6/30/11

PEDRO Y PABLO, “MANOS” DEL EVANGELIO


El Papa ayer con motivo del Ángelus

Perdonad el largo retraso. La misa en honor de los santos Pedro y Pablo ha sido larga y hermosa. Y hemos meditado también en ese hermoso himno de la Iglesia de Roma que comienza con las palabras: “O Roma felix”. Hoy en la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, patronos de esta ciudad, cantamos así: “Dichosa Roma, porque fuiste empurpurada por la preciosa sangre de estos grandes príncipes. No por tu alabanza, sino por sus méritos ¡superas toda belleza!”. Como cantan los himnos de la tradición oriental, los dos grandes apóstoles son las “alas” del conocimiento de Dios, que han recorrido la tierra hasta sus confines y han subido al cielo; ellos son las “manos” del Evangelio de la gracia, los “pies” de la verdad del anuncio, los “ríos” de la sabiduría, los “brazos” de la cruz (cf. MHN, t. 5, 1899, p. 385). El testimonio de amor y de fidelidad de los santos Pedro y Pablo ilumina los pastores de la Iglesia, para conducir los hombres a la verdad, formándolos a la fe en Cristo. San Pedro, en particular, representa la unidad del colegio apostólico. Por este motivo, durante la liturgia celebrada esta mañana en la Basílica Vaticana, he impuesto a 40 arzobispos metropolitanos el palio, que manifiesta la comunión con el obispo de Roma en la misión de guiar el pueblo de Dios a la salvación. Escribe san Ireneo, obispo de Lyón, en el siglo II, que a la Iglesia de Roma, "propter potentiorem principalitatem” [por su peculiar principalidad], deben converger en ella todas las demás Iglesias, es decir, los fieles que están en todas partes, porque en ella ha sido custodiada siempre la tradición que viene de los apóstoles (Adversus haereses, III,3,2).
Es la fe profesada por Pedro la que constituye el fundamento de la Iglesia: “Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente”, dice el Evangelio de Mateo (16, 16). El primado de Pedro es una predilección divina, como lo es también la vocación sacerdotal: “porque eso no lo ha revelado ni la carne ni la sangre, -dice Jesús- sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16,17). Así ocurre a quien decide responder a la llamada de Dios con la totalidad de la propia vida. Lo recuerdo con mucho gusto en este día, en el cual se cumple mi sexagésimo aniversario de Ordenación sacerdotal. Le doy las gracias al Señor por su llamada y por el ministerio que me ha confiado, y doy las gracias a todos aquellos que en esta circunstancia, me han manifestado su cercanía y apoyo a mi misión con la oración, que de todas las comunidades eclesiales sube incesantemente hacia Dios (Cf. Hechos 12, 5), traduciéndose en adoración a Cristo Eucaristía para acrecentar la fuerza y la libertad de anunciar el Evangelio.

En este clima, saludó cordialmente a la delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, presente hoy en Roma, siguiendo la significativa tradición, para venerar a los santos Pedro y Pablo y compartir conmigo el auspicio de la unidad de los cristianos querida por el Señor. Invoquemos con confianza a la Virgen María, Reina de los Apóstoles, para que todo bautizado se convierta cada vez más en una “piedra viva” que construye el Reino de Dios.

