6/10/11

Audiencia del Papa a la comunidad de la Academia Pontificia Eclesiástica


Venerado hermano en el episcopado, queridos sacerdotes:

Estoy contento de reunirme, también este año, con la comunidad de los Alumnos de la Academia Pontificia Eclesiástica. Saludo al presidente, monseñor Beniamino Stella, y le agradezco sus amables palabras con las que ha interpretado vuestros sentimientos. Saludo con afecto a todos vosotros, que os preparáis para ejercer un particular ministerio en la Iglesia.
La diplomacia pontificia, como es llamada comúnmente, tiene una larguísima tradición y su actividad ha contribuido de manera relevante a plasmar, en la edad moderna, la fisonomía misma de las relaciones diplomáticas entre los estados. En la concepción tradicional, ya propia del mundo antiguo, el enviado, el embajador, es, esencialmente, el que ha sido nombrado para la encargo de llevar de manera autorizada la palabra del Soberano, y por esto, puede representarlo y negociar en su nombre. La solemnidad de la ceremonia, los honores rendidos tradicionalmente a la persona del enviado, que asumían también rasgos religiosos, son, en realidad, un tributo realizado a aquel que representa y al mensaje del que se hace intérprete. El respeto hacia el enviado constituye una de las formas más altas de reconocimiento, por parte de una autoridad soberana, del derecho a existir, en un plano de igual dignidad, de sujetos distintos a sí mismo.
Acoger, por tanto, un enviado como interlocutor, recibir la palabra, significa poner las bases de la posibilidad de una coexistencia pacífica. Se trata de un papel delicado, que exige, por parte del enviado, la capacidad de ampliar tal palabra de manera que sea al mismo tiempo fiel, lo más respetuosa posible por la sensibilidad y por la opinión de los demás, y eficaz. Aquí está la verdadera habilidad del diplomático y no, como ahora se cree erróneamente, en la astucia o estos comportamientos que representan sobre todo las degeneraciones de la práctica diplomática. Lealtad, coherencia, y profunda humanidad son las virtudes fundamentales de cualquier enviado, que está llamado a colocar no sólo su propio trabajo y sus propias cualidades, pero, de cualquier modo, la persona en su conjunto, al servicio de una palabra que no es suya.
Las rápidas transformaciones de nuestra época han reconfigurado profundamente la figura y el papel de los representantes diplomáticos; su misión es, sin embargo, la misma: la de ser el medio de una correcta comunicación entre los que ejercitan la función de gobierno y, por consiguiente, instrumento de construcción de la comunión posible entre los pueblos y de la consolidación entre ellos de relaciones pacíficas y solidarias.
¿Cómo se coloca, en todo esto, la persona y la acción del diplomático de la Santa Sede, que obviamente presenta aspectos totalmente particulares? Este, en primer lugar -como se ha destacado muchas veces- es un sacerdote, un obispo. Un hombre, por tanto, que ha elegido vivir al servicio de una Palabra que no es la suya. De hecho, es un servidor de la Palabra de Dios, y ha sido dotado, como todo sacerdote, de una misión que no puede ser realizada a tiempo parcial, sino que le exige ser, con toda su vida, un eco del mensaje que le ha sido confiado, el del Evangelio. Es propiamente sobre la base de esta identidad sacerdotal, muy clara y vivida de modo profundo, donde se inserta, con cierta naturalidad, el deber específico de hacerse portador de la palabra del Papa, del horizonte universal de su ministerio y de su caridad pastoral, con respecto a las Iglesias particulares y frente a las instituciones en las que se ejercita legítimamente la soberanía en el ámbito estatal o de las organizaciones internacionales.
En el ejercicio de esta misión, el diplomático de la Santa Sede está llamado a hacer uso de sus dones humanos y sobrenaturales. Es fácil comprender como, en el ejercicio de un ministerio tan delicado, la atención por la propia vida espiritual, la práctica de las virtudes humanas y la formación de una sólida cultura vayan de la mano y se apoyen mutuamente. Son dimensiones que permiten mantener un profundo equilibrio interior, en un trabajo que exige, entre otras cosas, la capacidad de apertura al otro, la ecuanimidad en el juicio, distancia crítica de las opiniones personales, sacrificio, paciencia, constancia y a veces, también, firmeza en el diálogo hacia todos. Por otro lado, el servicio a la persona del Sucesor de Pedro, que Cristo a constituido como principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión (cfr. Conc. Vat. I, Pastor Aeternus, Denz. 1821 (3051); Conc. Vat. II, Lumen Gentium, 18), permite vivir en una constante y profunda referencia a la catolicidad de la Iglesia. Y allí donde hay apertura a la objetividad de la catolicidad, allí está también el principio de una auténtica personalización: la vida empleada en el servicio al Papa y en la comunión eclesial es, bajo este perfil, extremadamente enriquecedora.
Queridos alumnos de la Academia Pontificia Eclesiástica, en el compartir con vosotros estos pensamientos, os exhorto a comprometeros totalmente en el camino de vuestra formación; y, en este momento, me acuerdo, con particular reconocimiento, de los Nuncios, Delegados Apostólicos, Observadores Permanentes y a todos los que prestan servicio en las Representaciones Pontificias esparcidas por el mundo. De buen grado imparto sobre vosotros, sobre el presidente, sobre sus colaboradores y sobre la comunidad de las religiosas Franciscanas Misioneras de Jesús Niño, la Bendición Apostólica.