Audiencia a los obispos de Argentina
Queridos Hermanos en el Episcopado:
1. Me da una inmensa alegría poder recibiros en esta mañana, Pastores del Pueblo de Dios en Argentina, venidos a Roma con motivo de la visita ad limina Apostolorum. Mi pensamiento se dirige también a todas las diócesis que representáis y a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles, que con abnegación y entusiasmo trabajan por la edificación del Reino de Dios en esa querida Nación.
Deseo, en primer lugar, agradecer las amables palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido Mons. Alfonso Delgado Evers, Arzobispo de San Juan de Cuyo, quien ha querido reiterar vuestros sentimientos de comunión con el Sucesor de Pedro, reforzando así el vínculo interior que nos une en la fe, en el amor fraterno y en la oración.
2. Como en muchas otras partes del mundo, también en Argentina sentís la urgencia de llevar a cabo una extensa e incisiva acción evangelizadora que, teniendo en cuenta los valores cristianos que han configurado la historia y la cultura de vuestro País, lleve a un renacimiento espiritual y moral de vuestras comunidades, y de toda la sociedad. Os mueve a ello, además, el vigoroso impulso misionero que la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, ha querido suscitar en toda la Iglesia de América Latina (cf. Documento conclusivo, n. 213).
3. Mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, afirmaba en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi que «evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo. Testimoniar que ha amado al mundo en su Hijo» (n. 26). Por tanto, no consiste solamente en transmitir o enseñar una doctrina, sino en anunciar a Cristo, el misterio de su Persona y su amor, porque estamos verdaderamente convencidos de que «nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él» (Homilía en la Santa Misa de inicio de Pontificado, 24 abril 2005).
Este anuncio nítido y explícito de Cristo como Salvador de los hombres, se inserta en esa búsqueda apasionante de la verdad, la belleza y el bien que caracteriza al ser humano. Teniendo en cuenta, además, que «la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad» (Dignitatis humanae, 1), y que los conocimientos adquiridos por otros o transmitidos por la propia cultura enriquecen al hombre con verdades que por sí solo no podría conseguir, consideramos que «el anuncio y el testimonio del Evangelio son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada persona y a todo el género humano» (Discurso al Congreso de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 11 marzo 2006).
4. Todo empeño evangelizador brota de un triple amor: a la Palabra de Dios, a la Iglesia y al mundo. Ya que a través de la Sagrada Escritura, Cristo se nos da a conocer en su Persona, en su vida y en su doctrina, «la tarea prioritaria de la Iglesia, al inicio de este nuevo milenio, consiste ante todo en alimentarse de la Palabra de Dios, para hacer eficaz el compromiso de la nueva evangelización, del anuncio en nuestro tiempo» (Homilía en la Conclusión de la XII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, 26 octubre 2008). Teniendo en cuenta que la Palabra de Dios da siempre fruto abundante (cf. Is 55, 10-11; Mt 13, 23), y que sólo ella puede cambiar profundamente el corazón del hombre, os animo, queridos Hermanos, a facilitar el acceso de todos los fieles a la Sagrada Escritura (cf. Dei Verbum, 22.25) para que, poniendo la Palabra de Dios en el centro de sus vidas, acojan a Cristo como Redentor y su luz ilumine todos los ámbitos de la humanidad (cf. Homilía en la Apertura de la XII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, 5 octubre 2008).
Puesto que la Palabra de Dios no se puede comprender separada y al margen de la Iglesia, es necesario fomentar el espíritu de comunión y de fidelidad al Magisterio, especialmente en los que tienen la misión de transmitir íntegro el mensaje del Evangelio. El evangelizador, pues, ha de ser un hijo fiel de la Iglesia y, además, lleno de amor a los hombres, para saber ofrecerles la gran esperanza que llevamos en nuestra alma (cf. 1 Pe 3, 15).
5. Se ha de tener siempre muy presente que la primera forma de evangelización es el testimonio de la propia vida (cf. Lumen gentium, 35). La santidad de vida es un don precioso que podéis ofrecer a vuestras comunidades en el camino de la verdadera renovación de la Iglesia. Hoy más que nunca la santidad es una exigencia de perenne actualidad, ya que el hombre de nuestro tiempo siente necesidad urgente del testimonio claro y atrayente de una vida coherente y ejemplar.
A este respecto, os encomiendo encarecidamente que prestéis una atención especial a los presbíteros, vuestros más cercanos colaboradores. Los retos de la época actual requieren más que nunca sacerdotes virtuosos, llenos de espíritu de oración y sacrificio, con una sólida formación y entregados al servicio de Cristo y de la Iglesia mediante el ejercicio de la caridad. El sacerdote tiene la gran responsabilidad de aparecer ante los fieles irreprochable en su conducta, siguiendo de cerca a Cristo y con el apoyo y aliento de los fieles, sobre todo con su oración, comprensión y afecto espiritual.
6. El anuncio del Evangelio concierne a todos en la Iglesia; también a los fieles laicos, destinados a esta misión gracias al bautismo y la confirmación (cf. Lumen gentium, 33). Os exhorto, amados Hermanos en el Episcopado, a procurar que los seglares sean cada vez más conscientes de su vocación, como miembros vivos de la Iglesia y auténticos discípulos y misioneros de Cristo en todas las cosas (cf. Gaudium et spes, 43). Cuántos beneficios cabe esperar, también para la sociedad civil, del resurgir de un laicado maduro, que busque la santidad en sus quehaceres temporales, en plena comunión con sus Pastores, y firme en su vocación apostólica de ser fermento evangélico en el mundo.
7. Encomiendo con especial devoción a la Virgen María, Nuestra Señora de Luján, todos vuestros afanes pastorales, vuestras preocupaciones y personas. A vosotros, a vuestros sacerdotes, religiosos, seminaristas y fieles, imparto, con todo afecto en el Señor, una especial Bendición Apostólica.