MEMORIA ÍNTIMA DE SESENTA AÑOS DE SACERDOCIO


Homilía del Papa en la solemnidad de los santos Pedro y Pablo


Queridos hermanos y hermanas:
«Non iam dicam servos, sed amicos» - «Ya no os llamo siervos, sino amigos» (cf.Jn 15,15). Sesenta años después de mi Ordenación sacerdotal, siento todavía resonar en mi interior estas palabras de Jesús, que nuestro gran Arzobispo, el Cardenal Faulhaber, con la voz ya un poco débil pero firme, nos dirigió a los nuevos sacerdotes al final de la ceremonia de Ordenación. Según las normas litúrgicas de aquel tiempo, esta aclamación significaba entonces conferir explícitamente a los nuevos sacerdotes el mandato de perdonar los pecados. «Ya no siervos, sino amigos»: yo sabía y sentía que, en ese momento, esta no era sólo una palabra «ceremonial», y era también algo más que una cita de la Sagrada Escritura. Era bien consciente: en este momento, Él mismo, el Señor, me la dice a mí de manera totalmente personal. En el Bautismo y la Confirmación, Él ya nos había atraído hacia sí, nos había acogido en la familia de Dios. Pero lo que sucedía en aquel momento era todavía algo más. Él me llama amigo. Me acoge en el círculo de aquellos a los que se había dirigido en el Cenáculo. En el grupo de los que Él conoce de modo particular y que, así, llegan a conocerle de manera particular. Me otorga la facultad, que casi da miedo, de hacer aquello que sólo Él, el Hijo de Dios, puede decir y hacer legítimamente: Yo te perdono tus pecados. Él quiere que yo – por mandato suyo – pronuncie con su «Yo» unas palabras que no son únicamente palabras, sino acción que produce un cambio en lo más profundo del ser. Sé que tras estas palabras está su Pasión por nuestra causa y por nosotros. Sé que el perdón tiene su precio: en su Pasión, Él ha descendido hasta el fondo oscuro y sucio de nuestro pecado. Ha bajado hasta la noche de nuestra culpa que, sólo así, puede ser transformada. Y, mediante el mandato de perdonar, me permite asomarme al abismo del hombre y a la grandeza de su padecer por nosotros los hombres, que me deja intuir la magnitud de su amor. Él se fía de mí: «Ya no siervos, sino amigos». Me confía las palabras de la Consagración en la Eucaristía. Me considera capaz de anunciar su Palabra, de explicarla rectamente y de llevarla a los hombres de hoy. Él se abandona a mí. «Ya no sois siervos, sino amigos»: esta es una afirmación que produce una gran alegría interior y que, al mismo tiempo, por su grandeza, puede hacernos estremecer a través de las décadas, con tantas experiencias de nuestra propia debilidad y de su inagotable bondad.
«Ya no siervos, sino amigos»: en estas palabras se encierra el programa entero de una vida sacerdotal. ¿Qué es realmente la amistad? Ídem velle, ídem nolle – querer y no querer lo mismo, decían los antiguosLa amistad es una comunión en el pensamiento y el deseo. El Señor nos dice lo mismo con gran insistencia: «Conozco a los míos y los míos me conocen» (cf. Jn10,14). El Pastor llama a los suyos por su nombre (cf. Jn 10,3). Él me conoce por mi nombre. No soy un ser anónimo cualquiera en la inmensidad del universo. Me conoce de manera totalmente personal. Y yo, ¿le conozco a Él? La amistad que Él me ofrece sólo puede significar que también yo trate siempre de conocerle mejor; que yo, en la Escritura, en los Sacramentos, en el encuentro de la oración, en la comunión de los Santos, en las personas que se acercan a mí y que Él me envía, me esfuerce siempre en conocerle cada vez más. La amistad no es solamente conocimiento, es sobre todo comunión del deseo. Significa que mi voluntad crece hacia el «sí» de la adhesión a la suya. En efecto, su voluntad no es para mí una voluntad externa y extraña, a la que me doblego más o menos de buena gana. No, en la amistad mi voluntad se une a la suya a medida que va creciendo; su voluntad se convierte en la mía, y justo así llego a ser yo mismo. Además de la comunión de pensamiento y voluntad, el Señor menciona un tercer elemento nuevo: Él da su vida por nosotros (cf. Jn 15,13; 10,15). Señor, ayúdame siempre a conocerte mejor. Ayúdame a estar cada vez más unido a tu voluntad. Ayúdame a vivir mi vida, no para mí mismo, sino junto a Ti para los otros. Ayúdame a ser cada vez más tu amigo.
Las palabras de Jesús sobre la amistad están en el contexto del discurso sobre la vid. El Señor enlaza la imagen de la vid con una tarea que encomienda a los discípulos: «Os he elegido y os he destinado para vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). El primer cometido que da a los discípulos, a los amigos, es el de ponerse en camino –os he destinado para que vayáis-, de salir de sí mismos y de ir hacia los otros. Podemos oír juntos aquí también las palabras que el Resucitado dirige a los suyos, con las que san Mateo concluye su Evangelio: «Id y enseñad a todos los pueblos...» (cf. Mt 28,19s). El Señor nos exhorta a superar los confines del ambiente en que vivimos, a llevar el Evangelio al mundo de los otros, para que impregne todo y así el mundo se abra para el Reino de Dios. Esto puede recordarnos que el mismo Dios ha salido de si, ha abandonado su gloria, para buscarnos, para traernos su luz y su amor. Queremos seguir al Dios que se pone en camino, superando la pereza de quedarnos cómodos en nosotros mismos, para que Él mismo pueda entrar en el mundo.
Después de la palabra sobre el ponerse en camino, Jesús continúa: dad fruto, un fruto que permanezca. ¿Qué fruto espera Él de nosotros? ¿Cuál es el fruto que permanece? Pues bien, el fruto de la vid es la uva, del que luego se hace el vino. Detengámonos un momento en esta imagen. Para que una buena uva madure, se necesita sol, pero también lluvia, el día y la noche. Para que madure un vino de calidad, hay que prensar la uva, se requiere la paciencia de la fermentación, los atentos cuidados que sirven a los procesos de maduración. Un vino de clase no solamente se caracteriza por su dulzura, sino también por la riqueza de los matices, la variedad de aromas que se han desarrollado en los procesos de maduración y fermentación. ¿Acaso no es ésta una imagen de la vida humana, y particularmente de nuestra vida de sacerdotes? Necesitamos el sol y la lluvia, la serenidad y la dificultad, las fases de purificación y prueba, y también los tiempos de camino alegre con el Evangelio. Volviendo la mirada atrás, podemos dar gracias a Dios por ambas cosas: por las dificultades y por las alegrías, por las horas oscuras y por aquellas felices. En las dos reconocemos la constante presencia de su amor, que nos lleva y nos sostiene siempre de nuevo.
Ahora, sin embargo, debemos preguntarnos: ¿Qué clase de fruto es el que espera el Señor de nosotros? El vino es imagen del amor: éste es el verdadero fruto que permanece, el que Dios quiere de nosotros. Pero no olvidemos que, en el Antiguo Testamento, el vino que se espera de la uva selecta es sobre todo imagen de la justicia, que se desarrolla en una existencia vivida según la ley de Dios. Y no digamos que esta es una visión veterotestamentaria ya superada: no, ella sigue siendo siempre verdadera. El auténtico contenido de la Ley, su summa, es el amor a Dios y al prójimo. Este doble amor, sin embargo, no es simplemente algo dulce. Conlleva en sí la carga de la paciencia, de la humildad, de la maduración de nuestra voluntad en la formación e identificación con la voluntad de Dios, la voluntad de Jesucristo, el Amigo. Sólo así, en el hacerse todo nuestro ser verdadero y recto, también el amor es verdadero; sólo así es un fruto maduro. Su exigencia intrínseca, la fidelidad a Cristo y a su Iglesia, requiere que se cumpla siempre también en el sufrimiento. Precisamente de este modo, crece la verdadera alegría. En el fondo, la esencia del amor, del verdadero fruto, se corresponde con las palabras sobre el ponerse en camino, sobre el salir: amor significa abandonarse, entregarse; lleva en sí el signo de la cruz. En este contexto, Gregorio Magno decía una vez: Si tendéis hacia Dios, tened cuidado de no alcanzarlo solos (cf. H Ev 1,6,6: PL 76, 1097s); una palabra que nosotros, como sacerdotes, hemos de tener presente íntimamente cada día.
Queridos amigos, quizás me he entretenido demasiado con la memoria íntima sobre los sesenta años de mi ministerio sacerdotal. Es hora de pensar en lo que es propio de este momento.
En la solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, dirijo ante todo mi más cordial saludo al Patriarca Ecuménico Bartolomé I y a la Delegación que ha enviado, y a la que agradezco vivamente su grata visita en la gozosa ocasión de los Santos Apóstoles Patronos de Roma. Saludo cordialmente también a los Señores Cardenales, a los Hermanos en el Episcopado, a los Señores Embajadores y a las Autoridades civiles, así como a los sacerdotes, a mis compañeros de Primera Misa, a los religiosos y fieles laicos. Agradezco a todos su presencia y su oración.
A los Arzobispos Metropolitanos nombrados desde la última Fiesta de los grandes Apóstoles, les será impuesto ahora el palio. ¿Qué significa? Nos puede recordar ante todo el suave yugo de Cristo que se nos pone sobre los hombros (cf. Mt 11,29s). El yugo de Cristo es idéntico a su amistad. Es un yugo de amistad y, por tanto, un «yugo suave», pero precisamente por eso es también un yugo que exige y que plasma. Es el yugo de su voluntad, que es una voluntad de verdad y amor. Así, es también para nosotros sobre todo el yugo de introducir a otros en la amistad con Cristo y de estar a disposición de los demás, de cuidar de ellos como Pastores. Con esto hemos llegado a un nuevo significado del palio: está tejido con la lana de corderos que son bendecidos en la fiesta de santa Inés. Nos recuerda de este modo al Pastor que se ha convertido Él mismo en cordero por amor nuestro. Nos recuerda a Cristo que se ha encaminado por las montañas y los desiertos en los que su cordero, la humanidad, se había extraviado. Nos recuerda a Él, que ha tomado el cordero, la humanidad – a mí – sobre sus hombros, para llevarme de nuevo a casa. De este modo, nos recuerda que, como Pastores a su servicio, también nosotros hemos de llevar a los otros, cargándolos, por así decir, sobre nuestros hombros y llevarlos a Cristo. Nos recuerda que podemos ser Pastores de su rebaño, que sigue siendo siempre suyo, y no se convierte en el nuestro. Por fin, el palio significa muy concretamente también la comunión de los Pastores de la Iglesia con Pedro y con sus sucesores; significa que tenemos que ser Pastores para la unidad y en la unidad, y que sólo en la unidad de la cual Pedro es símbolo, guiamos realmente hacia Cristo.
Sesenta años de ministerio sacerdotal. Queridos amigos, tal vez me he extendido demasiado en los detalles. Pero en esta hora me he sentido impulsado a mirar a lo que ha caracterizado estas décadas. Me he sentido impulsado a deciros – a todos los sacerdotes y Obispos, así como también a los fieles de la Iglesia – una palabra de esperanza y ánimo; una palabra, madurada en la experiencia, sobre el hecho de que el Señor es bueno. Pero, sobre todo, éste es un momento de gratitud: gratitud al Señor por la amistad que me ha ofrecido y que quiere ofrecer a todos nosotros. Gratitud a las personas que me han formado y acompañado. Y en todo ello se esconde la petición de que un día el Señor, en su bondad, nos acoja y nos haga contemplar su alegría. Amén.

6/29/11

“Con el testimonio común de la verdad del Evangelio podremos ayudar al hombre de hoy

