Pablo VI, el Papa de los jóvenes
Discurso del Papa en la inauguración de la nueva sede del Instituto Pablo VI
Señor cardenal, venerados hermanos obispos y sacerdotes, queridos amigos:
os agradezco cordialmente por haberme invitado a inaugurar la nueva sede del Instituto dedicado a Pablo VI, construida junto a su casa natal. Saludo a cada uno de vosotros con afecto, comenzando por los señores cardenales, los obispos, las Autoridades y las Personalidades presentes. Dirijo un saludo particular al presidente Giuseppe Camadini, agradecido por las corteses palabras que me ha dirigido, ilustrando los orígenes, el objetivo y las actividades del Instituto. Tomo parte con agrado a la solemne ceremonia del “Premio internacional Pablo VI”, concedido este año a la colección francesa "Sources Chrétiennes". Una elección dedicada al ámbito educativo, que pretende poner de relieve – como ha sido bien subrayado – el gran empeño de esta colección histórica, fundada en 1942, entre otros, por Henri De Lubac y Jean Daniélou, por un renovado descubrimiento de las fuentes cristianas antiguas y medievales. Agradezco al director Bernard Meunier por el saludo que me ha dirigido. Aprovecho esta ocasión propicia para animaros, queridos amigos, a sacar cada vez más a la luz la personalidad y la doctrina de este gran Pontífice, no tanto desde el punto de vista hagiográfico y celebrativo, sino más bien – y esto ha sido justamente subrayado – en el signo de la investigación científica, para ofrecer una aportación al conocimiento de la verdad y a la comprensión de la historia de la Iglesia y de los Pontífices del siglo XX. En la medida en que sea mejor conocido, el Siervo de Dios Pablo VI será cada vez más apreciado y amado. Me unió a él un vínculo de afecto y devoción desde los años del Concilio Vaticano II. ¿Cómo no recordar que en 1977 fue precisamente PabloVI quien me confió el cuidado pastoral de la diócesis de Münich, creándome cardenal? Siento que debo dar a este gran Pontífice mucha gratitud por la estima que manifestó hacia mí en varias ocasiones.
Me gustaría, en esta sede, profundizar diversos aspectos de su personalidad; sin embargo, limitaré mis consideraciones a un pasaje de su enseñanza, que me parece de gran actualidad y en sintonía con la motivación del Premio de este año, y es sobre su capacidad educativa. Vivimos en tiempos en los que se advierte una verdadera “emergencia educativa”. Formar a las jóvenes generaciones, de las que depende el futuro, nunca ha sido fácil, pero en este tiempo nuestro parece haberse vuelto aún más complejo. Lo saben bien los padres, los profesores, los sacerdotes y aquellos que detentan responsabilidades educativas. Se están difundiendo una atmósfera, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del valor de la persona, del significado de la verdad y del bien, en último término, de la bondad de la vida. Y sin embargo se advierte con fuerza una difusa sed de certezas y de valores. Es necesario entonces transmitir a las futuras generaciones algo válido, reglas sólidas de comportamiento, indicar objetivos altos hacia los que orientar con decisión la propia existencia. Aumenta la demanda de una educación capaz de hacerse cargo de las esperanzas de la juventud; una educación que sea ante todo testimonio y, para el educador cristiano, testimonio de fe.
Me viene a la mente, a propósito, esta incisiva frase programática de Giovanni Battista Montini escrita en 1931: "Quiero que mi vida sea un testimonio a la verdad... Entiendo por testimonio la custodia, la búsqueda, la profesión de la verdad" (Spiritus veritatis, en Colloqui religiosi, Brescia 1981, p. 81). Este testimonio - anotaba Montini en 1933 – se hizo urgente por la constatación de que “en el campo profano, los hombres de pensamiento, quizás especialmente en Italia, no piensan nada de Cristo. Él es un ignorado, un olvidado, un ausente, en gran parte de la cultura contemporánea" (Introduzione allo studio di Cristo, Roma 1933, p. 23). El educador Montini, estudiante y sacerdote, obispo y Papa, advirtió siempre la necesidad de una presencia cristiana cualificada en el mundo de la cultura, del arte y de lo social, una presencia enraizada en la verdad de Cristo y, al mismo tiempo, atenta al hombre y a sus exigencias vitales.
