Palabras antes del "Regina Coeli" del 13 de abril
Queridos hermanos y hermanas:
En estos días pascuales oiremos resonar a menudo las palabras de Jesús: "He resucitado y estoy siempre contigo". La Iglesia, haciéndose eco de este anuncio, proclama con júbilo: "Era verdad, ha resucitado el Señor, aleluya. A él la gloria y el poder por toda la eternidad". Toda la Iglesia en fiesta manifiesta sus sentimientos cantando: "Este es el día en que actuó el Señor". En efecto, al resucitar de entre los muertos, Jesús inauguró su día eterno y también abrió la puerta de nuestra alegría. "No he de morir -dice-, viviré". El Hijo del hombre crucificado, piedra desechada por los arquitectos, es ahora el sólido cimiento del nuevo edificio espiritual, que es la Iglesia, su Cuerpo místico. El pueblo de Dios, cuya Cabeza invisible es Cristo, está destinado a crecer a lo largo de los siglos, hasta el pleno cumplimiento del plan de la salvación. Entonces toda la humanidad se incorporará a él y toda realidad existente participará en su victoria definitiva. Entonces -escribe san Pablo-, él será "la plenitud de todas las cosas" (Ef 1, 23) y "Dios será todo en todos" (1 Co 15, 28).
Por tanto, la comunidad cristiana se alegra porque la resurrección del Señor nos garantiza que el plan divino de la salvación se cumplirá con seguridad, no obstante toda la oscuridad de la historia. Precisamente por eso su Pascua es en verdad nuestra esperanza. Y nosotros, resucitados con Cristo mediante el Bautismo, debemos seguirlo ahora fielmente con una vida santa, caminando hacia la Pascua eterna, sostenidos por la certeza de que las dificultades, las luchas, las pruebas y los sufrimientos de nuestra existencia, incluida la muerte, ya no podrán separarnos de él y de su amor. Su resurrección ha creado un puente entre el mundo y la vida eterna, por el que todo hombre y toda mujer pueden pasar para llegar a la verdadera meta de nuestra peregrinación terrena.
"He resucitado y estoy siempre contigo". Esta afirmación de Jesús se realiza sobre todo en la Eucaristía; en toda celebración eucarística la Iglesia, y cada uno de sus miembros, experimentan su presencia viva y se benefician de toda la riqueza de su amor. En el sacramento de la Eucaristía está presente el Señor resucitado y, lleno de misericordia, nos purifica de nuestras culpas; nos alimenta espiritualmente y nos infunde vigor para afrontar las duras pruebas de la existencia y para luchar contra el pecado y el mal. Él es el apoyo seguro de nuestra peregrinación hacia la morada eterna del cielo.
La Virgen María, que vivió junto a su divino Hijo cada fase de su misión en la tierra, nos ayude a acoger con fe el don de la Pascua y nos convierta en testigos felices, fieles y gozosos del Señor resucitado.