miembros de los movimientos eclesiales a permanecer siempre fieles a su vocación, viviendo en la presencia de Dios y en la obediencia gozosa a su palabra.
En la Nunciatura Apostólica de Yaoundé tuve la oportunidad de encontrar también a los representantes de las comunidades musulmanas de Camerún, constatando la importancia del diálogo interreligioso y de la colaboración entre cristianos y musulmanes para ayudar al mundo a abrirse a Dios. Fue un encuentro verdaderamente muy cordial.
Seguramente uno de los momentos culminantes del viaje fue la entrega del Instrumentum laboris de la II Asamblea sinodal para África, que tuvo lugar el 19 de marzo -día de san José y mi santo- en el estadio de Yaoundé, al final de la solemne Celebración eucarística en honor de san José. Esto sucedió en la coralidad del pueblo de Dios, “entre cantos de júbilo y alabanza de una multitud en fiesta” -como dice el salmo (42,5), del que hemos tenido una experiencia concreta. La Asamblea sinodal tendrá lugar en Roma, pero en un cierto sentido ya ha empezado en el corazón del continente africano, en el corazón de la familia cristiana que allí vive, sufre y espera. Por esto me ha parecido feliz la coincidencia de la publicación del “instrumento de trabajo” con la fiesta de san José, modelo de fe y de esperanza como el primer patriarca Abraham. La fe en el “Dios cercano”, que en Jesús nos ha mostrado su rostro de amor, es la garantía de una esperanza segura, para África y para el mundo entero, garantía de un futuro de reconciliación, de justicia y de paz.
Tras la solemne asamblea litúrgica y la presentación festiva del Documento de trabajo, en la Nunciatura apostólica puede entretenerme con los miembros del Consejo Especial para África del Sínodo de los Obispos, y vivir con ellos un momento de intensa comunión: hemos reflexionado juntos sobre la historia de África desde una perspectiva teológica y pastoral. Era casi como una primera reunión del propio Sínodo, en un debate fraterno entre los distintos episcopados y el Papa en la perspectiva del Sínodo de la reconciliación y de la paz en África. El cristianismo, de hecho -y esto se podía ver- ha hundido desde el principio profundas raíces en el suelo africano, como lo atestiguan los numerosos mártires y santos, pastores, doctores y catequistas que florecieron primero en el norte y luego, en épocas sucesivas, en el resto del continente: pensemos en Cipriano, en Agustín y su madre Mónica, en Atanasio; y después en los mártires de Uganda, a Giuseppina Bakhita y a tantos otros. En la época actual, que contempla a un África empeñada en consolidar su independencia política y la construcción de sus identidades nacionales en un contexto globalizado, la Iglesia acompaña a los africanos ofreciendo el gran mensaje del Concilio Vaticano II, aplicado mediante la primera y, ahora, la segunda Asamblea sinodal especial. En medio de los conflictos, por desgracia numerosos y dramáticos, que aún afligen a las diversas regiones de este continente, la Iglesia sabe que es signo e instrumento de unidad y de reconciliación, para que toda África pueda construir unida un futuro de justicia, de solidaridad y de paz, realizando las enseñanzas del Evangelio.
Un signo fuerte de la acción humanizadora del mensaje de Cristo es sin duda el Centro Cardenal Léger de Yaoundé, destinado a la rehabilitación de personas discapacitadas. Su fundador fue el cardenal canadiense Paul Émil Léger, que quiso retirarse allí tras el Concilio, en 1968, para trabajar entre los pobres. En ese centro, posteriormente cedido al Estado, encontré a numerosos hermanos y hermanas que viven en situación de sufrimiento, compartiendo con ellos -pero también recibiendo de ellos- la esperanza que procede de la fe, también en situaciones de sufrimiento.
Segunda etapa -y segunda parte de mi viaje- fue Angola, país también él en ciertos aspectos emblemático: salido de una larga guerra interna, está empeñado ahora en la obra de reconciliación y de reconstrucción nacional. ¿Pero cómo podrían ser auténticas esta reconciliación y esta reconstrucción si tuvieran lugar a costa de los más pobres, que tienen derecho como todos a participar de los recursos de su tierra? He ahí porqué, con esta visita mía, cuyo primer objetivo ha sido obviamente el de confirmar en la fe a la Iglesia, que querido también animar el proceso social en curso. En Angola se toca con la mano lo que mis venerados predecesores han repetido: todo se pierde con la guerra, todo puede renacer con la paz. Pero para reconstruir una nación hacen falta muchas energías morales. Y por eso, una vez más, es importante el papel de la Iglesia, llamada a desarrollar una función educativa, trabajando en profundidad para renovar y formar las conciencias.
El Patrón de la ciudad de Luanda, capital de Angola, es san Pablo: por esto quise celebrar la Eucaristía con los sacerdotes, los seminaristas, los religiosos, los catequistas y los demás operadores pastorales, el sábado 21 de marzo, en la iglesia dedicada al Apóstol. Una vez más la experiencia personal de san Pablo nos habló del encuentro con Cristo resucitado, capaz de transformar las personas y la sociedad. Cambian los contextos históricos -y es necesario tenerlo en cuenta- pero Cristo permanece como la verdadera fuerza de renovación radical del hombre y de la comunidad humana. Por ello volver a Dios, convertirse a Cristo, significa ir adelante, hacia la plenitud de la vida.
Para expresar la cercanía de la Iglesia a los esfuerzos de reconstrucción de Angola y de tantas regiones africanas, en Luanda quise dedicar dos encuentros especiales a los jóvenes y a las mujeres respectivamente. Con los jóvenes, en el estadio, fue una fiesta de gozo y esperanza, entristecida por desgracia por la muerte de dos chicas, arrolladas por la multitud en la entrada. África es un continente muy joven, pero muchos de sus hijos, niños y adolescentes, ya han sufrido graves heridas, que sólo Jesucristo, el Crucificado-Resucitado, puede sanar infundiendo en ellos, con su Espíritu, la fuerza de amar y de comprometerse por la justicia y la paz. A las mujeres, después, les rendí homenaje por el servicio que muchas de ellas ofrecen a la fe, a la dignidad humana, a la vida, a la familia. Reafirmé su pleno derecho a comprometerse en la vida pública, sin mortificar sin embargo su papel en la familia, misión esta fundamental que desarrollar siempre compartiendo responsablemente con los demás elementos de la sociedad y sobre todo con maridos y padres. He ahí por tanto el mensaje que he dejado a las nuevas generaciones y al mundo femenino, extendiéndolo también a todos en la gran asamblea eucarística del domingo 22 de marzo, concelebrada con los obispos de los países del África Austral, con la participación de un millón de fieles. Su8 los pueblos africanos -les dije-, como el antiguo Israel, fundan su esperanza en la Palabra de Dios, ricos de su patrimonio religioso y cultural, podrán realmente construir un futuro de reconciliación y de pacificación estable para todos.
Queridos hermanos y hermanas, ¡cuántas consideraciones tengo en el corazón y cuantos recuerdos me afloran a la mente pensando en este viaje! Os pido que deis gracias al Señor por las maravillas que Él ha realizado y que sigue realizando en África gracias a la acción generosa de los misioneros, de los religiosos y las religiosas, de los voluntarios, de los sacerdotes, de los catequistas, de jóvenes comunidades llenas de entusiasmo y de fe. Os pido también que recéis por los pueblos de África, muy queridos para mí, para que puedan afrontar con valor los grandes retos sociales, económicos y espirituales del momento presente. Confío todo y a todos a la intercesión maternal de María Santísima, Reina de África, y de los santos y beatos africanos.