He ahí el porqué de la atención al problema educativo, la formación de los jóvenes, constituye una constante en el pensamiento y en la acción de Montini, atención que le deriva también del ambiente familiar. Él nació en una familia perteneciente al catolicismo bresciano de la época, comprometido y ferviente en obras, y creció en la escuela del padre Giorgio, protagonista de importantes batallas por la afirmación de la libertad de los católicos en la educación. En uno de sus primeros escritos dedicados a la escuela italiana, Giovanni Battista Montini observaba: "No pedimos otra cosa que un poco de libertad para educar como queremos a esa juventud que viene al cristianismo atraída por la belleza de su fe y de sus tradiciones” (Per la nostra scuola: un libro del prof. Gentile, en Scritti giovanili, Brescia 1979, p. 73). Montini fue un sacerdote de gran fe y de amplia cultura, un guía de almas, un agudo indagador del "drama de la existencia humana". Generaciones de jóvenes universitarios encontraron en él, como asistente de la FUCI, un punto de referencia, un formador de conciencias, capaz de entusiasmar, de recordar el deber de ser testigos en cada momento de la vida, haciendo trasparentar la belleza de la existencia cristiana. Oyéndole hablar – atestiguan los estudiantes de entonces – se percibía el fuego interior que animaba sus palabras, en contraste con un físico que parecía frágil.
Uno de los fundamentos de la propuesta formativa de los círculos universitarios de la FUCI guiados por él consistía en tender a la unidad espiritual de la personalidad de los jóvenes: “no compartimentos estancos separados del alma – decía – cultura por una parte y fe por la otra; escuela de un lado, Iglesia del otro. La doctrina, como la vida, es única” (Idee=Forze, en Studium 24 [1928], p. 343). En otras palabras, para Montini eran esenciales la plena armonía y la integración entre la dimensión cultural y religiosa de la formación, con particular acento sobre el conocimiento de la doctrina cristiana, sus consecuencias prácticas en la vida. Precismaente por esto, desde el principio de su actividad, en el círculo romano de la FUCI, junto con un serio empeño espiritual e intelectual, promovió para los universitarios iniciativas caritativas al servicio de los pobres, con la conferencia de San Vicente. No separaba nunca la que después definirá como “caridad intelectual”, de la presencia social, del hacerse cargo de las necesidades de los últimos. De esta forma, los estudiantes eran educados a descubrir la continuidad entre el riguroso deber del estudio y las misiones concretas entre los chabolistas. “creemos – escribía – que el católico no es el atormentado por cien mil problemas sea incluso de orden espiritual... ¡No! El católico es el que tiene la fecundidad de la seguridad. Y es así que, fiel a su fe, puede mirar al mundo no como un abismo de perdición, sino como un campo de mies" (La distanza dal mondo, en Azione Fucina, 10 febrero 1929, p. 1).
Giovanni Battista Montini insistía en la formación de los jóvenes, para hacerles capaces de entrar en relación con la modernidad, una relación, esta, difícil y a menudo crítica, pero siempre constructiva y dialógica. De la cultura moderna subrayaba algunas características negativas, tanto en el campo del conocimiento como en el de la acción, como el subjetivismo, el individualismo y la afirmación ilimitada del sujeto. Al mismo tiempo, sin embargo, consideraba necesario el diálogo a partir siempre de una sólida formación doctrinal, cuyo principio unificador era la fe en Cristo; una “conciencia” cristiana madura, capaz por tanto de una confrontación con todos, pero sin ceder a las modas del tiempo. Como Pontífice, a los Rectores y directores de las Universidades de la Compañía de Jesús les dijo que “el mimetismo doctrinal y moral no es ciertamente conforme al espíritu del Evangelio". "Por lo demás aquellos que no comparten las posiciones de la Iglesia – añadió – nos piden extrema claridad de posiciones, para poder establecer un diálogo constructivo y leal”. Y por tanto el pluralismo cultural y el respeto no deben “nunca hacer perder de vista al cristiano su deber de servir a la verdad en la caridad, de seguir esa verdad de Cristo que, por sí sola, da lla verdadera libertad” (cfr Insegnamenti XIII, [1975], 817).
