¡Queridos jóvenes!
Bienvenidos y gracias por esta vuestra agradable visita. Para mí es siempre una alegría encontrar a los jóvenes; en este caso, estoy aún más contento porque vosotros sois voluntarios del servicio civil, característica esta que refuerza mi estima por vosotros, y me invita a proponeros algunas reflexiones ligadas a vuestra actividad específica. Antes, sin embargo, quiero saludar al Subsecretario de la Presidencia del Consejo de Ministros, el senador Carlo Giovanardi, que ha promovido este encuentro en nombre del Gobierno italiano, agradeciéndole sus amables palabras. Como también saludo a las demás Autoridades aquí presentes.
Queridos amigos, ¿qué puede decir el Papa a los jóvenes comprometidos en el servicio civil nacional? Ante todo, congratularme por el entusiasmo que os anima y por la generosidad con que lleváis a término esta misión de paz vuestra. Permitid también que os proponga una reflexión que, podría decir, os atañe de modo más directo, una reflexión tomada de la Constitución del Concilio Vaticano II Gaudium et spes – “alegría y esperanza” – que concierne a la Iglesia en el mundo contemporáneo. En la parte final de este documento conciliar, donde se afronta también el tema de la paz entre los pueblos, se encuentra una expresión fundamental sobre la que es bueno detenerse: “La paz nunca se ha alcanzado de forma estable, sino que debe construirse continuamente” (n. 78). ¡Qué real es esta observación! Por desgracia, las guerras y violencias no acaban nunca, y la búsqueda de la paz es siempre fatigosa. En estos años marcados por el peligro de posibles conflictos planetarios, el Concilio Vaticano II denunciaba con fuerza -en este texto- la carrera de armamentos. “La carrera de armamentos, a la que se dedican muchas naciones, no es el camino seguro para conservar firmemente la paz”, y añadía inmediatamente que la carrera al rearme “es una de las plagas más graves de la humanidad, y daña de modo intolerable a los pobres” (GS, 81). A esta preocupada constatación los Padres Conciliares añadían un augurio: “Nuevos caminos -afirmaban- convendrá buscar partiendo de la reforma de los espíritus, para que pueda ser eliminado este escándalo y en el mundo, liberado de la ansiedad que le oprime, pueda ser restituida la verdadera paz” (ibid.).
“Nuevos caminos”, por tanto, “partiendo de la reforma de los espíritus”, de la renovación de los ánimos y de las conciencias. Hoy como entonces la auténtica conversión de los corazones representa el camino justo, el único que puede conducir a cada uno de nosotros y a la humanidad entera a la paz deseada. Es el camino indicado por Jesús: Él -que es el Rey del universo- no ha venido a traer la paz al mundo con un ejército, sino a través del rechazo de la violencia. Lo dijo explícitamente a Pedro, en el huerto de los olivos: “Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen la espada, a espada perecerán” (Mt 26,52); y después a Poncio Pilato: “Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí” (Jn 18,36).
Es el camio que han seguido y siguen no sólo los discípulos de Cristo, sino muchos hombres y mujeres de buena voluntad, testigos valientes de la fuerza de la no violencia. Siempre en la Gaudium et spes, el Concilio afirma: “Nosotros no podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la violencia en la reivindicación de sus derechos, recurren a aquellos medios de defensa que están, por otra parte, al alcance también de los más débiles, de modo que pueda hacerse sin prejuicio de los derechos y de los deberes de los demás o de la comunidad” (n. 78). A esta categoría de agentes de paz pertenecéis también vosotros, queridos jóvenes amigos. Sed, por tanto, siempre y en todas partes instrumentos de paz, rechazando con decisión el egoísmo y la injusticia, la indiferencia y el odio, para construir y difundir con paciencia y perseverancia la justicia, la igualdad, la libertad, la reconciliación, la acogida, el perdón en cada comunidad.
Quiero aquí dirigiros, queridos jóvenes, la invitación con la que concluí el mensaje anual del 1 de enero pasado para la Jornada Mundial de la Paz, exhortándoos a “ensanchar el corazón hacia las necesidades de los pobres y a hacer cuanto sea concretamente posible para acudir en su auxilio. Sigue siendo incontestablemente cierto el axioma según el cual 'combatir la pobreza es construir la paz'”. Muchos de vosotros -pienso por ejemplo a cuantos trabajan con Caritas y en otras estructuras sociales– están diariamente empeñados en el servicio a personas con dificultades. Pero en cada caso, en la variedad de los ámbitos de vuestras actividades, cada uno, a través de esta experiencia de voluntariado, puede reforzar su propia sensibilidad social, conocer más de cerca los problemas de la gente y hacerse promotor activo de una solidaridad concreta. Éste es seguramente el principal objetivo del servicio civil nacional, un objetivo formativo: educar a las jóvenes generaciones a cultivar un sentido de atención responsable hacia las personas necesitadas y hacia el bien común.
Queridos chicos y chicas, un día Jesús dijo a la gente que le seguía: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su propia vida por mi causa y por la del Evangelio, la salvará (Mc 8,35). En estas palabras hay una verdad no sólo cristiana, sino universalmente humana: la vida es un misterio de amor, que más nos pertenece cuanto más la donamos. Es más, cuanto más nos entregamos, es decir, nos donamos a nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestros recursos y cualidades por el bien de los demás. Lo dice una célebre oración atribuida a San Francisco de Asís, que empieza así: “Oh, Señor, haz de mí un instrumento de tu paz”; y termina con estas palabras: “Porque dando se recibe, perdonando se es perdonado, muriendo se resucita a la vida eterna”. Queridos amigos, que esta sea siempre la lógica de vuestra vida, no sólo ahora que sois jóvenes, sino también mañana cuando desempeñéis -os lo deseo- papeles significativos en la sociedad y formaréis una familia. Sed personas dispuestas a gastarse por los demás, dispuestas incluso a sufrir por el bien y la justicia. Por ello os aseguro mi oración, confiándoos a la protección a María Santísima. Os deseo un buen servicio y os bendigo a todos de corazón junto a vuestros seres queridos y a las personas a las que encontráis a diario.