6/07/11

Esperanza del cielo y vida mística



Me parece indudable que la tensión hacia el más allá, y sobre todo hacia la unión plena de amor con Dios en el Cielo, es parte fundamental del proceso espiritual de toda vida santa

Entre las muchas cuestiones teológicas interesantes que plantea el estudio de la naturaleza de la mística cristiana, siempre ha suscitado interés su relación con la futura vida en el cielo, y en particular las semejanzas y divergencias entre la «visión» contemplativa propia de la mística y la «visión beatífica». Más en concreto todavía, muchos autores se han planteado la posibilidad de una cierta visión beatífica o participación en ella aquí en la tierra; y se han estudiado los casos bíblicos de Moisés y San Pablo como ejemplos paradigmáticos de esa posibilidad.
      Mi intención en esta comunicación no es abundar directamente en esa cuestión clásica. Más aún, personalmente, planteada en esos términos, me parece demasiado teórica, poco práctica y bastante alejada de la experiencia real que nos transmiten los santos y maestros espirituales más influyentes..., y por eso mismo, un tema marginal respecto a los elementos de reflexión que considero más decisivos en el ámbito de la Teología espiritual.
      Sin embargo, sí me parece indudable que la tensión hacia el más allá, y sobre todo hacia la unión plena de amor con Dios en el Cielo, es parte fundamental del proceso espiritual de toda vida santa, y aparece fuertemente acentuada en las etapas más propiamente místicas de ese proceso, tal como nos lo presentan los principales maestros de la vida interior. Sobre esa «tensión amorosa» entre esta vida y la otra es sobre lo que quiero reflexionar un poco en estas líneas.
      Ante todo, conviene aclarar que utilizo aquí el concepto de mística en el sentido amplio pero a la vez profundo que es el más común hoy en día entre los tratadistas: el que se recoge, por ejemplo, en el n. 2014 del Catecismo de la Iglesia Católica. De acuerdo con ese concepto, considero, por tanto, que toda santidad es mística; aunque sus manifestaciones y expresiones pueden ser muy diversas, hay una serie de rasgos claramente comunes a todas ellas, que constituyen lo más esencial y universal de la mística y la contemplación cristianas. Lo que aquí diré está buscado y extraído justamente de esos elementos que me parecen más comunes. No es, por tanto, fruto del estudio específico de un determinado santo o autor; sino inducido de una reflexión global y comparativa de un buen número de ellos, buscando justamente lo más común y universal.
      Entrando ya en materia, conviene recordar que la mística se caracteriza, entre otras cosas, por su inefabilidad. De ahí, en particular, las frecuentes manifestaciones paradójicas que se dan en la experiencia de los santos, y cómo esas paradojas se trasladan a la expresión oral y escrita. Así ocurre de forma llamativa en el tema que nos ocupa.
      En efecto, por una parte, la experiencia mística presenta muchos rasgos propios de lo que se puede llamar una antesala del Cielo, y así lo sienten y manifiestan con frecuencia los santos; pero, al mismo tiempo, y a mi entender con mucha más fuerza e insistencia, captan y expresan el abismo que todavía les separa de la plenitud de la posesión de Dios. Esto lleva a un notable crecimiento, sobre todo, de su esperanza del Cielo, tanto en su aspecto de deseo de Dios, como en el de confianza y abandono en Él.
      Desmenucemos estas ideas. La relativa cercanía entre experiencia mística y vida en el Cielo se aprecia sobre todo, a mi entender, en los siguientes rasgos característicos:
      — La intensidad de la relación de amor entre el alma y Dios, que parece acercarse mucho a lo que sabemos sobre el Cielo como encuentro personal pleno de amor con Dios, provocando así un aumento considerable del deseo de alcanzar esa plenitud, ese verdadero y definitivo amor.
      — La particular intimidad contemplativa con la Santísima Trinidad y con Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, justamente en lo que es más propio del misterio divino en sí mismo, con toda su riqueza, haciendo así anhelar aún más al alma la penetración definitiva en esos misterios propia del Cielo, a la vez que intuye mejor la maravilla que eso supondrá para la inteligencia y el corazón humano.
      — La intensificación de la divinización o transformación en Dios propia de la vida sobrenatural, que acerca a la definitiva y plena posesión de Dios y deificación en la vida eterna.