Para el Papa Montini el joven debe ser educado a juzgar el ambiente en el que vive y actúa, a considerarse como persona y no un número en la masa: en una palabra, se le debe ayudar a tener un “pensamiento fuerte”, capaz de una “actuación fuerte”, evitando el peligro, que a veces se corre, de anteponer la acción al pensamiento y de hacer de la experiencia la fuente de la verdad. Afirmó a propósito: “la acción no puede ser luz de sí misma. Si no quiere inclinar al hombre a pensar como actúa, es necesario educarlo a actuar como piensa. También en el mundo cristiano, donde el amor, la caridad tiene importancia suprema, decisiva, no se puede prescindir de la luz de la verdad, que presenta al amor sus fines y sus motivos” (Insegnamenti II, [1964], 194).
Queridos amigos, los años de la FUCI, difíciles por el contexto político de Italia, pero entusiasmantes para aquellos jóvenes que reconocieron en el Siervo de Dios un guía y un educador, quedaron impresos en la personalidad de Pablo VI. En él, arzobispo de Milán y después Sucesor del apóstol Pedro, nunca disminuyeron el anhelo y la preocupación por el tema de la educación. Lo atestiguan sus numerosas intervenciones dedicadas a las nuevas generaciones, en aquellos momentos borrascosos y llenos de problemas, como el 68. Con valor, indicó el camino del encuentro con Cristo como experiencia educativa liberadora y única respuesta a los deseos y las aspiraciones de los jóvenes, convertidos en víctimas de la ideología. “Vosotros jóvenes de hoy – repetía – estáis embrujados por un conformismo, que puede llegar a ser habitual, un conformismo que pliega inconscientemente vuestra libertad al dominio automático de corrientes externas de pensamiento, de opinión, de sentimiento, de acción, de moda: y después, llevados por un gregarismo que os da la impresión de ser fuertes, os convertís de vez en cuando en rebeldes en grupo, en masa, a menudo sin saber por qué". "Pero después – notaba una vez más – si adquirís conciencia de Cristo, y os adherís a él... sucede que llegaréis a ser interiormente libres… sabréis para qué y para quién vivís... Y al mismo tiempo, cosa maravillosa, sentiréis nacer en vosotros la ciencia de la amistad, de la socialidad, del amor. Ya no estaréis aislados” (Insegnamenti VI, [1968], 117-118).
Pbolo VI se definió a sí mismo "viejo amigo de los jóvenes": sabía reconocer y compartir su tormento cuando se debaten entre la voluntad de vivir, la necesidad de certeza, el anhelo del amor y el sentimiento de extravío, la tentación del escepticismo, la experiencia de la desilusión. Había aprendido a comprender su alma y recordaba que la indiferencia agnóstica del pensamiento actual, el pesimismo crítico, la ideología materialista del progreso social no bastan al espíritu, abierto a bien distintos horizontes de verdad y de vida (cfr Insegnamenti XII, [1974], 642). Hoy, como entonces, surge en las nuevas generaciones una ineludible demanda de significado, una búsqueda de relaciones humanas auténticas. Decía: el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros, lo hace porque son testigos" (Insegnamenti XIII, [1975], 1458-1459). Maestro de vida y testigo valiente de esperanza fue este venerado predecesor mío, no siempre comprendido, al contrario más de alguna vez opuesto y aislado por movimientos culturales entonces dominantes. Pero, sólido aunque físicamente frágil, condujo sin titubeos a la Iglesia; no perdió nunca la confianza en los jóvenes, renovándoles, y no sólo a ellos, la invitación a fiarse de Cristo y a seguirle en el camino del Evangelio.
Queridos amigos, una vez más gracias por haberme dado la oportunidad de respirar, aquí en su país natal y en estos lugares llenos de recuerdos de su familia y de su infancia, el clima en el que se formó el Siervo de Dios Pablo VI, el Papa del Concilio Vaticano II y del post Concilio. Aquí todo habla de la riqueza de su personalidad y de su vasta doctrina. Aquí hay también significativas memorias de otros pastores y protagonistas de la historia de la Iglesia del siglo pasado, como por ejemplo el cardenal Bevilacqua, el obispo Carlo Manziana, monseñor Pasquale Macchi, su fiel secretario particular, Padre Paolo Caresana. Auguro de corazón que el amor de este Papa por los jóvenes, el ánimo constante a confiarse a Jesucristo – invitación retomada por Juan Pablo II y que yo también quise renovar precisamente al principio de mi Pontificado – sea percibido por las nuevas generaciones. Por esto aseguro mi oración, mientras que os bendigo a todos vosotros aquí presentes, a vuestras familias, vuestro trabajo y las iniciativas del Instituto Pablo VI.