EL PAPA A LA DELEGACIÓN DEL PATRIARCADO DE CONSTANTINOPLA


Queridos Hermanos en Cristo:
Sed bienvenidos a Roma en ocasión de la Fiesta de los Patrones de esta Iglesia, los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Me es particularmente grato saludaros con las palabras que san Pablo dirigió a los cristianos de esta ciudad: “Que el Dios de la paz esté con todos vosotros” (Rm 15, 32). Agradezco de todo corazón al Venerado hermano, el Patriarca Ecuménico, Su Santidad Bartolomé I y al Santo Sínodo del Patriarcado Ecuménico que os han querido enviar a vosotros, queridos hermanos, como sus representantes para participar, aquí, con nosotros, de esta solemne celebración.
El Señor Jesucristo, que se apareció a sus discípulos después de su resurrección, les confirió el deber de ser testigos del Evangelio de Salvación. Los Apóstoles han llevado a cumplimiento fielmente esta misión, testificando, hasta llegar al sacrificio cruento de la vida, la fe en Cristo Salvador  y el amor hacia Dios Padre. En esta ciudad de Roma, los Apóstoles Pedro y Pablo afrontaron el martirio y desde entonces sus tumbas son objeto de veneración. Vuestra participación en esta, nuestra Fiesta, como la presencia de nuestros representantes en Constantinopla para la Fiesta del Apóstol Andrés, expresa la amistad y la auténtica fraternidad que une a la Iglesia de Roma y al Patriarcado Ecuménico, vínculos que se fundan sólidamente en la fe recibida por el testimonio de los Apóstoles. La íntima cercanía espiritual que experimentamos cada vez que nos reunimos, es para mí un motivo de profunda alegría y de gratitud a Dios. Al mismo tiempo, sin embargo, la comunión no completa que ya nos une debe crecer hasta alcanzar la plena unidad visible.
Seguimos con gran atención el trabajo de la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa en su conjunto. Desde una mirada puramente humana, se podría tener la impresión de que el diálogo teológico tiene dificultades en darse. En realidad, el ritmo del diálogo está ligado a la complejidad de los temas en discusión, que exigen un extraordinario esfuerzo de estudio, de reflexión y de apertura recíproca. Estamos llamados a continuar juntos, en la caridad, este camino, invocando del Espíritu Santo luz e inspiración, en la certeza de que él nos quiere conducir al pleno cumplimiento de la voluntad de Cristo: que todos sean uno (cf. Jn 17, 21). Estoy particularmente agradecido a todos los miembros de la Comisión mixta y en particular a los Co-Presidentes, Su Eminencia el Metropolitano de Pérgamo, Ioannis, y a Su Eminencia el cardenal Kurt Koch, por su infatigable dedicación, su paciencia y su competencia.
En un contexto histórico de violencia, indiferencia y egoísmo, muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo se sienten perdidos. Y es exactamente con el testimonio común de la verdad del Evangelio con lo que podremos ayudar al hombre de nuestro tiempo a reencontrar el camino que conduce a la verdad. La búsqueda de la verdad, de hecho, es siempre también, una búsqueda de la justicia y de la paz, y es con gran alegría que constato el gran compromiso con el que Su Santidad Bartolomé se prodiga en estos temas. Uniéndonos a este propósito, y recordando el bello ejemplo de mi predecesor, el Beato Juan Pablo II, he querido invitar a los hermanos cristianos, a los exponentes de otras tradiciones religiosas del mundo, y a personalidades del mundo de la cultura y de la ciencia, a participar el próximo 27 de octubre en la ciudad de Asís, en una Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, que tendrá como tema “Peregrinos en la verdad, peregrinos en la paz”. El caminar juntos por las calles de la ciudad de San Francisco será el signo de la voluntad de continuar recorriendo la vía del diálogo y de la fraternidad.
Eminencia, queridos miembros de la Delegación, dándoos las gracias de nuevo por vuestra presencia en Roma para esta solemne circunstancia, os pido que le llevéis mi fraternal saludo al venerado hermano el Patriarca Bartolomé I, al Santo Sínodo, al clero y a todos los fieles del Patriarcado Ecuménico, asegurándoles el afecto y la solidaridad de la Iglesia de Roma, que hoy está de fiesta por sus Santos fundadores.

6/28/11

CELIBATO: UN ÚNICO AMOR


Monseñor Giuseppe Versaldi

La vocación al celibato por el reino de los cielos y la llamada al matrimonio se perciben a menudo, si no en oposición, al menos como de difícil armonización. De hecho, por una parte, la renuncia del célibe al amor conyugal se ve como una renuncia al amor en general y, por otra, la decisión de unirse en matrimonio a veces se presenta como una disminución de la pureza del amor. San Pablo, en su carta a los cristianos de Éfeso, usa una expresión que ofrece una visión resolutiva de la aparente antinomia entre amor virginal y amor esponsal. Hablando del deber del amor mutuo entre marido y mujer, el Apóstol exalta la vocación originaria del hombre a dejar a su padre y a su madre para unirse a su mujer de forma que «los dos sean una sola carne»  (cf. Gn 2, 24), pero añade enseguida: «Es este un gran misterio, y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5, 32). Este repentino cambio de los términos de comparación revela una nueva perspectiva: ciertamente se reafirma en su plenitud la grandeza del amor conyugal, pero se pone en relación de dependencia con el amor de Cristo a la Iglesia. 
Aquí surgen algunos interrogantes recurrentes también con respecto al magisterio de la Iglesia: «¿Cómo puede Cristo célibe ser modelo de los esposos? ¿Cómo podéis vosotros, célibes, indicar y dar reglas sobre el matrimonio, del cual no tenéis experiencia?». Pues bien, precisamente las palabras de san Pablo indican la respuesta. El amor de Cristo a la Iglesia es, ciertamente, a la vez amor virginal y esponsal, porque es amor que, con palabras de Benedicto XVI, «puede ser calificado sin duda como eros que, no obstante, es también totalmente agapé» (Deus caritas est, 9). Un amor que es gratuito y  preveniente («En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó»: 1 Jn 4, 10);  incondicional y misericordioso («Siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros»: Rm 5, 8); y sacrificado («Ya sabéis que fuisteis liberados de vuestra conducta inútil, heredada de vuestros padres, pero no con algo corruptible, con oro o plata, sino con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin mancha, Cristo»: 1 P 1, 18-19). Estas características aparentemente no parecen referirse al amor conyugal, tal como se entiende comúnmente, que sí es entrega de sí, pero en una reciprocidad  que conlleva una ayuda mutua y una gratificación recíproca. 
Con todo, precisamente para que el amor conyugal pueda realizarse no como experiencia exaltante, pero temporal, sino perseverar como proyecto para toda la vida, es necesario que también los cónyuges sean capaces de un amor preveniente y gratuito, de forma que al menos uno sea capaz de amar incluso cuando el otro no lo ame; de un amor incondicional y misericordioso, para que al menos uno sea capaz de perdón cuando el cónyuge, superada su debilidad, se arrepienta;  de un amor sacrificado, para que al menos uno sepa soportar los sufrimientos de la espera sin resignarse a la derrota. Y en todo esto el modelo es precisamente Cristo, que así amó a su Iglesia como esposa y «se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada» (Ef 5, 26-27).
 Así pues, tiene razón Benedicto XVI cuando afirma que «en el fondo, el amor es una única realidad, si bien con diversas dimensiones» (Deus caritas est, 8).  En su pleno significado, el amor es amor agápico, es decir, amor capaz de integrar la pasión  (eros) y la donación (agape) de mod0 que pueda satisfacer el corazón humano, cualquiera que sea su vocación. En este sentido, el amor virginal y el amor conyugal no pueden menos de brotar de una única fuente, y de tener un único modelo, que es Cristo.  
Ciertamente, la modalidad de las dos vocaciones es distinta, pero precisamente la fuente común garantiza su complementariedad. El carisma del celibato por el Reino puede ayudar a los esposos a no absolutizar el amor humano y, en espera de la comunión definitiva con Dios-Amor, a soportar el peso y el precio del don de sí, a pesar de las debilidades de la experiencia conyugal. También quien, ya aquí en la tierra, está llamado a consagrarse al amor indiviso de Dios puede aprender de los esposos la concreción y la actualidad del amor que no puede dirigirse  sólo a Dios, a quien no ve, sino que debe manifestarse como efecto también hacia el prójimo, a quien ve. De este modo no se cae en la falsa ilusión de que para amar a Dios es necesario no amar a nadie con el amor con que Cristo nos ha amado. La recíproca iluminación enriquece a ambas vocaciones y embellece a toda la Iglesia en su misión de testimoniar en el mundo el amor de Dios.