      — El intenso gozo y el deleite íntimo, acompañados de una gran paz, característicos de toda verdadera experiencia mística y muy cercanos también al descanso y felicidad eternos. Conviene observar en este punto, que no nos referimos a un gozo que incluya necesariamente lo sensible; más aún: es frecuente que en el plano sensible, e incluso en el psicológico, ocurra todo lo contrario: una dura experiencia de cruz, que lleva entonces a la persona santa, precisamente, a desear más el verdadero y definitivo cielo; pero sí se trata de un verdadero gozo interior, espiritual, sobrenatural, que resulta más apreciable quizá, precisamente por contraste con la experiencia del dolor que puede acompañarlo.
      — De acuerdo con lo anterior, forma parte de esa cercanía-lejanía con el Cielo también la experiencia de la Cruz (no cualquier dolor, sino el vivido en identificación con Jesucristo en su Pasión y Muerte), con toda su fuerza paradójica: esa experiencia deja clara la distancia con el Cielo, pues allí no hay sufrimiento de ningún tipo; pero habla, a la vez, de su cercanía, porque el alma capta con mucha más hondura y convencimiento que la Cruz lleva a la Resurrección, de que es camino seguro para el Cielo: una garantía de estar avanzando en el itinerario más directo; e incluso de que más cerca se está de la meta cuanto más dolorosa es la Cruz.
      Desde esta perspectiva, el anhelo del cielo ofrece otra paradoja: desear la vida eterna significa desear que desaparezca toda forma de dolor, impropia del definitivo encuentro amoroso con Dios, pero al mismo tiempo se sigue deseando la Cruz en esta vida, para asegurarse una participación aún mayor en el Amor divino y la felicidad que entraña. Es decir, no es un deseo del dolor por el dolor, sino del encuentro con Jesús en la Cruz. Detrás del deseo de la Cruz y del deseo de Cielo se halla pues el mismo objeto: el deseo de Dios. Esto es lo que oculta la aparente paradoja.
      — El considerable aumento del celo por las cosas de Dios, que lleva a otra paradoja dentro de la paradoja principal: la tensión entre el deseo del encuentro definitivo con Dios, que implica dejar esta vida y este mundo, y el de seguir viviendo aquí para trabajar más por Él en esta tierra. De todas formas, en la vida de las personas santas, llega un momento en que vence claramente el primer deseo —el del cielo—, pues el alma santa que se aproxima a la muerte se hace cada vez más consciente de que el Cielo no le va a alejar de las ocupaciones apostólicas de esta tierra, sino que le va a permitir hacer todavía más por los que seguimos aquí, y con más eficacia.
      Aunque se sale del tema central que nos ocupa, aprovecho para subrayar que este convencimiento de los santos contradice la falsa imagen de un cielo estático y monótono, que algunos presentan. Como también la contradice la relación personal de amor con Dios, que, como toda verdadera relación amorosa, está llena de actividad e iniciativa: más aún cuando el Amante y el Amado es el Acto Puro...
      Conviene insistir en que todos estos elementos de cercanía con la realidad del Cielo, presentes en la verdadera mística cristiana, tienden a provocar en el alma santa la clara impresión de que el Cielo como tal, la unión definitiva con Dios, la plenitud del amor, el gozo verdadero y eterno, es mucho más maravilloso y grandioso de lo que antes pensaban, y por eso mismo, mucho más lejano a esta vida en general, e incluso a la misma experiencia mística en cuanto tal, por muy elevada que ésta sea.
      De ese atisbar lo que Dios tiene preparado para los que le aman y sentir, a la vez, la enorme distancia a la que uno se encuentra todavía, brota también un profundo sentimiento de humildad y pequeñez ante tanta maravilla; pero, como es propio de la verdadera humildad de los santos, nunca ese sentimiento va acompañado de ningún signo de desesperanza, ni tampoco de ningún tipo de desaliento o desánimo, ni siquiera de resignada espera y añoranza.
      Al contrario, lo que brota con más fuerza de esa experiencia, sin contradecir la humildad —más aún, apoyado en ella—, es un deseo impetuoso, audaz, impaciente,..., incluso «violento» y «descarado», de búsqueda afanosa y decidida del encuentro definitivo con la Persona amada.
