6/28/11

CELIBATO: UN ÚNICO AMOR


Monseñor Giuseppe Versaldi

La vocación al celibato por el reino de los cielos y la llamada al matrimonio se perciben a menudo, si no en oposición, al menos como de difícil armonización. De hecho, por una parte, la renuncia del célibe al amor conyugal se ve como una renuncia al amor en general y, por otra, la decisión de unirse en matrimonio a veces se presenta como una disminución de la pureza del amor. San Pablo, en su carta a los cristianos de Éfeso, usa una expresión que ofrece una visión resolutiva de la aparente antinomia entre amor virginal y amor esponsal. Hablando del deber del amor mutuo entre marido y mujer, el Apóstol exalta la vocación originaria del hombre a dejar a su padre y a su madre para unirse a su mujer de forma que «los dos sean una sola carne»  (cf. Gn 2, 24), pero añade enseguida: «Es este un gran misterio, y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5, 32). Este repentino cambio de los términos de comparación revela una nueva perspectiva: ciertamente se reafirma en su plenitud la grandeza del amor conyugal, pero se pone en relación de dependencia con el amor de Cristo a la Iglesia. 
Aquí surgen algunos interrogantes recurrentes también con respecto al magisterio de la Iglesia: «¿Cómo puede Cristo célibe ser modelo de los esposos? ¿Cómo podéis vosotros, célibes, indicar y dar reglas sobre el matrimonio, del cual no tenéis experiencia?». Pues bien, precisamente las palabras de san Pablo indican la respuesta. El amor de Cristo a la Iglesia es, ciertamente, a la vez amor virginal y esponsal, porque es amor que, con palabras de Benedicto XVI, «puede ser calificado sin duda como eros que, no obstante, es también totalmente agapé» (Deus caritas est, 9). Un amor que es gratuito y  preveniente («En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó»: 1 Jn 4, 10);  incondicional y misericordioso («Siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros»: Rm 5, 8); y sacrificado («Ya sabéis que fuisteis liberados de vuestra conducta inútil, heredada de vuestros padres, pero no con algo corruptible, con oro o plata, sino con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin mancha, Cristo»: 1 P 1, 18-19). Estas características aparentemente no parecen referirse al amor conyugal, tal como se entiende comúnmente, que sí es entrega de sí, pero en una reciprocidad  que conlleva una ayuda mutua y una gratificación recíproca. 
Con todo, precisamente para que el amor conyugal pueda realizarse no como experiencia exaltante, pero temporal, sino perseverar como proyecto para toda la vida, es necesario que también los cónyuges sean capaces de un amor preveniente y gratuito, de forma que al menos uno sea capaz de amar incluso cuando el otro no lo ame; de un amor incondicional y misericordioso, para que al menos uno sea capaz de perdón cuando el cónyuge, superada su debilidad, se arrepienta;  de un amor sacrificado, para que al menos uno sepa soportar los sufrimientos de la espera sin resignarse a la derrota. Y en todo esto el modelo es precisamente Cristo, que así amó a su Iglesia como esposa y «se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada» (Ef 5, 26-27).
 Así pues, tiene razón Benedicto XVI cuando afirma que «en el fondo, el amor es una única realidad, si bien con diversas dimensiones» (Deus caritas est, 8).  En su pleno significado, el amor es amor agápico, es decir, amor capaz de integrar la pasión  (eros) y la donación (agape) de mod0 que pueda satisfacer el corazón humano, cualquiera que sea su vocación. En este sentido, el amor virginal y el amor conyugal no pueden menos de brotar de una única fuente, y de tener un único modelo, que es Cristo.  
Ciertamente, la modalidad de las dos vocaciones es distinta, pero precisamente la fuente común garantiza su complementariedad. El carisma del celibato por el Reino puede ayudar a los esposos a no absolutizar el amor humano y, en espera de la comunión definitiva con Dios-Amor, a soportar el peso y el precio del don de sí, a pesar de las debilidades de la experiencia conyugal. También quien, ya aquí en la tierra, está llamado a consagrarse al amor indiviso de Dios puede aprender de los esposos la concreción y la actualidad del amor que no puede dirigirse  sólo a Dios, a quien no ve, sino que debe manifestarse como efecto también hacia el prójimo, a quien ve. De este modo no se cae en la falsa ilusión de que para amar a Dios es necesario no amar a nadie con el amor con que Cristo nos ha amado. La recíproca iluminación enriquece a ambas vocaciones y embellece a toda la Iglesia en su misión de testimoniar en el mundo el amor de Dios.