La belleza, camino para encontrar a Dios
Audiencia General del Papa el día 18
Queridos hermanos y hermanas,
En las catequesis de las semanas pasadas presenté algunos aspectos de la teología medieval. Pero la fe cristiana, profundamente enraizada en los hombres y en las mujeres de aquellos siglos, no dio solo origen a obras maestras de la literatura teológica, del pensamiento y de la fe. Inspiró también una de las creaciones artísticas más elevadas de la civilización universal: las catedrales, verdadera gloria de la Edad Media cristiana. De hecho, durante casi tres siglos, a partir del siglo XI, se asistió en Europa a un fervor artístico extraordinario. Un antiguo cronista describe así el entusiasmo y la laboriosidad de aquel tiempo: “Sucedió que todo el mundo, pero especialmente en Italia y en la Galias, se comenzó a reconstruir las iglesias, si bien muchas, al estar aún en buenas condiciones, no tuvieron necesidad de esta restauración. Era como una competición entre un pueblo y otro; se hubiese creído que el mundo, sacudiéndose de encima los viejos trapos, quisiera revestirse por todas partes de la vestidura blanca de nuevas iglesias. En suma, casi todas las iglesias catedrales, un gran número de iglesias monásticas, e incluso capillas de pueblo, fueron entonces restauradas por los fieles” (Rodolfo el Glabro, Historiarum 3,4).
Varios factores contribuyeron a este renacimiento de la arquitectura religiosa. Ante todo, condiciones históricas más favorables, como una mayor seguridad política, acompañada por un constante aumento de la población y por el progresivo desarrollo de las ciudades, de los intercambios y de la riqueza. Además, los arquitectos encontraban soluciones técnicas cada vez más elaboradas para aumentar la dimensión de los edificios, asegurando al mismo tiempo su firmeza y la majestuosidad. Con todo fue principalmente gracias al ardor y al celo espiritual del monaquismo en plena expansión que se levantaron iglesias abaciales, donde la liturgia pudiera ser celebrada con dignidad y solemnidad, y los fieles pudiesen permanecer en oración, atraídos por la veneración de las reliquias de los santos, meta de incesantes peregrinaciones. Nacieron así las iglesias y las catedrales románicas, caracterizadas por su desarrollo longitudinal, a lo largo, de las naves para acoger a numerosos fieles; iglesias muy sólidas, con muros espesos, bóvedas de piedra y líneas sencillas y esenciales. Una novedad la representa la introducción de esculturas. Siendo las iglesias románicas el lugar de la oración monástica y del culto de los fieles, los escultores, más que preocuparse por la perfección técnica, cuidaron sobre todo la finalidad educativa. Era necesario suscitar en las almas impresiones fuertes, sentimientos que pudiesen incitar a huir del vicio, del mal, y practicar la virtud, el bien, el tema recurrente era la representación de Cristo como juez universal, rodeado de los personajes del Apocalipsis. Son en general las portadas románicas las que ofrecen esta representación, para subrayar que Cristo es la Puerta que conduce al Cielo. Los fieles, atravesando el umbral del edificio sagrado, entran en un tiempo y en un espacio diferentes de los de la vida ordinaria. Más allá del portal de la iglesia, los creyentes en Cristo, soberano, justo y misericordioso, en la intención de los artistas, podían gustar un anticipo de la felicidad eterna en la celebración de la liturgia y en los actos de piedad llevados a cabo dentro del edificio sacro.
En los siglos XII y XIII, a partir del norte de Francia, se difundió otro tipo de arquitectura en la construcción de los edificios sagrados, la gótica, con dos características nuevas respecto al románico, y son el impulso vertical y la luminosidad. Las catedrales góticas mostraban una síntesis de fe y de arte armoniosamente expresada a través del lenguaje universal y fascinante de la belleza, que aún hoy suscita estupor. Gracias a la introducción de las bóvedas ojivales, que se apoyaban sobre robustos pilares, fue posible subir notablemente su altura. El impulso hacia lo alto quería invitar a la oración y era él mismo una oración. La catedral gótica quería traducir así, en sus líneas arquitectónicas, el anhelo de las almas hacia Dios. Además, con las nuevas soluciones técnicas adoptadas, los muros perimetrales podían ser calados y embellecidos por vidrieras policromadas. En otras palabras, las ventanas se convertían así en grandes figuras luminosas. Muy adaptadas para instruir al pueblo en la fe. En ellas – escena a escena – se narraban la vida de un santo, una parábola u otros acontecimientos bíblicos. De las vidrieras pintadas se derramaba una cascada de luz sobre los fieles para narrarles la historia de la salvación e implicarles en esta historia.