EL EPISCOPADO ESPAÑOL ANTE EL PROYECTO DE LEY SOBRE EL FINAL DE LA VIDA



1               En España, como en otros lugares del mundo occidental, se discute y se legisla des­de hace años acerca del mejor modo de afrontar la muerte como corresponde a ese momento tan delicado y fundamental de la vida humana. La actualidad de la cuestión viene dada por di­versos motivos. Es posible que el más determinante de ellos se halle en los avances de la me­dicina, que si, por una parte, han permitido alargar el tiempo de la vida, por otra, ocasionan con frecuencia situaciones complejas en los momentos finales, en las que se ha hecho más difícil distinguir entre lo natural y lo artificial, entre el dolor inevitable y el sufrimiento debido a determinadas intervenciones de las nuevas técnicas médicas. Además, la mayor frecuencia con la que las personas llegan a edades avanzadas, en situaciones de debilidad, ha replantea­do también la cuestión del sentido de la vida humana en esas condiciones.
2               En diversas ocasiones que demandaban una palabra de clarificación a este respec­to, a la luz del Evangelio de la vida y de los derechos fundamentales de la persona, la Confe­rencia Episcopal ha hecho oír su voz a través de sus diferentes organismos (1). Los principios básicos de la doctrina católica sobre “el Evangelio de la vida humana”, en todos sus aspectos y, por tanto, también en los referentes al “respeto y cuidado de la vida humana doliente y terminal” se hallan luminosamente sintetizados en el tercer capítulo de la Instrucción Pastoral de la Asamblea Plenaria titulada La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad (2).
3               El Gobierno de la Nación ha aprobado el pasado día 17 de junio un ”Proyecto de Ley Reguladora de los Derechos de la Persona ante el Proceso Final de la Vida” que aborda por primera vez esta cuestión en una posible norma para toda España (3). Deseamos hacer pública nuestra valoración del mismo para contribuir al necesario y pausado debate público sobre una cuestión de tanta relevancia y para ayudar a los católicos y a todos los que deseen escuchar­nos a formarse un juicio ponderado y acorde con el Evangelio y con los derechos fundamenta­les del ser humano.
4               Con este propósito, recordamos primero sucintamente los principios básicos del Evangelio de la vida y ofrecemos luego nuestra valoración del Proyecto a la luz de tales princi­pios.
PARTE PRIMERA El Evangelio de la vida: la vida de cada persona es sagrada, también cuando es débil, sufriente o se encuentra al final de su tiempo en la tierra; las leyes han de proteger siempre su dignidad y garantizar su cuidado (4)
La dignidad de la vida humana y su carácter sagrado
5               Cuando hablamos de dignidad humana, nos referimos al valor incomparable de ca­da ser humano concreto. Cada vida humana aparece ante nosotros como algo único, irrepeti­ble e insustituible; su valor no se puede medir en relación con ningún objeto, ni siquiera por comparación con ninguna otra persona; cada ser humano es, en este sentido, un valor absolu­to.
6               La revelación de Dios en Jesucristo nos desvela la última razón de ser de la sublime dignidad que posee cada ser humano, pues nos manifiesta que el origen y el destino de cada hombre está en el Amor que Dios mismo es. (...) Los seres humanos no somos Dios, no somos dioses, somos criaturas finitas. Pero Dios nos quiere con Él. Por eso nos crea: sin motivo algu­no de mera razón, sino, por pura generosidad y gratuidad, desea hacernos partícipes libres de su vida divina, es decir, de su Amor eterno. La vida humana es, por eso, sagrada.
Dignificación del sufrimiento y de la muerte, frente a falsos criterios de “calidad de vi­da” y de “autonomía” del paciente
7               Cuando la existencia se rige por los criterios de una ‘calidad de vida’ definida princi­palmente por el bienestar subjetivo medido sólo en términos materiales y utilitarios, las pala­bras ‘enfermedad’, ‘dolor’ y ‘muerte’ no pueden tener sentido humano alguno. Si a esto aña­dimos una concepción de la libertad como mera capacidad de realizar los propios deseos, [sin referencia al bien objetivo], entonces no es extraño que, en esas circunstancias, se pretenda justificar e incluso exaltar el suicidio como si fuera un acto humano responsable y hasta heroi­co. La vuelta a la legitimación social de la eutanasia, fenómeno bastante común en las culturas paganas precristianas, se presenta hoy, con llamativo individualismo antisocial, como un acto más de la elección del individuo sobre lo suyo: en este caso, sobre la propia vida carente ya de ‘calidad’.
8               El Evangelio de la vida fortalece a la razón humana para entender la verdadera dig­nidad de las personas y respetarla. Unidos al misterio pascual de Cristo, el sufrimiento y la muerte aparecen iluminados por la luz de aquel Amor originario, el amor de Dios, que, en la Cruz y Resurrección del Salvador, se nos revela más fuerte que el pecado y que la muerte. De este modo, la fe cristiana confirma y supera lo que intuye el corazón humano: que la vida es capaz de desbordar sus precarias condiciones temporales y espaciales, porque es, de alguna manera, eterna. Jesucristo resucitado pone ante nuestros ojos asombrados el futuro que Dios ofrece a la vida de cada ser humano: la glorificación de nuestro cuerpo mortal.
9. La esperanza de la resurrección y la Vida eterna nos ayuda no sólo a encontrar el sentidooculto en el dolor y la muerte, sino también a comprender que nuestra vida no es comparable a ninguna de nuestras posesiones. La vida es nuestra, somos responsables de ella, pero propiamente no nos pertenece. Si hubiera que hablar de un ‘propietario’ de nuestra vida, ése sería quien nos la ha dado: el Creador. Pero Él tampoco es un dueño cualquiera. Él es la Vida y el Amor. Es decir, que nuestro verdadero Señor ‐¡gracias a Dios!‐no es nuestro peque­ño “yo”, frágil y caduco, sino la Vida y el Amor eternos. No es razonable que queramos con­vertirnos en dueños de nuestras vidas. Lo sabe nuestra razón, que conoce la existencia de bie­nes indisponibles para nosotros, como, por ejemplo, la libertad, y, en la base de todos ellos, la vida misma. La fe ilumina y robustece este saber.
10. La vida humana tiene un sentido más allá de ella misma por el que vale la pena en­tregarla. El sufrimiento, la debilidad y la muerte no son capaces, de por sí, de privarla de sen­tido. Hay que saber integrar esos lados oscuros de la existencia en el sentido integral de la vi­da humana. El sufrimiento puede deshumanizar a quien no acierta a integrarlo, pero puede ser también fuente de verdadera liberación y humanización. No porque el dolor ni la muerte sean buenos, sino porque el Amor de Dios es capaz de darles un sentido. No se trata de elegir el dolor o la muerte sin más. Eso es justamente lo que los deshumanizaría. Lo que importa es vivir el dolor y la muerte misma como actos de amor, de entrega de la Vida a Aquel de quien la hemos recibido. Ahí radica el verdadero secreto de la dignificación del sufrimiento y de la muerte.
La muerte no debe ser causada (no a la eutanasia), pero tampoco absurdamente re­trasada (no al encarnizamiento terapéutico)
11. Hemos de renovar la condena explícita de la eutanasia como contradicción grave con el sentido de la vida humana. Rechazamos la eutanasia en sentido verdadero y propio, es decir, ‘una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor’ (5). En cambio, no son eutanasia propiamente dicha y, por tan­to, ‘no son moralmente rechazables acciones y omisiones que no causan la muerte por su propia naturaleza e intención. Por ejemplo, la administración adecuada de calmantes (aunque ello tenga como consecuencia el acortamiento de la vida) o la renuncia a terapias despropor­cionadas (al llamado encarnizamiento terapéutico), que retrasan forzadamente la muerte a costa del sufrimiento del moribundo y de sus familiares. La muerte no debe ser causada, pero tampoco absurdamente retrasada’ (6).
Es posible redactar un “testamento vital
12. Respondiendo a los criterios enunciados, la Conferencia Episcopal ofreció en su momento un modelo de manifestación anticipada de voluntad, que presentamos de nuevo, como apéndice de esta declaración, en redacción actualizada. Quienes desearan firmar un do­cumento de este tipo podrán encontrar en este ‘testamento vital’ un modelo acorde con la doctrina católica y con los derechos fundamentales de la persona, lo cual no siempre es así en otros modelos.
La legalización expresa o encubierta de la eutanasia, en realidad va en contra de los más débiles
13. La legalización de la eutanasia es inaceptable no sólo porque supondría la legiti­mación de un grave mal moral, sino también porque crearía una intolerable presión social so­bre los ancianos, discapacitados o incapacitados y todos aquellos cuyas vidas pudieran ser consideradas como ‘de baja calidad’ y como cargas sociales; conduciría ‐como muestra la ex­periencia ‐a verdaderos homicidios, más allá de la supuesta voluntariedad de los pacientes, e introduciría en las familias y las instituciones sanitarias la desconfianza y el temor ante la de­preciación y la mercantilización de la vida humana.
El objetivo de la legislación sobre el final de la vida ha de ser garantizar el cuidado del moribundo, en lugar de recurrir a falsos criterios de ”calidad de vida” y de ”autonomía” para, en realidad, desproteger su dignidad y su derecho a la vida.
14. La complejidad creciente de los medios técnicos hoy capaces de alargar la vida de los enfermos y de los mayores crea ciertamente situaciones y problemas nuevos que es nece­sario saber valorar bien en cada caso. Pero lo más importante, sin duda, es que el esfuerzo grande que nuestra sociedad hace en el cuidado de los enfermos, crezca todavía más en el respeto a la dignidad de cada vida humana. La atención sanitaria no puede reducirse a la sola técnica, ha de ser una atención a la vez profesional y familiar.