os agradezco cordialmente por haberme invitado a inaugurar la nueva sede del Instituto dedicado a Pablo VI, construida junto a su casa natal. Saludo a cada uno de vosotros con afecto, comenzando por los señores cardenales, los obispos, las Autoridades y las Personalidades presentes. Dirijo un saludo particular al presidente Giuseppe Camadini, agradecido por las corteses palabras que me ha dirigido, ilustrando los orígenes, el objetivo y las actividades del Instituto. Tomo parte con agrado a la solemne ceremonia del “Premio internacional Pablo VI”, concedido este año a la colección francesa "Sources Chrétiennes". Una elección dedicada al ámbito educativo, que pretende poner de relieve – como ha sido bien subrayado – el gran empeño de esta colección histórica, fundada en 1942, entre otros, por Henri De Lubac y Jean Daniélou, por un renovado descubrimiento de las fuentes cristianas antiguas y medievales. Agradezco al director Bernard Meunier por el saludo que me ha dirigido. Aprovecho esta ocasión propicia para animaros, queridos amigos, a sacar cada vez más a la luz la personalidad y la doctrina de este gran Pontífice, no tanto desde el punto de vista hagiográfico y celebrativo, sino más bien – y esto ha sido justamente subrayado – en el signo de la investigación científica, para ofrecer una aportación al conocimiento de la verdad y a la comprensión de la historia de la Iglesia y de los Pontífices del siglo XX. En la medida en que sea mejor conocido, el Siervo de Dios Pablo VI será cada vez más apreciado y amado. Me unió a él un vínculo de afecto y devoción desde los años del Concilio Vaticano II. ¿Cómo no recordar que en 1977 fue precisamente PabloVI quien me confió el cuidado pastoral de la diócesis de Münich, creándome cardenal? Siento que debo dar a este gran Pontífice mucha gratitud por la estima que manifestó hacia mí en varias ocasiones.
Me gustaría, en esta sede, profundizar diversos aspectos de su personalidad; sin embargo, limitaré mis consideraciones a un pasaje de su enseñanza, que me parece de gran actualidad y en sintonía con la motivación del Premio de este año, y es sobre su capacidad educativa. Vivimos en tiempos en los que se advierte una verdadera “emergencia educativa”. Formar a las jóvenes generaciones, de las que depende el futuro, nunca ha sido fácil, pero en este tiempo nuestro parece haberse vuelto aún más complejo. Lo saben bien los padres, los profesores, los sacerdotes y aquellos que detentan responsabilidades educativas. Se están difundiendo una atmósfera, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del valor de la persona, del significado de la verdad y del bien, en último término, de la bondad de la vida. Y sin embargo se advierte con fuerza una difusa sed de certezas y de valores. Es necesario entonces transmitir a las futuras generaciones algo válido, reglas sólidas de comportamiento, indicar objetivos altos hacia los que orientar con decisión la propia existencia. Aumenta la demanda de una educación capaz de hacerse cargo de las esperanzas de la juventud; una educación que sea ante todo testimonio y, para el educador cristiano, testimonio de fe.
Me viene a la mente, a propósito, esta incisiva frase programática de Giovanni Battista Montini escrita en 1931: "Quiero que mi vida sea un testimonio a la verdad... Entiendo por testimonio la custodia, la búsqueda, la profesión de la verdad" (Spiritus veritatis, en Colloqui religiosi, Brescia 1981, p. 81). Este testimonio - anotaba Montini en 1933 – se hizo urgente por la constatación de que “en el campo profano, los hombres de pensamiento, quizás especialmente en Italia, no piensan nada de Cristo. Él es un ignorado, un olvidado, un ausente, en gran parte de la cultura contemporánea" (Introduzione allo studio di Cristo, Roma 1933, p. 23). El educador Montini, estudiante y sacerdote, obispo y Papa, advirtió siempre la necesidad de una presencia cristiana cualificada en el mundo de la cultura, del arte y de lo social, una presencia enraizada en la verdad de Cristo y, al mismo tiempo, atenta al hombre y a sus exigencias vitales.