      Un deseo que crece y se manifiesta de esa forma tan impetuosa y decidida, precisamente porque los atisbos de la grandeza divina y de las maravillas de su amor, propios de la mística, dan al alma una mayor seguridad y confianza en Dios mismo, en que Dios quiere eso para ella, en que lo tiene ya preparado y dispuesto. Más aún, al alma santa le parece haber llegado ya el momento de dar el salto definitivo, aunque —nueva paradoja— el salto les parezca más alto que nunca (Dios aparece más grande y maravilloso) pero también más asequible que nunca (Dios se presenta como más poderoso y misericordioso).
      Todo esto es muy coherente con la naturaleza teológica de la virtud teologal de la esperanza cristiana. Al hablar de ella, en efecto, se suele distinguir un doble acto propio: el deseo y la confianza. El deseo muestra su carácter afectivo y su relación con el amor, con la caridad, como incoación de la misma e impulsora de su actividad propia. La confianza, por su parte, nos habla de cómo la esperanza se apoya en el conocimiento y la firmeza que proporciona la fe.
      Ha habido incluso, en la historia de la teología, un importante e interesante debate sobre cuál de esos dos elementos predomina, es más propio o decisivo en la naturaleza de la esperanza y en su ejercicio. La postura que me parece más acertada es la que habla de un equilibrio entre ambos aspectos, encontrando así el lugar propio de la esperanza y su importancia en el conjunto armónico formado por las tres virtudes teologales, que mutuamente se necesitan, complementan y enriquecen.
      Efectivamente, un acento excesivo en el deseo puede llevar a reducir la esperanza a una simple componente de la caridad; un desequilibrio inclinado hacia la confianza lleva a reducir la esperanza a la misma fe o a transformarla en una simple consecuencia suya (tentación en la que cayó, en particular, el luteranismo clásico, con su concepto de «fe fiducial», que hace prácticamente inútil la existencia y necesidad de la esperanza).
      De hecho, me parece que esta segunda tentación está muy presente en la consideración actual de la esperanza. Es decir, al hablar de la esperanza, hoy se tiende a pensar en ella más como confianza que como deseo, y con frecuencia no se sabe distinguir de la fe. Por contra, los aspectos de la experiencia mística que venimos comentando me parece que ayudan a darle toda su importancia a la esperanza como deseo, y a recuperar así el verdadero sentido de esta virtud y su decisivo papel en la vida espiritual.
      Lógicamente, la mística, en cuanto reflejo de un fuerte crecimiento en la santidad, incluye, como parte importante, un crecimiento en la virtud teologal de la esperanza, y consiguientemente un crecimiento tanto del deseo como de la confianza; pero también —y esto me parece muy importante— del equilibrio y armonía entre los dos.
      En efecto, en los rasgos de la vida mística que estamos subrayando, deseo y confianza parecen confundirse entre sí, al mismo tiempo que los dos se incrementan considerablemente en lo que tienen de propio y característico. Quizá esté ahí precisamente el meollo de la paradoja o paradojas a que hemos aludido. Veámoslo con un poco más de detalle
      La experiencia contemplativa de los misterios divinos, característica de la mística, supone una impresionante profundización en la fe, y por tanto en los cimientos en que se apoya la esperanza en cuanto confianza. La confianza así acrecentada se transforma en «casi» total seguridad..., porque siempre hay un «casi»: más aún, ese «casi» es el que suele distinguir la verdadera mística cristiana de las tendencias y tentaciones quietistas (estas confunden, justamente, confianza con seguridad total: una seguridad que es impropia de la condición de viador). Ese «casi» provoca en el verdadero místico unos característicos acentos de humildad, manifestada incluso en una inquietud, un cierto temor a perder tan gran tesoro (elementos que desaparecen, en cambio, en el quietismo). Esto se aprecia, en particular, en la contrición por los pecados: muy intensa y reiterada en la verdadera mística cristiana; prácticamente inexistente en las distintas formas de quietismo.
      Una confianza tan firme y segura relanza entonces, y de forma espectacular, el deseo; o mejor: ella misma se hace deseo, en la medida en que el objeto se presenta tan al alcance de la mano.
      Pero se da también, al mismo tiempo, el proceso inverso —por llamarlo de alguna forma, dentro de la pobreza de nuestro lenguaje y nuestros conceptos—; poner solamente la confianza como fundamento y el deseo como consecuencia me parece que empobrece la experiencia mística: no recoge ni explica suficientemente la fuerza, el calor, el colorido que tienen las expresiones esperanzadas de los santos cuando hablan del Cielo.