15. En nuestra sociedad, que cada día tiene mayor proporción de personas ancianas, las instituciones geriátricas y sanitarias ‐especialmente las unidades de dolor y de cuidados paliativos ‐han de estar [bien dotadas] y coordinadas con las familias y éstas, por su parte, ya que son el ambiente propio y originario del cuidado de los mayores y de los enfermos, han de recibir el apoyo social y económico necesario para prestar este impagable servicio al bien común. La familia es el lugar natural del origen y del ocaso de la vida. Si es valorada y recono­cida como tal, no será la falsa compasión, que mata, la que tenga la última palabra, sino el amor verdadero, que vela por la vida, aun a costa del propio sacrificio.
Denunciar la posible legalización encubierta de la eutanasia es un deber moral y de­mocrático
16. Cuando afirmamos que es intolerable la legalización abierta o encubierta de la eu­tanasia, no estamos poniendo en cuestión la organización democrática de la vida pública, ni estamos tratando de imponer una concepción moral privada al conjunto de la vida social. Sos­tenemos sencillamente que las leyes no son justas por el mero hecho de haber sido aprobadas por las correspondientes mayorías, sino por su adecuación a la dignidad de la persona huma­na.
17. No identificamos el orden legal con el moral. Somos, por tanto, conscientes de que, en ocasiones, las leyes, en aras del bien común, tendrán que tolerar y regular situaciones y conductas desordenadas. Pero esto no podrá nunca ser así cuando lo que está en juego es un derecho fundamental, como es el derecho a la vida. Las leyes que toleran e incluso regulan las violaciones del derecho a la vida son gravemente injustas y no deben ser obedecidas. Es más, esas leyes ponen en cuestión la legitimidad de los poderes públicos que las elaboran y aprueban. Es necesario denunciarlas y procurar, con todos los medios democráticos disponi­bles, que sean abolidas, modificadas o bien, en su caso, no aprobadas.
El derecho a la objeción de conciencia
18. En un asunto tan importante ha de quedar claro, también legalmente, que las per­sonas que se pueden ver profesionalmente implicadas en situaciones que conllevan ataques ‘legales’ a la vida humana, tienen derecho a la objeción de conciencia y a no ser perjudicadas de ningún modo por el ejercicio de este derecho. Ante el vacío legal existente, se hace más necesaria hoy la regulación de este derecho fundamental.
PARTE SEGUNDA Un Proyecto que podría suponer una legalización encubierta de prácticas eutanási­cas y que no tutela bien el derecho fundamental de libertad religiosa
Intención laudable: proteger la dignidad de la persona en el final de la vida sin despe­nalizar la eutanasia
19. El texto que valoramos persigue una finalidad ciertamente positiva: “La presente Ley tiene por objeto asegurar la protección de la dignidad de las personas en el proceso final de la vida” (art. 1), concretamente, de quienes se encuentran en situación terminal o de ago­nía (art. 2).
20. Con este fin, se propone “garantizar el pleno derecho de (la) libre voluntad” (art.1) de las personas que se hallan en esa situación, sin alterar para ello “la tipificación penal vigen­te de la eutanasia o suicidio asistido” (Exp. de motivos).
Enfoque unilateral: la supuesta autonomía absoluta del paciente
21. Sin embargo, una concepción de la autonomía de la persona, como prácticamente absoluta, y el peso que se le da a tal autonomía en el desarrollo de la Ley acaban por desvir­tuar la intención declarada y por sobrepasar el límite propuesto de no dar cabida a la eutana­sia.
22. En efecto, la “inequívoca afirmación y salvaguarda de la autonomía de la voluntad de los pacientes” (E.d.m.), a quienes se otorga el “derecho a decidir libremente sobre las in­tervenciones y el tratamiento a seguir” (art. 4), conduce a que se les conceda la capacidad de “rechazar las intervenciones y los tratamientos propuestos por los profesionales, aun en los casos en que esta decisión pudiera tener el efecto de acortar su vida o ponerla en peligro in­minente” (art. 6. 1).
23. Como este planteamiento constituye la espina dorsal de la argumentación del An­teproyecto, quedan inevitablemente fuera de su atención determinadas distinciones y limita­ciones que son fundamentales para la tutela efectiva de la dignidad de la persona y de su de­recho a la vida. Es más, el propio concepto de dignidad humana queda también negativamen­te afectado, puesto que parece sostenerse implícitamente que una vida humana podría care­cer de dignidad tutelable en el momento en el que así lo dispusiera autónomamente la parte interesada e incluso eventualmente un tercero (7).
Definición reductiva del concepto de eutanasia
24. Entre las cuestiones carentes de suficiente precisión se encuentra el concepto mismo de eutanasia o suicidio asistido, concebidos como “la acción de causar o cooperar acti­vamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro” (E.d.m., según el Código Penal), por petición de quien padece una enfermedad mortal o graves y permanentes padecimientos. Con esta definición reductiva, centrada sólo en las acciones directas, se deja abierta la puerta a las omisiones voluntarias que pueden causar la muerte o que buscan de modo directo su aceleración. Así lo confirman otras disposiciones concretas, encaminadas a legalizar tales omi­siones.
Conductas eutanásicas a las que se daría cobertura legal
25. Entre las conductas eutanásicas que se legalizarían con esta Ley está, en primer lugar, la posible sedación inadecuada. El Anteproyecto establece que las personas que se hallen en el proceso final de su vida tienen derecho “a recibir, cuando lo necesiten, sedación paliativa, aunque ello implique un acortamiento de la vida” (art. 11. 2c). Más adelante, en el art. 17. 2, se somete la sedación a criterios de proporcionalidad. Sin embargo, ya el hecho de que la administración de la sedación resulte apropiada o no es algo que depende del juicio médico y no de la voluntad del paciente, lo cual no queda claro en este texto que consagra el tratamiento específico de la sedación como un ”derecho” de este último. Además, no queda tampoco claro el modo en que la proporcionalidad sea aplicada a la sedación, condición nece­saria para que no se use de hecho como un medio para causar la muerte.
26. En segundo lugar, el abandono terapéutico o la omisión de los cuidados debidos también podrían tener cobertura legal si este Proyecto se convirtiera en Ley. La obligación moral de no interrumpir las curas normales debidas al enfermo no aparece afirmada en el tex­to. Éste se contenta con establecer las “actuaciones sanitarias que garanticen su debido cui­dado y bienestar” (art. 17, 2) como ambiguo límite del derecho de los pacientes a rechazar tratamientos y de la correlativa obligación de los profesionales de la salud de reducir el es­fuerzo terapéutico. Entre los aspectos que han de incluirse en el “debido cuidado” se hallan siempre la alimentación y la hidratación. Pero el texto tampoco contempla estos cuidados ne­cesarios, dejando así abierta la puerta a conductas eutanásicas por omisión de cuidados debi­dos. Cuando el Anteproyecto dispone que es necesario evitar “la adopción o el mantenimiento de intervenciones y medidas de soporte vital carentes de utilidad clínica” (17. 2), permanece en una ambigüedad de consecuencias morales y jurídicas graves al no definir en qué consisten esas “medidas de soporte vital”, que pueden ser apropiadas o no serlo.
Los profesionales de la sanidad, reducidos a ejecutores de la voluntad de los pacientes, a quienes ni siquiera les es reconocido el derecho de objeción de conciencia
27. En su excesivo empeño por tutelar la autonomía de los pacientes, el Proyecto con­vierte a los médicos y demás profesionales de la sanidad prácticamente en meros ejecutores de las decisiones de aquellos: “Los profesionales sanitarios están obligados a respetar la vo­luntad manifestada por el paciente sobre los cuidados y el tratamiento asistencial que desea recibir en el proceso final de su vida, en los términos establecidos en esta Ley” (16. 1). Parece que estos profesionales tienen sólo obligaciones y no derechos, de los que nunca se habla. Pe­ro los profesionales de la sanidad también tienen el derecho de que sean respetadas sus opi­niones y actuaciones cuando, de acuerdo con una buena práctica médica, buscan el mejor tra­tamiento del paciente en orden a promover su salud y su cuidado. Tienen derecho a que no se les impongan criterios o actuaciones que resulten contrarios a la finalidad básica del acto médico, que es siempre el cuidado del enfermo. Un buen texto legal en esta materia habría de conciliar los derechos de los pacientes con los de los médicos. Cada uno tiene su propia res­ponsabilidad en la alianza terapéutica que se ha de establecer entre ambos si se quiere conse­guir la relación adecuada entre el enfermo y el médico. No puede ser que éste quede exone­rado de toda responsabilidad moral y legal, como parece indicarse (art. 15. 3) y que aquél re­sulte habilitado para tomar prácticamente cualquier decisión. Resulta muy significativo a este último respecto que la Disposición adicional primera de este Proyecto, al ordenar una nueva redacción del artículo 11 de la Ley de autonomía del paciente, de 2002, suprima el párrafo que establece que “no serán aplicadas las instrucciones previas [del paciente] contrarias al orde­namiento jurídico, a la lex artis, ni las que no se correspondan con el supuesto de hecho que el interesado haya previsto en el momento de manifestarlas”. Desaparece, por tanto, el criterio de la lex artis ‐o buena práctica médica ‐como límite a la absoluta autonomía del paciente terminal.
