6/08/11

El Magnificat: una oración para tiempos nuevos

(Los obispos de Nicaragua  abordan en una carta pastoral la catequesis sobre la oración del Magnificat, y exhortan al pueblo a estar en oración.)


A nuestros sacerdotes, religiosos y religiosas, agentes de pastoral, pueblo católico, hermanos en la fe cristiana, nicaragüenses, hombres y mujeres de buena voluntad:

Orando con la virgen María

1. En nuestro mensaje de noviembre del año pasado invitamos a todo el pueblo católico a vivir este año 2011 como un “Año de oración por Nicaragua”, manifestando nuestra firme convicción de que “cuando oramos no invocamos soluciones mágicas, ni lo hacemos para sentirnos libres de compromisos y responsabilidades”, sino que lo hacemos sabiendo que orando “permitimos misteriosamente que la fuerza del Señor Resucitado fecunde y cambie la historia, nos hacemos eco de las aspiraciones de paz y justicia de todo nuestro pueblo y sobre todo tomamos conciencia de nuestra propia responsabilidad en el cambio social” (CEN, Mensaje 17.11.10).
2. Mientras nos encaminamos hacia un día de ayuno nacional por Nicaragua el 1 de julio, hemos invitado recientemente a implorar la intercesión de la Virgen por la situación del país, comprometiéndonos a rezar el Santo Rosario personalmente, en las familias y en las comunidades.
Al concluir el mes de mayo deseamos ahora también exhortar a todos a orar siguiendo el ejemplo de la Virgen María, quien al visitar a Isabel ora en un modo excepcional, abriendo su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza, en el cántico conocido como el Magnificat (Lc 1,46-55), “la oración por excelencia de María, el cántico de los tiempos mesiánicos, (…) la oración de toda la Iglesia en todos los tiempos” (Marialis Cultus, 18).Juan Pablo II decía que “las palabras del Magnificat son como el testamento espiritual de la Virgen Madre” (Homilía de la Asunción, 1999). Los que nos reconocemos sus hijos e hijas podemos acogerlas como herencia, para fortalecer nuestra fe y para nutrir nuestra propia oración. Con razón el Papa Benedicto XVI exhortaba en el 2007 en el Santuario de Nuestra Señora Aparecida: “Permanezcan en la escuela de María. Inspírense en sus enseñanzas”.
3. Les ofrecemos esta reflexión bíblica sobre el Magnificat, con la esperanza de que iluminados por la oración de la Virgen María, podamos alabar al Señor por todo lo bueno que de Él hemos recibido personalmente y como nación, pongamos toda nuestra confianza en la misericordia de Dios y asumamos nuestra vida y la realidad de nuestro país con esperanza. Les exhortamos a orar y meditar a la luz de esta bella oración de la Virgen, quien “en el Magnificat se manifiesta como modelo para quienes no aceptan pasivamente las circunstancias de la vida personal y social, ni son víctimas de la alienación” (Puebla, 297).

La oración de los pobres

4. El Magnificat, que es como “el espejo del alma de María” (Puebla, 297), es la oración de los pobres auténticos del pueblo de Israel, es decir, “los fieles que se reconocían pobres no solo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón, rechazando la tentación del orgullo y del miedo, abiertos a la irrupción de la gracia divina salvadora” (Benedicto XVI, Audiencia General, 15.02.06).
Orando con la Virgen María aprendemos a dejar a Dios hacer grandes cosas en nuestra vida y a interpretar los acontecimientos de la historia con fe, para que nazcan en nosotros, como en María, la bendición y la alabanza como proclamación de la grandeza y la bondad de Dios.