      En efecto, la fuerza atractiva del amor divino, sentida de forma particularmente intensa, íntima y abarcante en la experiencia mística, enciende considerablemente el deseo; y al hacerse tan audaz e impetuoso, el deseo se trasforma en confianza, precisamente porque arriesga más, mucho más; y lo característico de la seguridad que proporciona la fe, frente a las seguridades empíricas, racionales, etc., es justamente ese riesgo: sólo el riesgo que asume un intenso deseo audaz es propio de la confianza absoluta en el otro, en Dios, prescindiendo de otras seguridades, en las que, en cambio, tendemos a apoyarnos los que no tenemos suficiente esperanza, porque, en el fondo, al no fiarnos suficientemente de Dios, lo intentamos «completar» con otros apoyos.
      La verdadera confianza está muy bien reflejada en el famoso «sólo Dios basta» teresiano, y sólo el amor y el deseo «locos» de los místicos, que les deja como «ciegos» para todo lo que no es Dios mismo, permite dejar de verdad a un lado todos los apoyos que no son Dios o no provienen de Él.
      Dicho de otra forma, como sucede en muchos otros aspectos de la vida espiritual, parece que una simple lucha «contra» —en este caso, contra falsas seguridades que no son divinas— no basta para afianzar la esperanza: es necesario ese «salto en el vacío» característico de la mística, ese «anhelo loco», provocado por el enorme atractivo y fuerza del amor divino, para que el «sólo Dios basta» se haga realidad.
      Deseo y confianza intensos y particularmente armonizados, pues, como manifestaciones de una gran esperanza. Pero notemos aquí otro matiz de la misma paradoja: precisamente porque espero más y con más firme fundamento, estoy más cerca de...; pero si espero más, resulta aún más claro que no tengo, que no poseo, que no he llegado...; y es como si se abriera una nueva espiral, una nueva tensión hacia esa felicidad cada vez más cercana, más apetecible, pero que, por lo mismo, parece escaparse de entre las manos cuando ya casi la tenía asida...
      En todo lo dicho subyace además otra idea que me parece decisiva, tanto para la comprensión de la vida espiritual como para la comprensión del Cielo, en la medida en que esto es posible aquí: el encuentro personal de amor con Dios propio de la mística subraya especialmente que el foco de esa experiencia no está en la felicidad personal que se alcanza (aunque sea maravillosa y muy deseable para el alma), sino en Dios mismo: es a Él a quien, ante todo, el alma busca y encuentra (y ahí radica, justamente, la verdadera felicidad); es a Él a quien anhela cada vez más y más, y por tanto, lo que se busca ver y gozar en el cielo es a Él, único posible Bien capaz de hacer completamente feliz a la criatura.
      De ahí, las expresiones de algunos santos, un tanto desconcertantes y a veces mal interpretadas, sobre un supuesto sacrificio de la propia felicidad, a costa de no perderle a Él mismo: saben que es un imposible —y lo dicen; tenerle a Él es tener la felicidad—, pero así queda mucho más claro que la esencia de la esperanza —y por tanto, la esencia del Cielo— es ese encuentro personal con Dios, no la satisfacción de las propias ansias de felicidad.
      Más aún, me parece que no es posible esa satisfacción, si no se pasa antes justamente por esa especie de renuncia personal a la misma; aunque, más que renuncia, ese acto consiste en colocarla en su auténtica dimensión: la del verdadero amor, que busca ante todo a la persona amada, y en ella se encuentra también plenamente amada.
      Todo ello no es más que la respuesta lógica a la forma en que Dios ama y ha manifestado su amor por cada uno de nosotros: con una entrega y anonadamiento sin límites, de forma completamente desinteresada, y tomando totalmente la iniciativa del Amor... 
      Podríamos multiplicar las citas para ilustrar estas ideas. Me permito reproducir simplemente algunos textos significativos, y por lo demás bien conocidos, que hablan por sí solos:
    «Por lo que a mí toca, escribo a todas las iglesias, y a todas les encarezco que yo estoy pronto a morir de buena gana por Dios, con tal que vosotros no me lo impidáis. Yo os lo suplico: no mostréis para conmigo una benevolencia inoportuna. Permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo (...)