28. El Proyecto no alude en ningún momento al derecho a la objeción de conciencia que debería reconocerse y garantizarse al personal sanitario en su mayor amplitud posible. También habría de constar que el ideario católico de un centro sanitario será debidamente respetado.
Mal tratado el derecho humano de libertad religiosa
29. En las enfermedades graves y más aún en cuando se acerca la muerte, las perso­nas se encuentran por lo general especialmente necesitadas y deseosas de asistencia religiosa. Se trata de un hecho coherente con la naturaleza religiosa del ser humano que encuentra su reflejo en las correspondientes constataciones sociológicas.
30. Sin embargo, el presente Proyecto ni siquiera menciona el derecho fundamental de libertad religiosa, como es reconocido por la Constitución en su artículo 16. 1. Esto es algo llamativo, porque la naturaleza propia de las situaciones que regula están cargadas ‐como acabamos de apuntar ‐de hondos significados religiosos y exigirían ya de por sí ser tratadas en un marco legal que explicite y tutele positivamente ese derecho fundamental. Pero además, la mencionada ausencia resulta todavía menos explicable si se recuerda que el enfoque adopta­do por el texto es el del máximo desarrollo de los derechos fundamentales de la persona que se halla en las circunstancias citadas (8).
31. En cambio, el texto legal proyectado formula un nuevo derecho al que llama “de­recho al acompañamiento” (art. 12), dentro el cual incluye una denominada “asistencia espiri­tual o religiosa” de la que se dice que los pacientes “tendrán derecho recibir(la)” si ellos se la “procuran”, de acuerdo con sus convicciones y creencias, y “siempre que ello resulte compati­ble con el conjunto de medidas sanitarias necesarias para ofrecer una atención de calidad”.
32. El derecho de libertad religiosa, en cuanto derecho humano fundamental y prima­rio, no puede ser reducido por una Ley a la mera tolerancia de la práctica religiosa, como aquí se hace, sometida además de modo absoluto a condicionamientos jurídicos indeterminados y en manos de terceros (la compatibilidad con el “conjunto de medidas sanitarias”). Una Ley justa y acorde con la Constitución en este punto debería prever el reconocimiento del derecho de libertad religiosa de modo explícito y positivo. Que los pacientes tengan derecho al ejerci­cio de sus convicciones religiosas supone que el Estado, por su parte, ha de garantizar y favo­recer el ejercicio de ese derecho fundamental, sin perjuicio de su justa laicidad.
33. A este respecto se debería hacer mención genérica de los Acuerdos internaciona­les o Convenios de colaboración con las confesiones religiosas, en el derecho transitorio, es­pecificando que la asistencia religiosa se realizará en el marco de tales instrumentos jurídicos. En el caso particular de la Iglesia católica, es aquí pertinente el artículo IV del Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos.
Otras carencias del Proyecto
34. No quedan suficientemente claras en este texto otras cuestiones de no poca rele­vancia, que nos limitamos a enumerar. El significado de “deterioro extremo” (E. d. m.), no pa­rece que pueda calificar siempre una fase terminal. La información a la que se tiene derecho debe ser “clara y comprensible”, se dice en el art. 5.1., pero habría que añadir que debería ser continuamente actualizada y verificada respecto de su efectiva comprensión. A los menores emancipados o con 16 años cumplidos se les otorga la misma capacidad de decidir sobre sus tratamientos que a los mayores de edad, lo cual va en detrimento de la responsabilidad de los padres (cf. art. 7). El artículo 16 protege poco al enfermo de posibles intereses injustos de familiares y profesionales a la hora de valorar su incapacidad de hecho. En el artículo 20 se di­ce que los comités de ética asistencial “podrán acordar protocolos de actuación para garanti­zar la aplicación efectiva de lo previsto en esta Ley”, siendo así que, por estatutos, dichos co­mités tienen carácter sólo consultivo.
Conclusiones
35. Sintetizamos como sigue nuestra valoración de Proyecto de Ley objeto de esta De­claración:
1. El Proyecto pretende dar expresión a un nuevo enfoque legal que supere un enfo­que asistencialista y dé paso a otro basado en el reconocimiento de los derechos de la persona en el contexto de las nuevas situaciones creadas por los avances de la medicina. Pero no lo consigue.
2. No logra garantizar, como desea, la dignidad y los derechos de las personas en el proceso del final de su vida temporal, sino que deja puertas abiertas a la legaliza­ción de conductas eutanásicas, que lesionarían gravemente los derechos de la per­sona a que su dignidad y su vida sean respetadas.
3. El erróneo tratamiento del derecho fundamental de libertad religiosa supone un retroceso respecto de la legislación vigente.
4. Ni siquiera se alude al derecho a la objeción de conciencia, que debería reconocer­se y garantizarse al personal sanitario.
5. La indefinición y la ambigüedad de los planteamientos lastran el Proyecto en su conjunto, de modo que, de ser aprobado, conduciría a una situación en la que los derechos de la persona en el campo del que se trata estarían peor tutelados que con la legislación actual.
Con esta declaración queremos contribuir a una convivencia más humana en nuestra sociedad, la cual sólo puede darse cuando las leyes reconocen los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana y tutelan el ejercicio efectivo de los mismos.
NOTAS
(!) Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, Sobre la eutanasia (15 de abril de 1986); Comité Episco­pal para la Defensa de la Vida, La eutanasia. Cien cuestiones y respuestas (14 de febrero de 1993); Co­misión Permanente, Declaración La eutanasia es inmoral y antisocial (18 de febrero de 1998). En: L. M. Vives Soto (Ed.), La vida humana, don precioso de Dios. Documentos de la Conferencia Episcopal Espa­ñola sobre la vida 1974‐2006, Edice, Madrid 2006, 235‐340; también en:www.conferenciaepiscopal.es/(Sección Documentos)
(2) LXXVI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Instr. Past. La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad (27 de abril de 2001), esp. Capítulo 3, “El Evangelio de la vida humana”. En: Boletín Oficial de la Conferencia Episcopal Española 16 (2001) 12‐60; y en: L. M. Vives Soto (Ed.), o. c., 45‐63; también en:www.conferenciaepiscopal.es(Sección Documentos)
(3)Existen ya normas emanadas de cuerpos legislativos autonómicos sobre las que se han pronunciado en su momento los obispos de esos lugares. Así, sobre el “Proyecto de Ley de Derechos y Garantías de la Dignidad de la Persona en el Proceso de la Muerte”, de la Junta de Andalucía, los Obispos de Andalucía publicaron una Nota el 22 de febrero de 2010; y sobre la “Ley de Derechos y Garantías de la Dignidad de la Persona en el Proceso de Morir y de la Muerte”, del Parlamento de Aragón, los obispos de Aragón publicaron una Carta Pastoral el 24 de abril de 2011.
(4) En toda esta primera parte seguimos casi siempre literalmente el tercer capítulo de la Instrucción Pas­toral de la LXXVI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, La familia, santuario de la vi­da y esperanza de la sociedad (27 de abril de 2001), números 101 al 128.
(5) Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae, 65.
(6) Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Declaración La eutanasia es inmoral y an­tisocial, 6.
(7)En la Exposición de motivos se dice explícitamente que “el proceso final de la vida, concebido como un final próximo e irreversible, eventualmente doloroso” sería también “lesivo de la dignidad de quien lo padece”; una afirmación que no sólo resulta antropológicamente inaceptable, sino también posible­mente contraria a la Constitución.
(8)La Exposición de motivos del Proyecto se refiere a la Constitución española, donde ésta reconoce va­rios derechos fundamentales como la dignidad (art. 10), la vida y la integridad física (art. 15) o la intimi­dad (art. 18. 1) e incluso la salud (art. 43), que, atendiendo a la sistemática constitucional, no es ya un derecho fundamental, sino un principio rector de la política social y económica.
APÉNDICE
Testamento vital
A mi familia, a mi médico, a mi sacerdote, a mi notario:
Si me llega el momento en que no pueda expresar mi voluntad acerca de los trata­mientos médicos que se me vayan a aplicar, deseo y pido que esta declaración sea considera­da como expresión formal de mi voluntad, asumida de forma consciente, responsable y libre, y que sea respetada como si se tratara de un testamento.
Considero que la vida en este mundo es un don y una bendición de Dios, pero no es el valor supremo y absoluto. Sé que la muerte es inevitable y pone fin a mi existencia terrena, pero creo que me abre el camino a la vida que no se acaba, junto a Dios.
Por ello, yo, el que suscribe, pido que si por mi enfermedad llegara a estar en situa­ción crítica irrecuperable, no se me mantenga en vida por medio de tratamientos despropor­cionados; que no se me aplique la eutanasia (ningún acto u omisión que por su naturaleza y en su intención me cause la muerte) y que se me administren los tratamientos adecuados pa­ra paliar los sufrimientos.
Pido igualmente ayuda para asumir cristiana y humanamente mi propia muerte. De­seo poder prepararme para este acontecimiento en paz, con la compañía de mis seres queri­dos y el consuelo de mi fe cristiana, también por medio de los sacramentos.
Suscribo esta declaración después de una madura reflexión. Y pido que los que tengáis que cuidarme respetéis mi voluntad. Designo para velar por el cumplimiento de esta voluntad, cuando yo mismo no pueda hacerlo, a............ Faculto a esta misma persona para que, en este supuesto, pueda tomar en mi nombre, las decisiones pertinentes. Para atenuaros cualquier posible sentimiento de culpa, he redactado y firmo esta declaración.
Nombre y apellidos: Firma: Lugar y fecha:

6/27/11

EL PAPA A LA ASOCIACIÓN SANTOS PEDRO Y PABLO



¡Queridos amigos de la Asociación Santos Pedro y Pablo!
¡Os saludo con alegría y con afecto! Estoy muy contento de encontrarme con vosotros mientras estáis reunidos en ocasión del 40º aniversario de la sociedad: una conmemoración feliz, que invita al agradecimiento, al Señor antes que nada, y al amado Siervo de Dios Pablo VI, que tanto ha hecho para renovar el ambiente Vaticano según las exigencias contemporáneas. Saludo en particular al Presidente, el doctor Calvino Gasparini, y le agradezco sus corteses palabras; saludo al Asistente espiritual, monseñor Joseph Murphy, a los demás responsables y a todos los socios, como también a los ex-asistentes, entre los que están el cardenal Coppa, que nos honra con su presencia, y el cardenal Bertone, que cuando era un joven sacerdote fue ayudante formador de la entonces Guardia Palatina. En el altar del Señor y la tumba de San Pedro, elevamos en este momento un especial recuerdo por todos los que, en estos 40 años, se han sucedido en la dirección de la Asociación y que con dedicación han sido parte de ella. A todos los que, de ellos, han dejado este mundo, que el Señor les dé la paz y la bienaventuranza de su Reino.
También en mi ánimo, al reunirme con vosotros, domina el sentimiento de reconocimiento, y está dirigido a vosotros, por el servicio que ofrecéis, sobre todo por el amor y el espíritu de fe con el que lo desarrolláis. Vosotros dedicáis parte de vuestro tiempo, armonizándolo con los compromisos de familia y sustrayéndolo, a menudo, de vuestro ocio, para venir al Vaticano y colaborar con el buen orden de las celebraciones. Además dais vida a numerosas iniciativas caritativas, en colaboración con las religiosas Hijas de la Caridad y con las Misioneras de la Caridad. Estos compromisos exigen una motivación profunda, que se renueva siempre, gracias a una intensa vida espiritual. Para ayudar a los demás a rezar, es necesario tener el corazón dirigido a Dios; para pedir el respeto a los lugares santos y a las cosas santas, es necesario que vosotros mismos tengáis el sentido cristiano de la sacralidad; para ayudar al prójimo con verdadero amor cristiano, tenemos que tener un ánimo humilde y una visión de fe. Vuestra actitud, a menudo sin palabras, constituye una indicación, un ejemplo, un reclamo, y como tal, también tiene un valor educativo.
Se presupone en todo esto vuestra formación personal; y deseo deciros que por esta, como por todo lo que hacéis, os estoy particularmente agradecido. La Asociación Santos Pedro y Pablo, como toda auténtica asociación eclesial, antes que nada, se propone la formación de sus miembros, nunca como sustitución o alternativa de las parroquias, sino de forma complementaria respecto a ellas. Por esto, me complace que forméis parte de vuestras comunidades parroquiales y que eduquéis a vuestros hijos en el sentido de la parroquia. Al mismo tiempo, me complace el hecho de que la Asociación sea, en su justa medida, exigente en el prever específicos periodos formativos para los que desean ser socios efectivos, y ofrezca regularmente momentos oportunos en apoyo de la perseverancia.
Un pensamiento particular dirijo a quienes, esta mañana, han pronunciado la solemne Promesa de fidelidad; espero que tengan siempre la alegría de sentirse discípulos de Cristo en la Iglesia, y les exhorto a que den un buen testimonio del Evangelio en todos los ámbitos de su vida. Siempre desde esta perspectiva, he apoyado, desde el principio, el proyecto de dar vida a un grupo juvenil. Saludo a los jóvenes con especial afecto, y les animo a seguir el ejemplo del Beato Pier Giorgio Frassati, amando a Dios con todo el corazón, gustando la belleza de la amistad cristiana y sirviendo a Cristo con gran discreción, en los hermanos más pobres.
Queridos amigos, os agradezco vuestros buenos deseos, y sobre todo, las oraciones en ocasión de mi 60º aniversario de Sacerdocio. El regalo que me habéis querido ofrecer, una bella casulla, me recuerda que soy, antes que nada, Sacerdote de Cristo, y me invita a acordarme de vosotros cuando celebro el Sacrificio redentor. ¡Gracias de corazón! Finalmente, quiero confiaros a todos a la Virgen María. Sé que en vuestra Asociación se venera con el título de Virgo Fidelis. ¡Hoy más que nunca se necesita la fidelidad! Vivimos en una sociedad que ha perdido este valor. Se exalta mucho el comportamiento de cambio, la “movilidad”, la “flexibilidad”, por motivos organizativos también legítimos. Pero ¡la calidad de una relación humana se ve en la fidelidad! La Sagrada Escritura nos muestra que Dios es fiel. Con su gracia y la ayuda de María, sed, por tanto, fieles a Cristo y a la Iglesia, preparados para soportar con humildad y paciencia el precio que comporta. Que la Virgo Fidelis os obtenga la paz en vuestras familias, ya que de ellas nacen auténticas vocaciones cristianas, al Matrimonio, al Sacerdocio y a la Vida consagrada. Por esto os aseguro un especial recuerdo en mi oración, mientras que de corazón os bendigo a todos vosotros y a vuestros seres queridos.

“LA EUCARISTÍA DA VIDA A LA IGLESIA”


El Papa ayer durante el rezo del Ángelus


¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy, en Italia y en otros países, se celebra el Corpus Domini, la fiesta de la Eucaristía, el Sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor, que Él instituyó en la Última Cena y que constituye el tesoro más precioso de la Iglesia. La Eucaristía es como el corazón latiente que da vida a todo el cuerpo místico de la Iglesia: un organismo social basado totalmente en el vínculo espiritual pero concreto con Cristo. Como afirma el apóstol Pablo: "Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan" (1Cor 10,17). Sin la Eucaristía, la Iglesia sencillamente no existiría. La Eucaristía es, de hecho, la que hace de una comunidad humana un misterio de comunión, capaz de llevar a Dios al mundo y el mundo a Dios. El Espíritu Santo, que transforma el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, transforma también a cuantos lo reciben con fe en miembros del cuerpo de Cristo, para que la Iglesia sea realmente sacramento de unidad de los hombres con Dios y entre ellos.
En una cultura cada vez más individualista, como lo es aquella en la que estamos inmersos en las sociedades occidentales, y que tiende a difundirse en todo el mundo, la Eucaristía constituye una especie de “antídoto", que actúa en las mentes y en los corazones de los creyentes y que siembra continuamente en ellos la lógica de la comunión, del servicio, del compartir, en resumen, la lógica del Evangelio. Los primeros cristianos, en Jerusalén, eran un signo evidente de este nuevo estilo de vida, porque vivían en fraternidad y ponían en común sus bienes, para que ninguno fuese indigente (cfr Hch 2,42-47). ¿De qué derivaba todo esto? De la Eucaristía, es decir, de Cristo resucitado, realmente presente en medio de sus discípulos y operante con la fuerza del Espíritu Santo. Y también las generaciones siguientes, a través de los siglos, la Iglesia, a pesard e sus límites y los errores humanos, ha seguido siendo en el mundo una fuerza de comunión. Pensemos especialmente en los periodos más difíciles, de prueba: ¡qué significó, por ejemplo, para los países sometidos a regímenes totalitarios, la posibilidad de encontrarse en la Misa Dominical! Como decían los antiguos mártires de Abitene: "Sine Dominico non possumus" – sin el “Dominicum", es decir, sin la Eucaristía dominical, no podemos vivir. Pero el vacío producido por la falsa libertad puede ser también muy peligroso, y entonces la comunión con el Cuerpo de Cristo es fármaco de la inteligencia y de la voluntad, para volver a encontrar el gusto de la verdad y del bien común.
Queridos amigos, invoquemos a la Virgen María, a quien mi Predecesor, el beato Juan Pablo II, definió "Mujer eucarística" (Ecclesia de Eucharistia, 53-58). Que en su escuela, también nuestra vida llegue a ser plenamente "eucarística", abierta a Dios y a los demás, capaz de transformar el mal en bien con la fuerza del amor, dirigida a favorecer la unidad, la comunión, la fraternidad.
Homilía del Prelado del Opus Dei en la fiesta de san Josemaría