Otro mérito de las catedrales góticas lo constituye el hecho de que en su construcción y decoración, de modo diferente pero coordinado, participaba toda la comunidad cristiana y civil; participaban los humildes y los poderosos, los analfabetos y los doctos, porque en esta casa común todos los creyentes eran instruidos en la fe. La escultura gótica hizo de las catedrales una “Biblia de piedra”, representando los episodios del Evangelio e ilustrando los contenidos del Año Litúrgico, desde la Natividad hasta la Glorificación del Señor. En aquellos siglos, además, se difundía cada vez más la percepción de la humanidad del Señor, y los sufrimientos de su Pasión eran representados de forma realista: el Cristo sufriente (Christus patiens) se convirtió en una imagen amada por todos, y capaz de inspirar piedad y arrepentimiento por los pecados. No faltaban los personajes del Antiguo Testamento, cuya historia se convirtió en familiar a los fieles de tal modo que frecuentaban las catedrales como parte de la única, común historia de la salvación. Con sus rostros llenos de belleza, de dulzura, de inteligencia, la escultura gótica del siglo XIII revela una piedad feliz y serena, que se complace en emanar una devoción sentida y filial hacia la Madre de Dios, vista a veces como una joven mujer, sonriente y maternal, y principalmente representada como la soberana del cielo y de la tierra, potente y misericordiosa. Los fieles que llenaban las catedrales góticas querían encontrar en ellas también expresiones artísticas que recordaran a los santos, modelos de vida cristiana e intercesores ante Dios. Y no faltaban las manifestaciones “laicas” de la existencia; de ahí que aparecieran, aquí y allí, representaciones del trabajo en los campos, de las ciencias y de las artes. Todo estaba orientado y ofrecido a Dios en el lugar donde se celebraba la liturgia. Podemos comprender mejor el sentido que se atribuía a una catedral gótica, considerando el texto de la inscripción escrita sobre la puerta principal de Saint-Denis, en París: "Transeúnte, que quieres alabar la belleza de estas puertas, no te dejes deslumbrar ni por el oro ni por la magnificencia, sino por el trabajo fatigoso. Aquí brilla una obra famosa, pero quiera el cielo que esta obra famosa que brilla haga resplandecer los espíritus, para que con las verdades luminosas se encaminen hacia la luz verdadera, donde Cristo es la verdadera puerta".
Queridos hermanos y hermanas, quiero ahora subrayar dos elementos del arte románico y gótico útiles también para nosotros. El primero: las obras de arte nacidas en Europa en los siglos pasados son incomprensibles si no se tiene en cuenta el alma religiosa que los ha inspirado. Un artista, que ha dado siempre testimonio del encuentro entre estética y fe, Marc Chagall, escribió que “los pintores durante siglos han teñido su pincel en ese alfabeto coloreado que era la Biblia". Cuando la fe, de modo particular celebrada en la liturgia, se encuentra con el arte, se crea una sintonía profunda, porque ambas pueden y quieren hablar de Dios, haciendo visible lo Invisible. Quisiera compartir esto en el encuentro con los artistas del 21 de noviembre, renovándoles esa propuesta de amistad entre la espiritualidad cristiana y el arte, augurada por mis venerados predecesores, en particular por los Siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II. El segundo elemento: la fuerzas del estilo románico y el esplendor de las catedrales góticas nos recuerdan que la via pulchritudinis, la vía de la belleza, es un recorrido privilegiado y fascinante para acercarse al Misterio de Dios. ¿Qué es la belleza, que escritores, poetas, músicos, artistas contemplan y traducen en su lenguaje, si no el reflejo del esplendor del Verbo eterno hecho carne? Afirma san Agustín: "Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire amplio y difuso. Interroga a la belleza del cielo, interroga al orden de las estrellas, interroga al sol, que con su esplendor aclara el día; interroga a la luna, que con su claridad modera las tinieblas de la noche. Interroga a las fieras que se mueven en el agua, que caminan sobre la tierra, que vuelan en el aire: almas que se esconden, cuerpos que se muestran; visible que se deja guiar, invisible que guía. ¡Interrógales! Todos te responderán: ¡Míranos: somos bellos! Su belleza les da a li fa conocer. Esta belleza mudable ¿quién la ha creado, sino la Belleza Inmutable?" (Sermo CCXLI, 2: PL 38, 1134).
Queridos hermanos y hermanas, que el Señor nos ayude a redescubrir el camino de la belleza como uno de los caminos, quizás el más atrayente y fascinante, para llegar a encontrar y amar a Dios.