    Perdonadme: yo sé lo que me conviene. Ahora empiezo a ser discípulo. Que ninguna cosa, visible o invisible, se me oponga por envidia a que yo alcance a Jesucristo. Fuego y cruz, y manadas de fieras, quebrantamiento de mis huesos, descoyuntamiento de miembros, trituración de todo mi cuerpo, tormentos atroces del diablo vengan sobre mí, a condición tan sólo de que yo alcance a Jesucristo.
    
    De nada me aprovecharían los confines del mundo ni los reinos todos de este siglo. Para mí, mejor es morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra. A Aquel quiero que murió por nosotros. A Aquel quiero que por nosotros resucitó. Mi partida es ya inminente. Perdonadme, hermanos: no me impidáis vivir. No os empeñéis en que yo muera. No entreguéis al mundo a quien no anhela sino ser de Dios. No me tratéis de engañar con lo terreno. Dejadme contemplar la luz pura. Llegado allí, seré de verdad hombre. Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios. Si alguno le tiene dentro de sí, que comprenda lo que yo quiero y, si sabe lo que a mí me apremia, que haya lástima de mí (...)
    
    En bien pocas líneas cifro mi súplica: creedme. Jesucristo —que es la boca infalible por la que el Padre nos ha hablado verdaderamente— os hará ver con cuánta sinceridad os escribo todo esto. Rogad por mí para que llegue a la meta. No os he escrito según la carne, sino según la mente y el sentir de Dios. Si sufriere el martirio, me habéis amado; si fuere rechazado, me habéis aborrecido».

   «Cuando me pienso aliviar
de verte en el Sacramento
háceme más sentimiento
el no te poder gozar;
todo es para más penar,
por no verte como quiero,
y muero porque no muero.

   Y si me gozo, Señor,
con esperanza de verte,
en ver que puedo perderte
se me dobla mi dolor;
viviendo en tanto pavor
y esperando como espero,
muérome porque no muero».

   «Tras de un amoroso lance,
y no de esperanza falto,
volé tan altotan alto,
que le di a la caza alcance.

   Para que yo alcance diese
a aqueste lance divino,
tanto volar me convino
que de vista me perdiese;
y, con todo, en este trance
en el vuelo quedé falto;
mas el amor fue tan alto,
que le di a la caza alcance.

   Cuanto más alto subía
deslumbróseme la vista,
y la más fuerte conquista
en oscuro se hacía;
mas, por ser de amor el lance,
di un ciego y oscuro salto,
y fui tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance.

   Cuanto más alto llegaba
de este lance tan subido,
tanto más bajo y rendido
y abatido me hallaba;
dije: ¡No habrá quien alcance!;
y abatíme tanto, tanto,
que fui tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance.

   Por una extraña manera
mil vuelos pasé de un vuelo,
porque esperanza del cielo
tanto alcanza cuanto espera;
esperé solo este lance,
y en esperar no fui falto,
pues fui tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance».


   «En la cruz está la vida
y el consuelo,
y ella sola es el camino
para el cielo.

   En la cruz está el Señor
de cielo y tierra
y el gozar de mucha paz,
aunque haya guerra,
todos los males destierra
en este suelo,
y ella sola es el camino
para el cielo».

    «Me he formado del cielo una idea tan elevada, que a veces me pregunto cómo se las arreglará Dios, después de mi muerte, para sorprenderme. Mi esperanza es tan grande y es para mí motivo de tanta alegría —no por el sentimiento, sino por la fe—, que necesitaré algo que supere todo pensamiento para saciarme plenamente. Preferiría vivir en eterna esperanza a sentirme decepcionada.

    En fin, pienso ya desde ahora que, si no me siento suficientemente sorprendida, aparentaré estarlo por darle gusto a Dios. No habrá peligro alguno de que le haga ver mi decepción; sabré ingeniármelas para que él no se dé cuenta. Por lo demás, me las arreglaré siempre para ser feliz. Para lograrlo, tengo mis pequeños trucos, que tú ya conoces y que son infalibles... Además, con sólo ver feliz a Dios me bastará para sentirme yo plenamente feliz».

    «Bebamos hasta la última gota del cáliz del dolor en la pobre vida presente. —¿Qué importa padecer diez años, veinte, cincuenta..., si luego es cielo para siempre, para siempre..., para siempre?

    —Y, sobre todo, —mejor que la razón apuntada, “propter retributionem”—, ¿qué importa padecer, si se padece por consolar, por dar gusto a Dios nuestro Señor, con espíritu de reparación, unido a Él en su Cruz, en una palabra: si se padece por Amor?...».

    «En la hora de la tentación, ejercita la virtud de la Esperanza, diciendo: para descansar y gozar, una eternidad me aguarda; ahora, lleno de Fe, a ganar con el trabajo, el descanso; y, con el dolor, el goce... ¿Qué será el Amor, en el Cielo?

    Mejor aún, ejercita el Amor, reaccionando así: quiero dar gusto a mi Dios, a mi Amado, cumpliendo su Voluntad en todo..., como si no hubiera premio ni castigo: solamente por agradarle».

    «¡Cómo amaba la Voluntad de Dios aquella enferma a la que atendí espiritualmente!: veía en la enfermedad, larga, penosa y múltiple (no tenía nada sano), la bendición y las predilecciones de Jesús: y, aunque afirmaba en su humildad que merecía castigo, el terrible dolor que en todo su organismo sentía no era un castigo, era una misericordia.

    —Hablamos de la muerte. Y del Cielo. Y de lo que había de decir a Jesús y a Nuestra Señora... Y de cómo desde allí “trabajaría” más que aquí... Quería morir cuando Dios quisiera..., pero —exclamaba, llena de gozo— ¡ay, si fuera hoy mismo! Contemplaba la muerte con la alegría de quien sabe que, al morir, se va con su Padre».