He ahí el porqué de la atención al problema educativo, la formación de los jóvenes, constituye una constante en el pensamiento y en la acción de Montini, atención que le deriva también del ambiente familiar. Él nació en una familia perteneciente al catolicismo bresciano de la época, comprometido y ferviente en obras, y creció en la escuela del padre Giorgio, protagonista de importantes batallas por la afirmación de la libertad de los católicos en la educación. En uno de sus primeros escritos dedicados a la escuela italiana, Giovanni Battista Montini observaba: "No pedimos otra cosa que un poco de libertad para educar como queremos a esa juventud que viene al cristianismo atraída por la belleza de su fe y de sus tradiciones” (Per la nostra scuola: un libro del prof. Gentile, en Scritti giovanili, Brescia 1979, p. 73). Montini fue un sacerdote de gran fe y de amplia cultura, un guía de almas, un agudo indagador del "drama de la existencia humana". Generaciones de jóvenes universitarios encontraron en él, como asistente de la FUCI, un punto de referencia, un formador de conciencias, capaz de entusiasmar, de recordar el deber de ser testigos en cada momento de la vida, haciendo trasparentar la belleza de la existencia cristiana. Oyéndole hablar – atestiguan los estudiantes de entonces – se percibía el fuego interior que animaba sus palabras, en contraste con un físico que parecía frágil.
Uno de los fundamentos de la propuesta formativa de los círculos universitarios de la FUCI guiados por él consistía en tender a la unidad espiritual de la personalidad de los jóvenes: “no compartimentos estancos separados del alma – decía – cultura por una parte y fe por la otra; escuela de un lado, Iglesia del otro. La doctrina, como la vida, es única” (Idee=Forze, en Studium 24 [1928], p. 343). En otras palabras, para Montini eran esenciales la plena armonía y la integración entre la dimensión cultural y religiosa de la formación, con particular acento sobre el conocimiento de la doctrina cristiana, sus consecuencias prácticas en la vida. Precismaente por esto, desde el principio de su actividad, en el círculo romano de la FUCI, junto con un serio empeño espiritual e intelectual, promovió para los universitarios iniciativas caritativas al servicio de los pobres, con la conferencia de San Vicente. No separaba nunca la que después definirá como “caridad intelectual”, de la presencia social, del hacerse cargo de las necesidades de los últimos. De esta forma, los estudiantes eran educados a descubrir la continuidad entre el riguroso deber del estudio y las misiones concretas entre los chabolistas. “creemos – escribía – que el católico no es el atormentado por cien mil problemas sea incluso de orden espiritual... ¡No! El católico es el que tiene la fecundidad de la seguridad. Y es así que, fiel a su fe, puede mirar al mundo no como un abismo de perdición, sino como un campo de mies" (La distanza dal mondo, en Azione Fucina, 10 febrero 1929, p. 1).
Giovanni Battista Montini insistía en la formación de los jóvenes, para hacerles capaces de entrar en relación con la modernidad, una relación, esta, difícil y a menudo crítica, pero siempre constructiva y dialógica. De la cultura moderna subrayaba algunas características negativas, tanto en el campo del conocimiento como en el de la acción, como el subjetivismo, el individualismo y la afirmación ilimitada del sujeto. Al mismo tiempo, sin embargo, consideraba necesario el diálogo a partir siempre de una sólida formación doctrinal, cuyo principio unificador era la fe en Cristo; una “conciencia” cristiana madura, capaz por tanto de una confrontación con todos, pero sin ceder a las modas del tiempo. Como Pontífice, a los Rectores y directores de las Universidades de la Compañía de Jesús les dijo que “el mimetismo doctrinal y moral no es ciertamente conforme al espíritu del Evangelio". "Por lo demás aquellos que no comparten las posiciones de la Iglesia – añadió – nos piden extrema claridad de posiciones, para poder establecer un diálogo constructivo y leal”. Y por tanto el pluralismo cultural y el respeto no deben “nunca hacer perder de vista al cristiano su deber de servir a la verdad en la caridad, de seguir esa verdad de Cristo que, por sí sola, da lla verdadera libertad” (cfr Insegnamenti XIII, [1975], 817).