Proclama mi alma la grandeza del señor

5. La oración de la Virgen comienza con estas palabras: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la pequeñez de su sierva” (Lc 1,46-48 a). María sabe alabar y agradecer a Dios pues se ha visto envuelta en su ternura e inundada de su gracia. El motivo último de su oración es la celebración de la manifestación del amor de Dios en su vida.
Dios ha mirado su “pequeñez”, reconociendo en ella los rasgos mejores de su pueblo: disponibilidad total y humilde obediencia a la voluntad divina. Lo primero que María nos enseña es algo tan sencillo como dejarnos mirar por Dios, sentirnos acogidos y envueltos en su ternura, en su perdón, en su amor incondicional. “Este es el sentimiento de fe primero e indispensable; el sentimiento que da seguridad a la criatura humana y la libra del miedo, aun en medio de las tormentas de la historia” (Benedicto XVI, Audiencia General, 15.02.06).
¡Descubrámonos amados por Dios como María! En Nicaragua, cada uno personalmente y todos como comunidad nacional, superemos los miedos, la indiferencia egoísta y la autosuficiencia de quien se apoya en sí mismo. Reconozcamos con gratitud que lo mejor de nuestra vida y las muchas riquezas de la cultura y de la historia de nuestra patria han sido un don gratuito de Dios, que siempre llena de bendiciones a quienes se abren a su gracia con libertad y responsabilidad.
Todas las generaciones me llamarán bienaventurada
6. María continúa su oración diciendo: “Desde ahora, todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí. Su nombre es Santo y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen” (vv. 48b-50).
El Magnificat es el prólogo de las Bienaventuranzas proclamadas por Jesús, que las celebramos y proclamamos realizadas en la Virgen de Nazaret. Ella nos enseña que la felicidad anunciada en el Evangelio no se basa en la avidez y la posesión de bienes materiales, ni en los goces pasajeros que nos engañan y deshumanizan, ni en la ambición desmedida de poder sobre los demás a toda costa. Como lo reconoció Isabel, María es dichosa por haber creído (Lc 1,45).
De la Virgen aprendemos qué es la fe y en qué consiste la verdadera felicidad. María es dichosa porque ha acogido la Palabra del Señor y ha dejado que el Espíritu Santo fuera el protagonista de su vida. Acogiendo la gracia divina llegó a ser la Madre del Señor, y viviendo continuamente abierta a la voluntad del Padre revelada en su Hijo Jesús, aún en medio de la oscuridad de la fe y el dolor (Lc 2,34-35; 2,4-52; Jn 19,25-27), se convirtió en “la discípula más perfecta del Señor” (Aparecida, 266). Que Ella nos enseñe a buscar la verdadera felicidad en Dios para que todos construyamos una sociedad fundada no en la engañosa ilusión de privilegios y riquezas, sino en la aceptación de la voluntad de Dios a través del amor a la verdad, la integridad moral y la práctica de la justicia.
7. En el Magnificat la Virgen María aparece libre de la ansiedad y la inquietud que nacen del egoísmo, del orgullo y de la búsqueda de los propios intereses. Se presenta más bien con la serenidad profunda de quien se sabe acogida y bendecida por el amor de un Dios que colma todos sus deseos. En María vemos lo que acontece cuando alguien permite que Dios intervenga en la propia vida y le cede el protagonismo de la propia existencia. Ella nos muestra hasta dónde puede llegar la acción misericordiosa de Dios, que siempre está llamando a la puerta de nuestro corazón y de nuestra sociedad para colmarnos de vida y de felicidad.
8. La Virgen María sabe que su historia personal se inserta en la historia de la salvación. A partir de su propia experiencia proclama el estilo con el que Dios actúa siempre en la historia sobre todo cuando envió al mundo a su Hijo Jesucristo: “Su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen”. Como creyentes debemos vivir con serenidad y esperanza, sabiendo que nuestra vida y la historia de nuestra patria, “de generación en generación”, se verán bendecidas por la fidelidad amorosa de Dios. Su perdón infinito y su providencia cotidiana nos protegerán y auxiliarán en todo momento, siempre que nos esforcemos por discernir su voluntad y seguir sus caminos.