    Queridos hermanos y hermanas:

      Hemos anticipado un día la celebración de la fiesta litúrgica de san Josemaría porque mañana, aniversario de su tránsito al Cielo, coincide este año con la fiesta del Corpus Christi. Esta circunstancia, sin embargo, nos puede ayudar a prepararnos mejor para una solemnidad tan grande. Nuestro Padre se disponía con mucho amor y seguía celebrándola también en las jornadas siguientes, durante la octava que entonces prescribía la liturgia, adorando a Jesús en el Santísimo Sacramento, agradeciendo que se haya quedado con nosotros bajo las especies eucarísticas, desagraviando por las ofensas que recibe y pidiendo por el Papa, por la Iglesia, por el mundo entero.

      Os invito a uniros a estos sentimientos que colmaban el alma de san Josemaría cuando estaba físicamente entre nosotros. Acudamos a su intercesión para que nos obtenga, de la Santísima Trinidad, la gracia de ser verdaderamente almas eucarísticas: mujeres y hombres que de verdad se empeñan por hacer de la Sagrada Eucaristía, jornada tras jornada, el centro de su trabajo, de sus aspiraciones y de su entera existencia.

      También me llena de gozo que hoy sea el aniversario de la primera ordenación sacerdotal de fieles del Opus Dei: mons. Álvaro del Portillo, don José María Hernández Garnica y don José Luis Múzquiz. De los tres se halla en curso la causa de canonización. Recurramos privadamente a estos tres primeros sacerdotes de la Obra para que intercedan por cada uno de nosotros.

Servir a la obra de la Redención

      Los textos litúrgicos de la Misa de san Josemaría resumen los puntos fundamentales del espíritu que, inspirado por Dios, comenzó a difundir desde el 2 de octubre de 1928. Los resume bien la oración colecta: «Proclamar la vocación universal a la santidad y al apostolado», como hijos de Dios, en medio del trabajo profesional y en las circunstancias de la vida ordinaria, para «servir con ardiente amor a la obra de la Redención», mediante una labor apostólica personal de amistad y de confidencia. Hoy quisiera detenerme en este último aspecto, considerando la escena de la pesca milagrosa que acabamos de escuchar.

Como los primeros

      En este pasaje del Evangelio, que narra la llamada al apostolado de los primeros discípulos de Jesucristo, se descubre el modelo ejemplar de la vocación apostólica de los fieles cristianos, a los que el Señor busca en medio de su profesión. En Camino, ya en los años de 1930, san Josemaría escribía:

      Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. —¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión?

      Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores... (San Josemaría, Camino, n. 799).

      Como el buen padre de familia de que habla Jesús (Cfr. Mt 13, 52), san Josemaría supo sacar nuevas luces de la Palabra de Dios, mostrando cómo aspirar a la santidad en la vida ordinaria, según pone de relieve Benedicto XVI en su exhortación apostólica Verbum Domini (Cfr. Exhort. apost. Verbum Domini, 30-IX-2010, n. 48). Al mismo tiempo, la predicación de san Josemaría se situaba en el surco abierto por los Padres de la Iglesia. Ya san Agustín, comentando esta escena evangélica, había afirmado que los Apóstoles «recibieron de Jesús las redes de la Palabra de Dios, las echaron en el mundo, como en un mar profundo, y recogieron ese gran número de cristianos que vemos con asombro» (San Agustín, Sermón 248, 2). San Cirilo de Alejandría añadía que «la red se sigue echando ahora, mientras Cristo llama a la conversión a aquellos que, según la palabra de la Escritura, se encuentran en medio del mar, es decir, de medio de las olas tempestuosas de las cosas del mundo» (San Cirilo de Alejandría, Comentario al evangelio de san Lucas, homilía 12). Ahora nos toca a nosotros proseguir esa pesca divina, obedeciendo al mandato de Jesús, bajo la guía de Pedro, que es el patrón de la barca. Los frutos, ahora como entonces, serán copiosos: recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían (Lc 5, 6).

Con la seguridad de la fe

      Quizá en ocasiones, como hacía notar nuestro Padre, nos podría venir a la cabeza la idea de que todo esto es muy hermoso, pero utópico, un sueño irrealizable; ¡está tan revuelto el mar del mundo en el que vivimos! Rechacemos inmediatamente este pensamiento, si alguna vez se presentara, y pidamos al Señor que nos aumente la fe, con la seguridad absoluta de que nuestras ilusiones se verán colmadas por las maravillas de Dios (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 159). La solemnidad de Pentecostés, que hemos celebrado hace dos semanas, nos muestra que para Dios no hay imposibles: Él llenará de frutos las redes si, de nuestra parte, utilizamos en primer lugar los medios sobrenaturales —la oración, la mortificación, el trabajo realizado con perfección humana y sobrenatural— y aprovechamos todas las ocasiones que se nos presenten, para acercar las almas a Dios.

      Fijémonos en la actitud de Simón Pedro. Tras la duda inicial —se había esforzado en la pesca durante toda la noche, sin lograr nada— se fía del Señor: sobre tu palabra echaré las redes (Lc 5, 5). Entonces se cumple el milagro. Benedicto XVI señala que «Pedro no podía imaginar entonces que un día llegaría a Roma y sería aquí "pescador de hombres" para el Señor. Acepta esa llamada sorprendente a dejarse implicar en esta gran aventura. Es generoso, reconoce sus limitaciones, pero cree en el que lo llama y sigue el sueño de su corazón. Dice sí, un sí valiente y generoso, y se convierte en discípulo de Jesús» (Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 17-V-2006).

      Lo mismo sucede con nosotros, si escuchamos al Señor y ponemos en práctica lo que nos dice, como parafrasea nuestro Padre: si me seguís, os haré pescadores de hombres; seréis eficaces y atraeréis las almas hacia Dios. Debemos confiar, por tanto, en esas palabras del Señor: meterse en la barca, empuñar los remos, izar las velas, y lanzarse a ese mar del mundo que Cristo nos entrega como herencia. Duc in altum et laxate retia vestra in capturam! (Lc 5, 4): bogad mar adentro, y echad vuestras redes para pescar (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 159).

      La conducta de san Pedro, que se fía de Jesús más que de su experiencia personal, constituye una preciosa enseñanza para todos. Porque «también nosotros tenemos deseos de Dios, también nosotros queremos ser generosos, pero también nosotros esperamos que Dios actúe con fuerza en el mundo y lo transforme inmediatamente según nuestras ideas» (Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 17-V-2006). Con estas palabras, Benedicto XVI pone en guardia ante lo único que verdaderamente podría conducir al fracaso más completo: depositar la confianza sólo o principalmente en las posibilidades o en los esfuerzos humanos, descuidando el recurso a los medios sobrenaturales. Sería un gravísimo error, porque el Señor habitualmente «elige el camino de la transformación de los corazones con el sufrimiento y la humildad. Y nosotros, como Pedro, debemos convertirnos siempre de nuevo» (Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 17-V-2006).

Reina de los Apóstoles

      San Josemaría nos impulsaba a acudir a la Santísima Virgen, Reina de los Apóstoles, para que las redes —es decir, nuestro trabajo profesional, nuestras iniciativas, personales o en colaboración con otros— se llenen de eficacia en el servicio de la Iglesia. Que Ella nos enseñe a vivir de fe; a perseverar con esperanza; a permanecer pegados a Jesucristo; a amarle de verdad, de verdad, de verdad; a recorrer y saborear nuestra aventura de Amor, que enamorados de Dios estamos; a dejar que Cristo entre en nuestra pobre barca, y tome posesión de nuestra alma como Dueño y Señor (San Josemaría, Amigos de Dios, n. 22).

Javier Echevarría

Roma, Basílica de san Eugenio