Para el Papa Montini el joven debe ser educado a juzgar el ambiente en el que vive y actúa, a considerarse como persona y no un número en la masa: en una palabra, se le debe ayudar a tener un “pensamiento fuerte”, capaz de una “actuación fuerte”, evitando el peligro, que a veces se corre, de anteponer la acción al pensamiento y de hacer de la experiencia la fuente de la verdad. Afirmó a propósito: “la acción no puede ser luz de sí misma. Si no quiere inclinar al hombre a pensar como actúa, es necesario educarlo a actuar como piensa. También en el mundo cristiano, donde el amor, la caridad tiene importancia suprema, decisiva, no se puede prescindir de la luz de la verdad, que presenta al amor sus fines y sus motivos” (Insegnamenti II, [1964], 194).
Queridos amigos, los años de la FUCI, difíciles por el contexto político de Italia, pero entusiasmantes para aquellos jóvenes que reconocieron en el Siervo de Dios un guía y un educador, quedaron impresos en la personalidad de Pablo VI. En él, arzobispo de Milán y después Sucesor del apóstol Pedro, nunca disminuyeron el anhelo y la preocupación por el tema de la educación. Lo atestiguan sus numerosas intervenciones dedicadas a las nuevas generaciones, en aquellos momentos borrascosos y llenos de problemas, como el 68. Con valor, indicó el camino del encuentro con Cristo como experiencia educativa liberadora y única respuesta a los deseos y las aspiraciones de los jóvenes, convertidos en víctimas de la ideología. “Vosotros jóvenes de hoy – repetía – estáis embrujados por un conformismo, que puede llegar a ser habitual, un conformismo que pliega inconscientemente vuestra libertad al dominio automático de corrientes externas de pensamiento, de opinión, de sentimiento, de acción, de moda: y después, llevados por un gregarismo que os da la impresión de ser fuertes, os convertís de vez en cuando en rebeldes en grupo, en masa, a menudo sin saber por qué". "Pero después – notaba una vez más – si adquirís conciencia de Cristo, y os adherís a él... sucede que llegaréis a ser interiormente libres… sabréis para qué y para quién vivís... Y al mismo tiempo, cosa maravillosa, sentiréis nacer en vosotros la ciencia de la amistad, de la socialidad, del amor. Ya no estaréis aislados” (Insegnamenti VI, [1968], 117-118).
Pbolo VI se definió a sí mismo "viejo amigo de los jóvenes": sabía reconocer y compartir su tormento cuando se debaten entre la voluntad de vivir, la necesidad de certeza, el anhelo del amor y el sentimiento de extravío, la tentación del escepticismo, la experiencia de la desilusión. Había aprendido a comprender su alma y recordaba que la indiferencia agnóstica del pensamiento actual, el pesimismo crítico, la ideología materialista del progreso social no bastan al espíritu, abierto a bien distintos horizontes de verdad y de vida (cfr Insegnamenti XII, [1974], 642). Hoy, como entonces, surge en las nuevas generaciones una ineludible demanda de significado, una búsqueda de relaciones humanas auténticas. Decía: el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros, lo hace porque son testigos" (Insegnamenti XIII, [1975], 1458-1459). Maestro de vida y testigo valiente de esperanza fue este venerado predecesor mío, no siempre comprendido, al contrario más de alguna vez opuesto y aislado por movimientos culturales entonces dominantes. Pero, sólido aunque físicamente frágil, condujo sin titubeos a la Iglesia; no perdió nunca la confianza en los jóvenes, renovándoles, y no sólo a ellos, la invitación a fiarse de Cristo y a seguirle en el camino del Evangelio.
Queridos amigos, una vez más gracias por haberme dado la oportunidad de respirar, aquí en su país natal y en estos lugares llenos de recuerdos de su familia y de su infancia, el clima en el que se formó el Siervo de Dios Pablo VI, el Papa del Concilio Vaticano II y del post Concilio. Aquí todo habla de la riqueza de su personalidad y de su vasta doctrina. Aquí hay también significativas memorias de otros pastores y protagonistas de la historia de la Iglesia del siglo pasado, como por ejemplo el cardenal Bevilacqua, el obispo Carlo Manziana, monseñor Pasquale Macchi, su fiel secretario particular, Padre Paolo Caresana. Auguro de corazón que el amor de este Papa por los jóvenes, el ánimo constante a confiarse a Jesucristo – invitación retomada por Juan Pablo II y que yo también quise renovar precisamente al principio de mi Pontificado – sea percibido por las nuevas generaciones. Por esto aseguro mi oración, mientras que os bendigo a todos vosotros aquí presentes, a vuestras familias, vuestro trabajo y las iniciativas del Instituto Pablo VI.