Una mirada a la historia

9. Desde su experiencia personal de la gracia divina, María mira en derredor y contempla la historia. Habiendo mirado a Dios, ahora mira en la misma dirección que Él está mirando. Ve la historia más allá de las apariencias y ve cuál es el fondo de la realidad, descubriendo quiénes para Dios están arriba y quiénes abajo, quiénes están llenos y quiénes vacíos, quiénes cerca y quiénes lejos: “Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos” (vv. 51-53).
“Al ir más allá de las apariencias, ve con los ojos de la fe la obra de Dios en la historia (…), su Magnificat, a distancia de siglos y milenios, sigue siendo la más auténtica y profunda interpretación de la historia, mientras que las lecturas hechas por tantos sabios de este mundo han sido desmentidas por los hechos a lo largo de los siglos” (Benedicto XVI, Rezo del Rosario, San Pedro 31.05.08).
10. La Madre del Señor mira desde la fe los acontecimientos de la historia con talante profético. No es indiferente frente a los problemas de su pueblo. Alaba a Dios por su misericordia, proclama la bendición de los pobres y humildes y denuncia la vaciedad y el engaño en que viven los ricos y poderosos. María, en efecto, “aún habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo” (Marialis Cultus, 37). De ella debemos aprender que es exigencia de nuestra fe conocer y comprender la realidad social y política del país, comprometernos en transformarla sabiendo que Dios se inclina siempre a favor de los pobres y denunciar con valentía todo aquello que se oponga a los valores evangélicos de la justicia, la verdad y la fraternidad.
11. En la mirada profética de la Virgen María se anticipa lo que Jesús proclamará en el Evangelio. Por eso Ella ve a los hambrientos ya saciados, a los humildes y abatidos exaltados y a los ricos y poderosos despedidos con las manos vacías. Los soberbios de corazón, los arrogantes y orgullosos que buscan sus intereses y exigen que se rinda culto a su personalidad (Rom 1,30; 2 Tim 3,2; St 4,6; 1 Pe 5,5), se pierden y se dispersan por autodivinizarse, siguiendo sus caminos y no los de Dios.
Los poderosos que ejercitan el dominio en modo despótico y autoritario consolidándose en modo prepotente y tiránico sobre los demás (Lc 22,25), actúan como si Dios no existiera y por eso Dios mismo los destrona y derriba. “Los tronos de los poderosos de este mundo son todos provisionales, mientras el trono de Dios es la única roca que no cambia y no cae” (Benedicto XVI, Rezo del Rosario, San Pedro 31.05.08). Los ricos que acumulan riquezas desmedidamente y hacen de los bienes materiales un ídolo mientras los humildes de la tierra viven en la miseria, son personas vacías que se deshumanizan a sí mismos y ponen un obstáculo insalvable para entrar en el Reino de Dios (Lc 16,19-31; 18,18-23).
12. Los discípulos de Jesús debemos aprender a corregir continuamente nuestra percepción de la realidad del mundo. A imitación de la Virgen María, tenemos que esforzarnos por ver y comprender siempre a las personas, las relaciones sociales y los procesos políticos desde la perspectiva de Dios y de su voluntad.
Como María, también nosotros descubramos y alabemos la santidad misericordiosa de Dios, que “enaltece a los humildes y a los hambrientos los colma de bienes”, esforzándonos por construir una sociedad en la que prevalezca “la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y humildes” (Redemptoris Mater, 37). A los pobres hay que respetarlos en su dignidad: debemos comprometernos en su promoción humana integral más allá del puro asistencialismo económico y hacer que sean sujetos de su propia historia.

Dios se acuerda de su misericordia

13. El cántico de la Virgen termina con estas palabras: “Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia -como lo había prometido a nuestros padres -en favor de Abraham y su descendencia por siempre” (vv. 54-55). Israel, el pueblo de la Antigua Alianza, es invitado a confiar en Dios que “se acuerda” siempre de su misericordia, pues es fiel a las promesas hechas a Abraham, que se han cumplido plenamente en Jesucristo y de las cuales los cristianos somos herederos (cf. Gal 3,22). La Santísima Virgen nos invita a reconocer serenamente los problemas y las preocupaciones, sin pesimismo ni pasividad, abandonándonos con confianza y responsabilidad en la misericordia de Dios, quien nos perdona indefinidamente, nos cuida con su providencia más que a los lirios del campo y a las aves del cielo (cf. Mt 6,26-30) y nos libera continuamente de toda forma de mal.
Conclusión
14. El Magnificat de la Virgen María es un canto de fe y de alabanza que ilumina la historia y nos muestra su verdadero sentido. Oremos también nosotros como María para ser como ella, hombres y mujeres contemplativos, capaces de ver con mirada de fe la realidad y de comprometernos con el Reino de Dios, que “a menudo está oculto bajo el terreno opaco de las vicisitudes humanas, en las que triunfan los soberbios, los poderosos y los ricos”, pero seguros de que “su fuerza secreta se revela al final, para mostrar quiénes son los verdaderos predilectos de Dios: los que le temen, fieles a su palabra, los humildes, los que tienen hambre, Israel su siervo, la comunidad del pueblo de Dios que, como María, está formada por los que son pobres y sencillos de corazón” (Benedicto XVI, Audiencia General, 15.02.06).
15. Iluminados interiormente por el Espíritu Santo en la oración y guiados por la Palabra de Cristo, descubrámonos siempre amados por Dios, vivamos con alegría y esperanza y colaboremos con sabiduría para construir un país más humano y desarrollado, más justo y pacífico. Que María, la Madre del Señor, sierva de la Palabra y creyente modelo, nos ayude a seguir a Cristo, su Hijo, a confiar y a esperar en Él.
Finalmente les exhortamos a dirigir con renovado amor a la Virgen Inmaculada, las palabras que con tanta fe cantamos los nicaragüenses en las fiestas de la Purísima: “¡Escuchad, oh tierna Madre, de tus hijos el clamor. Te pedimos, nos protejas, con tu manto, con tu manto salvador. Pobre el hombre, que no alcanza tu divina protección y tu nombre no ha grabado en su pobre, en su pobre corazón!”